sábado, 5 de agosto de 2017

En el Camino: 27ª etapa: Ponte de Lima-Valença

No hay más remedio que dejar atrás a gente, parece que tuviéramos prisa por cruzar la frontera. De mañana atravesamos bosques espesos, algún pequeño túnel entre la floresta. Las alemanas quedaron atrás pero ahora a nuestra conversación en portugués se ha sumado un brasileño con mi misma edad. Es rubio y alto, barbudo, fuerte, muy hablador. Dejó su trabajo de ingeniero en Brasil para tomarse unas largas vacaciones de seis meses y descubrir Europa. Voló a Portugal, recorrió el sur, y en Lisboa conoció a alguien que le habló del Camino de Santiago. Se vino hacia Oporto, pasó por un Decathlon y comenzó a caminar hacia el norte. Anoche llegó tarde a Ponte de Lima, y hoy salió con nosotros. Subimos duras cuestas entre los bosques de robles y después de pinos, terrazas con maizales, pequeños viñedos de altura entre los que se vislumbran las torres blancas de las iglesias. Desayunamos en una cafetería que es a la vez una piscifactoría en la que los clientes pueden pescar directamente las truchas, y seguimos subiendo y subiendo. En medio de los bosques encontramos cruces de piedra alrededor de las que la gente ha amontonado más piedras, piñas y otros objetos, cruces adornadas con prendas de ropa de colores, banderitas, vieiras.

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En medio de un durísimo ascenso por un sendero de cantos grandes, el eucaliptal va dando paso a la densidad más verde de los pinos, al aire más fresco, y encontramos un breve descanso con una fuente que tiene un chorro potente y helado. Metemos las cabezas bajo el chorro, y respiramos empapados de sudor y de agua fría. Junto a nosotros se mojan las cabezas dos niños de seis y ocho años, muy rubios, que saltan y se salpican y entre sus risas y juegos cambian sin transición del inglés al español. Los padres los miran desde enfrente, los animan a mojarse, ríen con ellos. Cada uno les habla en un idioma. El padre es gaditano, y la madre es canadiense. “Nosotros andamos muchos kilómetros, pero ellos hacen muchos más, corriendo para adelante y para atrás”, me dice la madre. Me cuenta también que ellos se conocieron haciendo el Camino de Santiago por primera vez. Los niños se han parado a mirarnos mientras hablamos, admirados de no entender el portugués, escuchando quizás también la rareza de mi acento español. El mayor de los dos, que nos mira fijo con su cabeza rubia empapada, se llama Santiago.

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Subimos por un pinar en el que se explota la resina. Mirando hacia todos lados, los pinos tienen a la altura de mi cabeza una bolsa con una materia acuosa, solidificada en el fondo, y de la herida tajada en su tronco fluyen lentos chorros viscosos. Hay un ligero olor ácido, que más arriba se disipa cuando llegamos a la cumbre, a un mirador natural de piedra gris sobre el que se abre un paisaje de verdes infinitos, con algunas manchas blancas de pueblecitos que dejamos atrás. Poco a poco, llegamos con trabajo a Rubiães, donde paramos a comer en la terraza de un restaurante con peregrinos exhaustos. Vemos cruzar en dirección contraria, por el arcén de la carretera, a una familia francesa muy numerosa que lleva la carga en las alforjas de dos burros. En la cafetería hay dos párrocos norteamericanos con alzacuellos y sotana. Otra vez el vino verde tinto nos apacigua y nos alarga la conversación sobre la historia de Francia, que nuestro amigo filósofo conoce tan bien, y de la que tanto se puede aprender. A pesar de la hora, a pesar de la tarea que ya les hemos dado a nuestras piernas con tantas subidas, decidimos tirar para adelante y llegar como sea a la última ciudad portuguesa. Cuando lleguemos a Valença habremos completado 37 kilómetros, pero habremos obtenido la recompensa de avistar los primeros cerros de España.

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El último tramo es duro, por el cansancio, por las subidas y bajadas que no cesan, pero al fin las aldeas de montaña y las pedanías de Valença dan lugar a un área industrial, a calles con mucho tráfico. Se oyen músicas en español en los coches y en algunas terrazas de los bares. Hemos aprendido mucho vocabulario portugués y brasileño, hemos enseñado mucha gramática española, y ahora sólo queda entrar en la ciudad y buscar dónde dormir. El único albergue, donde están nuestros amigos italianos, parece que está lleno, o así lo dice un cartel en la puerta. Un grupo grande de scouts italianos espera con nosotros a la entrada. La señora de la recepción vuelve al rato y quita el cartel: lo puso sólo para que no se agrupara la gente, pero le quedan las últimas tres plazas justamente para nosotros. Somos gente con suerte.

En los cartelones azules de tráfico frente a nuestra ventana pone en mayúsculas ESPANHA. Con el reflejo lateral del sol, con fondo de nubes bajas violetas, el nombre se va desvaneciendo poco a poco. Buscamos un restaurante barato, brindamos con jarras de medio litro de cerveza, pasamos sin esfuerzo del italiano al portugués y al inglés. Escucho a la camarera hablar en español, y le pregunto si son de este lado o de aquél: “De los dos”, me dice. Los periódicos también son de los dos lados, y también los clientes. El cansancio se empieza a disipar un poco más tarde, cuando tendidos sobre el césped, bajo la luz amarilla de las bombillas, comenzamos nuestras discusiones teológicas y espirituales al abrigo de una botella de vino dulce del Vale do Douro.



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