viernes, 4 de agosto de 2017

En el Camino: 26ª etapa: Barcelos-Ponte de Lima

También salgo de Barcelos solo, en una mañana gris que amenaza lluvia, pero a los pocos minutos ya voy caminando con un estudiante portugués y tres profesoras alemanas muy jóvenes. Todos han salido de Oporto. Y todos llevan un ritmo lento, con pausas continuas, porque tienen dolores en todos los músculos de las piernas y heridas en los pies. Bajo el cielo plomizo, en los prados cercados pastan vacas marrones con cuernos monumentales, que miran con la indiferencia de los animales que se saben sagrados. Mientas subimos cuestas y cruzamos pueblos de piedra, comienza a caer um molhatolos, un calabobos. Vamos adelantando cada vez a más peregrinos, y las alemanas con sus dolores musculares se van quedando atrás, y poco a poco las nubes se deshacen y dejan un día con calor ardiente entre los caminos boscosos, las huertas breves, los cercados de piedra gris.

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En un desvío improvisado aparece una carretera y un restaurante de piedra con la terraza llena de paisanos. Todo lo que he aprendido en este tiempo en Portugal me ayuda por primera vez a tener una conversación fluida, profunda, que puede ir de la política a la religión o al arte, y no se queda en asuntos instrumentales: pedir un café, bromear con los viejos del lugar, dar la hora. Mi interlocutor es un muchacho inteligente, de apenas 23 años, lúcido, con pinta de poeta romántico o de científico ensimismado: perilla de chivo, gafas, rizos revueltos. Habla varias lenguas, estudió filosofía en Francia, tiene el alegre entusiasmo de quienes no saben todavía controlar los inmensos conocimientos teóricos que han adquirido sobre el mundo y los quieren explicar a quien sabe escuchar. Lo hace como el mejor de los maestros. La inteligencia y la juventud son dos valores bastante amables, y creo que, sabiéndolos administrar, no se acaban nunca. Hay pocas cosas que adore más, a estas alturas de mi vida, que ese entusiasmo jovial con el que alguien que sabe enseña a los demás sin pedir a cambio otra cosa que la atención sincera. Escucho mientras comemos, descalzos frente a una chimenea apagada, un menú glorioso de sopa y carne con patatas, y descubro además que existe el vino verde tinto, que entra como una fresca bendición, como sangre oscura, desde el fondo de unos tazones de barro, como alguna vez lo bebieron algunos apóstoles.

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En Tamel hay una gran plaza abierta, una iglesia blanca con piedras grises, caminos cercados con sombra de altos castaños, caballos sueltos tras las tapias, carteles que hablan sobre la tragedia del fuego en los bosques portugueses. Guiamos a una señora que viene desorientada en sentido contrario por la carretera, bajo el calor, sin saber si su albergue está ya delante o detrás. Trepo a una tapia muy alta para alcanzar unos higos enormes, sabrosos, de un rojo sensual, que son uno de los mejores postres que he comido en el Camino. Y después encontramos una casa rural muy bien restaurada, con arcos de piedra trabajada, con suelo de cantos irregulares, con jardines edénicos llenos de frutales. Entramos a pedir agua y charlamos con el dueño, que sale descalzo y se sienta con nosotros en las escaleras. Es un holandés de pelo blanco que después de jubilarse se vino a este retiro portugués, hace quince años, y reformó con criterio espléndido esta quinta grande, y dispone de una parte de ella como albergue para peregrinos. Todavía conserva ese espíritu ordenado de los países protestantes, y no puede entender lo difícil que es hacer negocios, o hacer una simple reforma, en los países sureños. A pesar de eso, dice, señalando el hermoso entorno con la palma abierta, de aquí, de su pequeño paraíso portugués, no se piensa mover.

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Después de caminar por más caminos y calles flanqueados por castaños y viñas, empezamos a entrar por las pedanías de Ponte de Lima. Pocas entradas a una ciudad en ningún Camino serán tan hermosas como ésta. Un largo camino empedrado, con parras de uvas abundantes haciendo de techo, da lugar a un bosque urbano y después a la vista espléndida del río Lima, caudaloso y azul bajo el sol lateral. Atravesamos un puente alto, bajo el que reman algunos kayaks. Hay gente en las playas del río, tendida en el césped, repartida por las terrazas. El río es ancho, el entorno verde, y en el albergue encontramos a mis amigos italianos y un descanso merecido para una jornada de 32 kilómetros bajo el calor. Salimos a pasear por la ciudad, que está al otro lado del río. Por el viejo puente medieval de piedra suenan músicas de jazz, Django Reinhardt, y después Wagner. El río crea pequeñas playas que se mezclan con la hierba limpia adonde acuden familias de patos. Sentados en la playa conozco los fundamentos del hinduismo y los orígenes del budismo. Las playas dan a unas aguas someras y cálidas por las que se puede caminar como en una escena bíblica. Atardece, cenamos en comunidad con los italianos y el grupo de alemanas que llegaron tarde y reventadas. En la terraza con jardín del albergue tomamos una última cerveza, aprendiendo música de otra alemana que trajo el ukelele, doctrina católica de nuestro amigo italiano, de todo un poco de cada cual. De otro grupo de alemanas, que son muchas y jóvenes, alguien nos trae un resto de vino tinto para acabar. Pero quizá quisiéramos que estas noches, estos días con estas noches no se acabaran.


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