domingo, 6 de agosto de 2017

En el Camino: 28ª etapa: Valença-Veigadaña (Mos)

Tardamos casi más en salir de Portugal que en completar una etapa. Siento una nostalgia anticipada del país que dejo, del país que ha acogido mis caminatas y pensamientos durante un mes. Quiero y no quiero dejar Portugal. Sé que dejar el país significa volver a paisajes urbanos y emocionales más cercanos, y abandonar otros que ya había adoptado de grado. Cuanto más avance hacia el norte, más me alejaré de mi casa, pero en cierto modo cruzar a Galicia es volver al sitio de donde uno salió. Otra vez tengo el orgullo de mostrar a extranjeros mi país, como si yo lo conociera, y tener el pequeño disfrute de reconocerlo en las actitudes corrientes de la gente, en los usos urbanos, en los giros del habla. Y dejar Portugal es dejar un espacio humano por el que ahora siento tanta gratitud que no podré dejar de llevarlo siempre dentro de mi mochila. Y no de la que cuelga de la espalda, donde llevo el escudo y los colores verde y rojo, sino de la mochila que carga más ligera el corazón. Ahora el portugués ya no es sólo la lengua de Pessoa, de Saramago, de Eça de Queirós, de la melancolía larga del fado: también es ahora la lengua de mis pies.

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Para salir de Valença hay que cruzar una fortaleza de piedra muy aparatosa, que no es medieval sino del siglo XVIII, con arcos de entrada y salida, escudos, rampas, pasajes, garitas, puentes, muros inexpugnables. La realidad hoy es menos épica y más amable que hace unos siglos: Portugal y España son la misma cosa y los muros de piedra sólo sirven para asomarse y ver las casas gallegas, los bosques altos del otro lado, las aguas inmensas del río Miño, que aquí todavía es Minho. Cuando enfilamos para la frontera nos empiezan a seguir dos perros, tranquilos, mansos, que no ladran, pero que me recuerdan que ellos han sido otro de los hitos de mi camino. Después de la fortaleza hay aún algunas casas, una vía del ferrocarril, una señal azul con estrellas amarillas y el nombre de PORTUGAL en medio ante la que me cuesta contener las lágrimas. Y después un largo puente metálico, un cielo azul con nubes panzudas, luz verde en los montes de los dos lados, aguas grises que corren ligeras y se van hacia un mar que no veo. Dos kayaks cruzan el río bajo mis pies, cada uno remando en un país distinto. Hay también una línea fronteriza imaginaria coloreada en medio del puente, con el dibujo de un pie a cada lado de la frontera. Tardamos mucho en cruzar esa línea, en sabernos al otro lado. Cuando llegamos a la misma señal azul con estrellas amarillas con el nombre de ESPAÑA, no siento más emoción que aquella que me liga a lo que dejo atrás.

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Tui tiene una catedral con dos torres bajas, un alto arco apuntado en la fachada, la majestuosidad de la piedra mojada. Y la solemnidad de los retablos de madera por dentro, en una penumbra recorrida por peregrinos que ahora son turistas. Las calles y fachadas de piedra, los tejados ocres, la vista del río bajo el cielo cada vez más nublado. Lo primero es parar a tomar un desayuno definitivamente español para asegurarnos de que estamos al otro lado: ahora es café con leche y tostada de tomate con aceite.

Y después siguen bosques verdes de pinos y robles iguales a los del otro lado del río. Y una estatua en granito con el hueco que ocuparía un peregrino, junto a un puente medieval. Y después de los agradables senderos boscosos, vemos en la distancia las laderas de granito abiertas, grandes canteras sobre la ciudad de O Porriño. Atravesamos polígonos industriales, grises avenidas con fábricas, talleres y almacenes. Y en las afueras de O Porriño comemos un menú español que ya no es tan barato como los del otro lado, con una sopa que ahora es más caldosa, un cordero que está más hecho, un vino en el que no encuentro diferencia.

Otro nuevo problema que encontraremos a partir de ahora es la falta de alojamientos, la saturación de peregrinos que ocupan todos los albergues. Después de horas bajo el sol, ni siquiera podemos llegar a Mos, pues ya nos avisan con antelación de que todo está lleno. Encontramos un albergue familiar en medio de nada, entre la ciudad y los bosques que cruza el ferrocarril. Bajo el último sol de la tarde, brindamos con Estrella Galicia 1906, que ha aparecido por fortuna al atravesar la frontera, hablando de lo divino y lo humano todavía en portugués. Porque aunque el cuerpo haya cruzado la frontera, la cabeza y la lengua seguirán mucho tiempo de aquel lado. Não sei como poderia devolver a este país todo o que fez por mim, todo o que deu-me. A palavra obrigado fica curta. O meu amigo peregrino português ensinou-me um ditado que é um bom resumo da minha viagem portuguesa: Tudo vale a pena, se a alma não é pequena...





sábado, 5 de agosto de 2017

En el Camino: 27ª etapa: Ponte de Lima-Valença

No hay más remedio que dejar atrás a gente, parece que tuviéramos prisa por cruzar la frontera. De mañana atravesamos bosques espesos, algún pequeño túnel entre la floresta. Las alemanas quedaron atrás pero ahora a nuestra conversación en portugués se ha sumado un brasileño con mi misma edad. Es rubio y alto, barbudo, fuerte, muy hablador. Dejó su trabajo de ingeniero en Brasil para tomarse unas largas vacaciones de seis meses y descubrir Europa. Voló a Portugal, recorrió el sur, y en Lisboa conoció a alguien que le habló del Camino de Santiago. Se vino hacia Oporto, pasó por un Decathlon y comenzó a caminar hacia el norte. Anoche llegó tarde a Ponte de Lima, y hoy salió con nosotros. Subimos duras cuestas entre los bosques de robles y después de pinos, terrazas con maizales, pequeños viñedos de altura entre los que se vislumbran las torres blancas de las iglesias. Desayunamos en una cafetería que es a la vez una piscifactoría en la que los clientes pueden pescar directamente las truchas, y seguimos subiendo y subiendo. En medio de los bosques encontramos cruces de piedra alrededor de las que la gente ha amontonado más piedras, piñas y otros objetos, cruces adornadas con prendas de ropa de colores, banderitas, vieiras.

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En medio de un durísimo ascenso por un sendero de cantos grandes, el eucaliptal va dando paso a la densidad más verde de los pinos, al aire más fresco, y encontramos un breve descanso con una fuente que tiene un chorro potente y helado. Metemos las cabezas bajo el chorro, y respiramos empapados de sudor y de agua fría. Junto a nosotros se mojan las cabezas dos niños de seis y ocho años, muy rubios, que saltan y se salpican y entre sus risas y juegos cambian sin transición del inglés al español. Los padres los miran desde enfrente, los animan a mojarse, ríen con ellos. Cada uno les habla en un idioma. El padre es gaditano, y la madre es canadiense. “Nosotros andamos muchos kilómetros, pero ellos hacen muchos más, corriendo para adelante y para atrás”, me dice la madre. Me cuenta también que ellos se conocieron haciendo el Camino de Santiago por primera vez. Los niños se han parado a mirarnos mientras hablamos, admirados de no entender el portugués, escuchando quizás también la rareza de mi acento español. El mayor de los dos, que nos mira fijo con su cabeza rubia empapada, se llama Santiago.

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Subimos por un pinar en el que se explota la resina. Mirando hacia todos lados, los pinos tienen a la altura de mi cabeza una bolsa con una materia acuosa, solidificada en el fondo, y de la herida tajada en su tronco fluyen lentos chorros viscosos. Hay un ligero olor ácido, que más arriba se disipa cuando llegamos a la cumbre, a un mirador natural de piedra gris sobre el que se abre un paisaje de verdes infinitos, con algunas manchas blancas de pueblecitos que dejamos atrás. Poco a poco, llegamos con trabajo a Rubiães, donde paramos a comer en la terraza de un restaurante con peregrinos exhaustos. Vemos cruzar en dirección contraria, por el arcén de la carretera, a una familia francesa muy numerosa que lleva la carga en las alforjas de dos burros. En la cafetería hay dos párrocos norteamericanos con alzacuellos y sotana. Otra vez el vino verde tinto nos apacigua y nos alarga la conversación sobre la historia de Francia, que nuestro amigo filósofo conoce tan bien, y de la que tanto se puede aprender. A pesar de la hora, a pesar de la tarea que ya les hemos dado a nuestras piernas con tantas subidas, decidimos tirar para adelante y llegar como sea a la última ciudad portuguesa. Cuando lleguemos a Valença habremos completado 37 kilómetros, pero habremos obtenido la recompensa de avistar los primeros cerros de España.

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El último tramo es duro, por el cansancio, por las subidas y bajadas que no cesan, pero al fin las aldeas de montaña y las pedanías de Valença dan lugar a un área industrial, a calles con mucho tráfico. Se oyen músicas en español en los coches y en algunas terrazas de los bares. Hemos aprendido mucho vocabulario portugués y brasileño, hemos enseñado mucha gramática española, y ahora sólo queda entrar en la ciudad y buscar dónde dormir. El único albergue, donde están nuestros amigos italianos, parece que está lleno, o así lo dice un cartel en la puerta. Un grupo grande de scouts italianos espera con nosotros a la entrada. La señora de la recepción vuelve al rato y quita el cartel: lo puso sólo para que no se agrupara la gente, pero le quedan las últimas tres plazas justamente para nosotros. Somos gente con suerte.

En los cartelones azules de tráfico frente a nuestra ventana pone en mayúsculas ESPANHA. Con el reflejo lateral del sol, con fondo de nubes bajas violetas, el nombre se va desvaneciendo poco a poco. Buscamos un restaurante barato, brindamos con jarras de medio litro de cerveza, pasamos sin esfuerzo del italiano al portugués y al inglés. Escucho a la camarera hablar en español, y le pregunto si son de este lado o de aquél: “De los dos”, me dice. Los periódicos también son de los dos lados, y también los clientes. El cansancio se empieza a disipar un poco más tarde, cuando tendidos sobre el césped, bajo la luz amarilla de las bombillas, comenzamos nuestras discusiones teológicas y espirituales al abrigo de una botella de vino dulce del Vale do Douro.



viernes, 4 de agosto de 2017

En el Camino: 26ª etapa: Barcelos-Ponte de Lima

También salgo de Barcelos solo, en una mañana gris que amenaza lluvia, pero a los pocos minutos ya voy caminando con un estudiante portugués y tres profesoras alemanas muy jóvenes. Todos han salido de Oporto. Y todos llevan un ritmo lento, con pausas continuas, porque tienen dolores en todos los músculos de las piernas y heridas en los pies. Bajo el cielo plomizo, en los prados cercados pastan vacas marrones con cuernos monumentales, que miran con la indiferencia de los animales que se saben sagrados. Mientas subimos cuestas y cruzamos pueblos de piedra, comienza a caer um molhatolos, un calabobos. Vamos adelantando cada vez a más peregrinos, y las alemanas con sus dolores musculares se van quedando atrás, y poco a poco las nubes se deshacen y dejan un día con calor ardiente entre los caminos boscosos, las huertas breves, los cercados de piedra gris.

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En un desvío improvisado aparece una carretera y un restaurante de piedra con la terraza llena de paisanos. Todo lo que he aprendido en este tiempo en Portugal me ayuda por primera vez a tener una conversación fluida, profunda, que puede ir de la política a la religión o al arte, y no se queda en asuntos instrumentales: pedir un café, bromear con los viejos del lugar, dar la hora. Mi interlocutor es un muchacho inteligente, de apenas 23 años, lúcido, con pinta de poeta romántico o de científico ensimismado: perilla de chivo, gafas, rizos revueltos. Habla varias lenguas, estudió filosofía en Francia, tiene el alegre entusiasmo de quienes no saben todavía controlar los inmensos conocimientos teóricos que han adquirido sobre el mundo y los quieren explicar a quien sabe escuchar. Lo hace como el mejor de los maestros. La inteligencia y la juventud son dos valores bastante amables, y creo que, sabiéndolos administrar, no se acaban nunca. Hay pocas cosas que adore más, a estas alturas de mi vida, que ese entusiasmo jovial con el que alguien que sabe enseña a los demás sin pedir a cambio otra cosa que la atención sincera. Escucho mientras comemos, descalzos frente a una chimenea apagada, un menú glorioso de sopa y carne con patatas, y descubro además que existe el vino verde tinto, que entra como una fresca bendición, como sangre oscura, desde el fondo de unos tazones de barro, como alguna vez lo bebieron algunos apóstoles.

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En Tamel hay una gran plaza abierta, una iglesia blanca con piedras grises, caminos cercados con sombra de altos castaños, caballos sueltos tras las tapias, carteles que hablan sobre la tragedia del fuego en los bosques portugueses. Guiamos a una señora que viene desorientada en sentido contrario por la carretera, bajo el calor, sin saber si su albergue está ya delante o detrás. Trepo a una tapia muy alta para alcanzar unos higos enormes, sabrosos, de un rojo sensual, que son uno de los mejores postres que he comido en el Camino. Y después encontramos una casa rural muy bien restaurada, con arcos de piedra trabajada, con suelo de cantos irregulares, con jardines edénicos llenos de frutales. Entramos a pedir agua y charlamos con el dueño, que sale descalzo y se sienta con nosotros en las escaleras. Es un holandés de pelo blanco que después de jubilarse se vino a este retiro portugués, hace quince años, y reformó con criterio espléndido esta quinta grande, y dispone de una parte de ella como albergue para peregrinos. Todavía conserva ese espíritu ordenado de los países protestantes, y no puede entender lo difícil que es hacer negocios, o hacer una simple reforma, en los países sureños. A pesar de eso, dice, señalando el hermoso entorno con la palma abierta, de aquí, de su pequeño paraíso portugués, no se piensa mover.

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Después de caminar por más caminos y calles flanqueados por castaños y viñas, empezamos a entrar por las pedanías de Ponte de Lima. Pocas entradas a una ciudad en ningún Camino serán tan hermosas como ésta. Un largo camino empedrado, con parras de uvas abundantes haciendo de techo, da lugar a un bosque urbano y después a la vista espléndida del río Lima, caudaloso y azul bajo el sol lateral. Atravesamos un puente alto, bajo el que reman algunos kayaks. Hay gente en las playas del río, tendida en el césped, repartida por las terrazas. El río es ancho, el entorno verde, y en el albergue encontramos a mis amigos italianos y un descanso merecido para una jornada de 32 kilómetros bajo el calor. Salimos a pasear por la ciudad, que está al otro lado del río. Por el viejo puente medieval de piedra suenan músicas de jazz, Django Reinhardt, y después Wagner. El río crea pequeñas playas que se mezclan con la hierba limpia adonde acuden familias de patos. Sentados en la playa conozco los fundamentos del hinduismo y los orígenes del budismo. Las playas dan a unas aguas someras y cálidas por las que se puede caminar como en una escena bíblica. Atardece, cenamos en comunidad con los italianos y el grupo de alemanas que llegaron tarde y reventadas. En la terraza con jardín del albergue tomamos una última cerveza, aprendiendo música de otra alemana que trajo el ukelele, doctrina católica de nuestro amigo italiano, de todo un poco de cada cual. De otro grupo de alemanas, que son muchas y jóvenes, alguien nos trae un resto de vino tinto para acabar. Pero quizá quisiéramos que estas noches, estos días con estas noches no se acabaran.


jueves, 3 de agosto de 2017

En el Camino: 25ª etapa: Póvoa de Varzim-Barcelos

Salgo solo desde Póvoa de Varzim, caminando por una vez hacia el sol, hacia el interior, sabiendo que a partir de ahora será difícil encontrar algún momento de soledad. La ciudad va dejando paso a pequeños maizales y viñedos, vaquerías, caminos empedrados, bosques de robles. En medio de un valle con huertas aparece São Pedro de Rates, un pueblo de casas bajas y de piedra, muy limpio, con una iglesia típicamente románica por fuera y por dentro. Hay después un tramo peligroso por una carretera estrecha, con más huertas a los lados. He pasado del distrito de Oporto al de Braga. Entro en una capilla con torre que tiene todos los muebles revueltos, como si acabaran de asaltarla. La Virgen mira al suelo encaramada en un banco de madera ladeado. Los albañiles están haciendo reformas. En un cruce encuentro a una alemana que duda sobre las indicaciones de las flechas. Me habla español, es profesora de español en un instituto de su país. Caminamos entre maizales y pueblos que son el mismo pueblo hasta llegar a las calles de Barcelinhos, que sólo está separado de Barcelos por el ancho río Cávado.



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En Barcelinhos ya hay albergues, y restaurantes con menú del peregrino. Mientras como me fijo en un detalle de la pared: hay enmarcadas varias credenciales completas, y recortes de periódico con la historia de un peregrino que caminó 107 mil kilómetros. El dueño del bar es un hombre regordete y simpático que me habla de fútbol y después me cuenta la historia de este peregrino. Es un gaditano con más de 70 años que hace casi 20 sobrevivió a un naufragio en Noruega. Murieron 13 marineros, y él fue rescatado de las aguas heladas después de muchas horas, con hipotermia. Se mantuvo a flote sobre dos cadáveres de los que habían sido sus compañeros. Estuvo dos años en silla de ruedas, y durante dos años más tuvo que caminar con muletas. Los médicos le habían dicho que no podría volver a andar con normalidad. Cuando tuvo fuerzas, se prometió visitar todos los lugares santos de Europa y del mundo, y desde entonces ha caminado constantemente, por todos los continentes y en todas las circunstancias. Gastó todo su dinero en sus viajes y desde entonces viaja con lo que encuentra. Fue recibido hace poco por el papa Francisco. Lleva cien mil kilómetros caminados, y ahora está viajando a Santiago por última vez para regresar definitivamente a su casa. El dueño del bar me habla con devoción del que es su amigo, y también su mujer, que se ha sumado a la conversación. Es una historia que apabulla un poco. Y yo que pensaba que mi peregrinación era larga.

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Barcelos es una ciudad bonita, cuidada, limpia, turística. Tiene varias iglesias de piedra, románicas, un museo al aire libre con los restos de un palacio de piedra en una elevación sobre el río. En un parque hay alineados muchos estandartes con motivos religiosos y los nombres de las pedanías de Barcelos, preparados para las fiestas que empezarán en breve. Mis amigos italianos han ido a una misa en la iglesia de São Francisco, que está alejada del centro. Cruzo las calles comerciales que están llenas de turistas tranquilos, muchos españoles. Llego cuando está acabando la misa, y me coloco en las últimas filas, porque la iglesia está llena de gente. Una mujer que se mueve muy ligero y cuyo aliento huele demasiado a tabaco me dice que la siga y me conduce hasta las primeras filas. No sé cómo, me veo frente al altar, con los tres italianos, delante de todo el mundo, y el sacerdote nos bendice echándonos agua con el hisopo. Acaba la misa, la gente empieza a irse, aparecen varios monjes franciscanos con su hábito. Pasamos a la sacristía, nos regalan unas piedras y unas conchas con la cruz de Santiago dibujada, nos explican historias del Camino, nos desean suerte en la vida y nos despiden con un abrazo. Después de esto, sentados en la terraza del albergue, con más italianos y alguna americana, ya sólo nos queda acabar la botella de tinto entre discusiones teológicas.

miércoles, 2 de agosto de 2017

En el Camino: 24ª etapa: Oporto-Póvoa de Varzim

Salgo de Oporto buscando la primera etapa por la costa, para evitar aglomeraciones. Siguiendo la hoz del río por un paseo fluvial que muy pronto es marítimo: el Duero de azul intenso enseguida se convierte en océano. Hay pequeñas playas rocosas llenas de bañistas, amplios paseos arbolados con mucha gente haciendo deporte. Las playas poco a poco son más amplias, más arenosas, pero me retiro del mar para entrar en Matosinhos, donde atravieso un puente móvil de hierro, y después calles anchas comerciales que me llevan hacia el norte. Encuentro algunas parejas de peregrinos que hablan alemán: me enternece ver a esta gente con su ropa limpia y nueva, su caminar urbano, sus mochilas demasiado llenas, sus manos llenas de papeles y planos, su aire perdido. Cada uno hace su Camino, y no es poco que alguien, quien sea, desde cualquier lugar de Europa o del mundo, se decida a salir unos días de las comodidades de su casa para ponerse a caminar hacia algún sitio.

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Cruzo pueblos cercanos al aeropuerto, Leça da Palmeira, Perafita, Lavra, con iglesias blancas con fachadas de azulejos, y después muchos maizales. Los pueblos tienen calles estrechas cercadas por muros de granito, vaquerías, quintas cuidadas, tractorcitos sin cabina que cruzan muy deprisa. Hay amplios bosques de eucaliptos que el Camino atraviesa por vetustas carreteras de piedra. Labruge, Vila Chã, Mindelos, a través de los callejones que salen a la izquierda o de los pequeños pedazos de barbecho entre maizales se ve el mar. 

Al pasar por la calle principal de Árvore el móvil se apaga, y las fuerzas y la voluntad van más que justas. Paro a tomar una cerveza en la primera terraza que encuentro. La dueña está fumando fuera, es una mujer morena y guapa, delgada, enérgica. Me habla en español y enseguida cambia al portugués. Me cuenta que el Camino original cruzaba por aquí, y no por el interior. Conoce bien a los españoles porque trabajó muchos años como administrativa para una empresa que tenía proveedores y clientes españoles, y aprendió hablando con unos y con otros: “Eles não tinham nenhum interesse em aprenderem a nossa língua”. Estos son pueblos de playa, muy acostumbrados a los turistas. “Mas os peregrinos são outra coisa”, y me cuenta historias de algunos que llegan durante el invierno, peregrinando desde casi tan lejos como yo, pidiendo comida a cambio de alguna ayuda, porque no traen dinero. Su hija viene a contarme que ha escogido español en sus clases para el próximo curso como tercera lengua. Empiezan a llegar más parroquianos, y todos traen un aire familiar de pueblo amable. La mujer me despide con un abrazo sentido. Hay días en una caminada tan larga donde el ánimo desfallece por momentos, y el abrazo que uno necesita llega en el momento justo.


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Unas calles más allá el pueblo ya se llama Azurara y tiene una bella iglesia románica con torre y un cruceiro enfrente, y algunas casas nobles echadas a perder con tapias llenas de buganvillas, y algunos peregrinos que empiezan a salir de no sé sabe dónde. Cruzando el río Ave se entra en Vila do Conde, que tiene otra iglesia románica con torre aún más hermosa que la anterior, en lo alto del pueblo, con mucho oro en el altar y en todas las capillas, con techos de alfarje y amplios arcos de medio punto en sus columnatas. Y después está la playa, la larga línea de playa con el sol cayendo y gente jovial llenando la arena, jugando, bañándose en las aguas heladas, merendando. Hay una marina con ciertas pretensiones y hasta un casino al llegar a Póvoa de Varzim, por el mismo paseo marítimo. En la plaza hay unas casetas con libros, mucha luz, mucha gente en las terrazas. En el albergue ya empieza a haber muchos peregrinos, portugueses, alemanes, italianos. Las dos japonesas han preparado una tarta con velas para el cumpleaños de nuestro amigo italiano. Después salimos a un restaurante junto a la playa para celebrarlo cenando, lógicamente, pizzas. Nuestro paso por Oporto también nos deja una botella de vino dulce por vaciar en conversaciones que empiezan a cambiar de idioma sin orden aparente.





martes, 1 de agosto de 2017

En el Camino: 23ª etapa: Lourosa-Oporto

Oporto otra vez. Los recuerdos de la ciudad son, sin embargo, difusos. No reconozco las calles, los monumentos, el paseo fluvial. Sí siguen nítidas en la memoria algunas impresiones: una escalera de madera en una librería famosa, un paseo romántico en barca desde el mar hasta la curva del Duero bajo el puente grande, una visita a la oscura y húmeda cava de una bodega en Vila Nova de Gaia, un libro de Saramago, media botella de vino dulce en una terraza al atardecer, otra media botella en la espera del aeropuerto. Oporto otra vez. Pero, como en Lisboa hace un par de semanas, sólo vengo para salir de aquí.

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Saliendo de Lourosa en busca de las flechas amarillas me dedico un rato a dar vueltas por calles irregulares iguales unas a otras, entre las que hay fábricas de corcho y talleres y jardines urbanos. Todo es el mismo pueblo, aunque haya cien señales indicando que se sale de uno y se entra en otro. Antes de llegar a Grijó he dejado atrás el distrito de Aveiro y entrado en el de Oporto. Para llegar a Grijó se avanza junto a un enorme cementerio en el que algunas mujeres están limpiando las lápidas, y después de atravesar un arco de piedra y unos amenos jardines se llega a la fachada del monasterio. Cuatro columnas altas sostienen una hermosa estructura de piedra con aspecto de retablo. A su lado, la torre de la iglesia, blanca y con piedra de granito, se queda pequeña y parece pobre. Y al lado de la iglesia está la Junta de Freguesia, en cuyo piso alto hay movimiento de gente y bastante jaleo. Les pregunto a dos viejos con boina que esperan junto a la puerta, y me explican que están registrándose para las elecciones del domingo que viene. Después vienen muchas explicaciones minuciosas sobre qué caminos tengo que tomar para salir de la ciudad. Una placa recuerda que un terreno aledaño fue cementerio de los miles de muertos que cayeron en una batalla de 1809, cuando las invasiones napoleónicas. De la ciudad, que es moderna y cómoda de andar, se sale por una larga cuesta que desciende hasta otros pueblitos de calles estrechas, huertas tapiadas, bosques de cedros y parcelas pequeñas de maíz y viña.

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Sermonde, Perosinho, Canelas. Hay un tramo de varios kilómetros en cuesta por una senda hermosa de piedras enormes, tapias a los lados por los que crece un bosque variado y tupido. Se oye un ruido que llevaba mucho tiempo sin escuchar: por encima de las ramas de los árboles sobrevuela un avión que va a aterrizar. Después el camino se convierte en carreterín que se inclina hacia abajo entre quintas lujosas y después en calle ancha: Vila Nova de Gaia. En una panadería compro un pan de centeno y me hago un bocadillo de jamón. Entra mejor con una copa de vino de Oporto, que es lo primero que hay que pedir al llegar a Gaia. El camarero me aclara que el vino es de Réguas, a unos cien kilómetros, y que las bodegas están en Gaia, que Porto sólo tiene eso: el puerto desde el que el vino se va.

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Vila Nova de Gaia es una ciudad moderna y grande. El tranvía recorre la Avenida da Liberdade, que tiene edificios altos y mucho ajetreo de ciudad, de tiendas y comercios y bares. Desde el mirador del teleférico uno ve Oporto con la intensa nitidez de la primera vez: tejados ocres con las bodegas justo abajo, a lo largo del paseo marítimo de Gaia, y al otro lado del monumental puente de hierro, la ciudad de Oporto inclinada sobre el río Duero. Algunas torres de piedra destacan entre el ocre y el blanco, y en el paseo fluvial hay colorido de fachadas. Por las aguas oscuras del río cruzan de vez en cuando esas barcas que pasean a los turistas.

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La Sé Catedral me parece un edificio pequeño. Hay románico en la fachada, con su rosetón, pero también hay florituras barrocas. Por dentro es un espacio recogido, naves estrechas, bóveda de cañón que le devuelve a uno la sensación de estar en un templo románico. Para ver el claustro hay que pagar. Reposo en la quietud de un banco, salgo a comer a un bar barato, doy un largo paseo por el centro histórico de la ciudad. Avenida dos Aliados, Torre dos Clérigos, Hospital de Santo António. Las calles comerciales están llenas de gente, como en un día de feria. También hay muchos turistas sentados en las terrazas, en las plazas, turistas españoles, franceses, británicos. Hace calor. Varios tranvías viejunos van haciendo su lento recorrido por el centro. Y yo desciendo despacio hacia el río, huyendo de la multitud del turismo urbano de verano, y alargo mi paseo por la Rua do Ouro, sobre el río. Hay algunos turistas descansando tendidos en los bancos, hay hombres pescando, hay grupos de gente en terrazas de cafeterías pequeñas jugando a las cartas a la sombra de los árboles, a la brisa fresca del río.

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Saldré de Oporto por el Camino de la Costa, que es el que parece que me evitará la aglomeración urbana y de peregrinos saliendo a la carrera. Así que me voy acercando hasta la Hoz del río Duero, a Foz do Douro, y llego hasta la Pousada da Juventude. Es un espacio amplio y cómodo, pero además de peregrinos hay, sobre todo, grupos de jóvenes en excursiones, e incluso una reunión de adolescentes que participan en un proyecto Erasmus +. En la sala donde voy a dormir hay un señor mayor que viste con pulcritud un traje viejo y gastado, y se mueve con movimientos delicados, como no queriendo hacer ruido. Sobre una maleta tiene un libro cuyo título dice algo de Palestina y del periodismo. Cuelga su traje con mucho cuidado en el armario, y se acuesta cuando faltan muchas horas para que sea de noche.

Cuando las piernas se han desentumecido, salgo a dar un corto paseo junto al río. Mucha gente camina, corre, o pasea al perro. Detrás de la hoz del río, a mano derecha, ya ha atardecido. El río tiene ya aquí una anchura marítima, y la brisa que viene del océano crea suaves ondas que hacen pensar que el agua lleva un sentido invertido. Me siento a leer en un banco frente a las aguas que se van volviendo de un azul de cristal y después moradas. Sigo con atención las pesquisas espirituales de Paulo Coelho en el Camino francés hasta que el frío de la brisa me obliga a resguardarme.