domingo, 31 de julio de 2016

En el Camino, 4: De Cizur Menor a Puente La Reina

Con la cabeza llena de conversaciones en demasiados idiomas, con tinto, manchego y navarro, seco en los labios, despertamos aún de noche en Cizur. El paisaje en cuesta tiene cada vez más rastrojos, pero también la explosión amarilla de los campos de girasoles, que nos miran con una luz nítida como de cuadro de Van Gogh bajo el cielo de nubes blancas. Dos aldeas en la cuesta, Gendulain y luego Zarikiegi, y un último ascenso al Alto del Perdón, a casi 800 metros, en cuyos picos giran a plena velocidad las aspas de una hilera de molinos que se pierde entre las nubes bajas. Hay una vista excepcional del camino que dejamos atrás, Pamplona y los primeros picos pirenaicos, y lo que nos queda por delante, cerros más modestos y un paisaje cada vez más castellano.


Atravesamos Uterga, y después Muruzábal, donde muchos músculos y muchas rodillas empiezan a pedir un descanso y cafés con leche. Desde ahí nos desviamos por entre campos de maíz y más girasoles para llegar a la ermita de Eunate (cien puertas, en vasco), un edificio románico pequeño, octogonal, cercado por un muro de arcos cortos, que fue durante siglos un templo de la Orden de los Templarios, y guarda en sus muros, en medio del campo, los misterios de sus antiguos moradores. En Óbanos empezamos a ver huertas cada vez más grandes y surtidas, y al fin descendemos hasta Puente La Reina, que tiene un sano ambiente provincial de mediodía de domingo. Las fiestas del pueblo, en honor a Santiago, acabaron anoche, y todavía la plaza del pueblo está cercada por los burladeros provisionales de las celebraciones taurinas. El cordero en salsa, con tinto de Navarra, es un bálsamo más eficaz que cualquier pomada. En los restaurantes y bares hay unas prisas estresantes que un caminante ya no puede comprender.

Desde la piscina municipal se domina el pueblo, del que sobresale la torre de la iglesia. Después del nado empezamos a buscar fórmulas, remedios, aceites para paliar las inflamaciones de tendones. La alegría modesta de las primeras etapas completadas, de los momentos en buena compañía, de la belleza lenta del paisaje rural navarro, se empieza a empañar con los dolores súbitos, con la sombra de los límites del cuerpo.


22,2 kilómetros.

sábado, 30 de julio de 2016

En el Camino, 3: De Larrasoaña a Cizur Menor, pasando por Pamplona

Cruzamos de nuevo el puente de los Bandidos y dejamos atrás Larrasoaña. Los senderos suben y bajan entre bosques, siguiendo el curso de río Arga, bordeando aldeas, Akerreta, Zuriain, Irotz, Zabaldikia, Arleta, hasta que cerca de Villava el verde empieza a mezclarse con campos de cereal recién cosechado. Se entra a Villava (Atarrabia), por un puente de piedra, junto al que el río cae en cascadas sucesivas. Éste es el pueblo de Miguel Induráin, y me figuro que los cerros que acabamos de bajar serían los primeros que el ciclista subiría de niño. Por lo demás, atravesamos la calle Mayor y no hay ninguna señal visible de que el mejor ciclista de la historia de España naciera y haya vivido aquí toda su vida. Ha comenzado la etapa urbana: Villava y Burlada están separados por una calle, y casi sin transición entramos en Pamplona, salvando la muralla por la Puerta de Francia.

Pamplona es una ciudad pequeña, limpia, acogedora. Las fachadas son coloridas, y además de flores hay consignas políticas por todos los balcones. La fachada de la catedral es sobria, con columnas neoclásicas. Frente al altar hay unas estatuas de alabastro tendidas: aquí está enterrada la larga dinastía de los reyes de Navarra. Está acabando la misa, y el sacerdote canta en latín para diez personas que ocupan la primera fila. Como en una película italiana en blanco y negro, se ven monjas de hábitos blancos por la calle. La plaza del Ayuntamiento, donde empiezan las celebraciones de San Fermín, es diminuta. Recorremos las calles Mercaderes y Estafeta siguiendo el trazado de los encierros, hasta la plaza de toros, hasta la estatua dedicada a Ernest Hemingway. En la espaciosa plaza del Castillo buscamos los lugares del escritor norteamericano: el hotel La Perla, adonde se alojaba, siempre en la habitación 217, y el bar Iruña, que conserva la decoración barroquista y burguesa de ciudad de provincias de principios del siglo XX. En una terraza me encuentro a un señor francés que lee a Borges en edición bilingüe mientras toma café; es el mismo que me recitó a Góngora en español en lo alto del Pirineo. Me recomienda una pastelería al peso de la calle Estafeta, Beatriz, adonde probamos los mejores dulces que podría desear un peregrino.

Atravesamos la antigua ciudadela, que es ahora un parque con exposiciones culturales, y después la universidad, el río Sadar, y al final de una cuesta estamos en Cizur Menor. A la entrada del pueblo está el albergue, que pertenece a la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, la Orden de Malta. Enfrente hay una pequeña iglesia románica, un oasis de frescura en la tarde ya ardiente, con una acústica perfecta. Una chica francesa está cantando, caminamos descalzos entre los bancos, junto al altar. Me recuesto ente los cojines de un sillón junto a la puerta, y en el frescor del templo, arrullado por el canto y los gorjeos de los pájaros que se cuelan por el portón, me quedo dormido.

21 kilómetros.

viernes, 29 de julio de 2016

En el Camino, 2: De Roncesvalles a Larrasoaña

Al salir de Roncesvalles una señal de tráfico marca los kilómetros a un destino lejano: Santiago de Compostela 790. En la mañana helada de finales de julio, el camino es un túnel con luz al fondo bajo las ramas de las hayas y después los robles. Siguiendo el curso del río Arga llegamos a Burguete, frente al hotel modesto en el que se hospedaba Ernest Hemingway en sus visitas a la selva de Irati. A lo largo de la calle principal discurre el agua ligera por un albañal abierto. Burguete (Auritz), Espinal (Aurizberri), pueblecitos limpios de fachadas blancas, ventanales rojos, tejados muy empinados para que escurra la nieve. Los dinteles de las puertas lucen con orgullo piedras con inscripciones con los nombres de quienes hicieron las casas en los siglos XVIII y XIX. Las mujeres salen a los balcones de madera a regar las hileras de geranios rosas, blancos, rojos, entre la ropa tendida.

Vadeamos riachuelos sobre piedras volcadas, atravesamos fincas con vacas sueltas. Hay una subida asfixiante dentro del bosque hasta el Alto de Mezkiritz, y después lomas verdes con ovejas y vacas. Bizkarreta (Gerendiain), Lintzoain, más pueblitos de montaña coquetos, silenciosos y rebosantes de flores. Hay sendas de piedra y cemento en algunas bajadas. Al cruzar la carretera en el Alto de Erro se abre un mirador hacia el valle y los picos verdes al fondo. En medio del bosque de hayas, entre helechos y bojes, en caminos adonde nunca da el sol, de vez en cuando es preciso abrir una cerca para continuar. Hay un desnivel de 300 metros hasta Zubiri, donde cruza el río Arga un puente medieval de piedra. Muchos caminantes se detienen en Zubiri, se refrescan en la fuente de la plaza, descansan en los bancos de piedra.


Adelante, más subidas y bajadas, una cantera de magnesitas, con toda su gigante maquinaria gris y sus restos como de después de una batalla a todo lo largo de la carretera. Ascenso por caminos interiores del bosque que ha vuelto como por milagro, Ilarratz, Eskirotz, aldeas limpias encajadas en el monte, y una suave bajada hasta Larrasoaña. Decenas de milanos llenan el cielo despejado, planean lentos. En medio del valle de Esteribar, ya caliente al sol del mediodía, se entra en el pueblo cruzando otro puente medieval de piedra sobre el río Arga, que llaman de los Bandidos, y nos reciben otra vez los balcones colmados de flores de colores. Es un lugar hermoso para quitarse las botas y beberse la primera cerveza fría.

27 kilómetros.

jueves, 28 de julio de 2016

En el Camino: Saint-Jean-Pied-de-Port hasta Roncesvalles

Hay pocos caminos que no hayan sido ya trillados, explicados, gastados; y sin embargo no hay experiencia más original que la que decide la soberana voluntad de uno mismo. Como quiero conocer mi país, y de paso conocer de verdad al que quiere conocer el país, he empezado en Francia el Camino que lleva a Santiago de Compostela. Entre todos los que consejos, alimenticios y deportivos, que he recibido últimamente, me quedo con el último: Dans le chemin, écoute toutes les temps ton coeur.

Saint-Jean-Pied-de-Port, Baja Navarra, Aquitania. Un pueblo de casas blancas con esquinas de piedra, ventanas rojas y tejados anaranjados, partido por el río Neva, rodeado de laderas verdes, al pie del Pirineo. Letreros en francés y en vasco, anuncios de partidas de pelota. Muchas flores rojas y blancas en los balcones, un atardecer lento y radiante entre nubes bajas y cerros.

Muy temprano me calzo las botas y cruzo la Porte d'Espagne, la vieja puerta de piedra de entrada al pueblo, para empezar el Camino. Mañana fresca, vacas y cerdos que se cruzan con los caminantes por la carretera. Las águilas vuelan tan bajo que podemos ver el paso de sus sombras. Caseríos blancos entre las landas de un verde vivo, rebaños numerosos de ovejas lanudas cerca de las cumbres, también muy cerca de las nubes. Este camino curvo en ascenso es el que siguieron desde tiempos de los romanos los comerciantes de ambos lados, el que caminaron los peregrinos medievales, el que hicieron de ida y vuelta los ejércitos de Napoleón. A casi 1300 metros de altitud paramos a coger agua en la fuente de Roldán y caemos en la cuenta de que hemos cruzado la frontera sin enterarnos, sin ninguna señal que nos lo mostrara.


Aún subimos más, hasta los 1420 metros del puerto de Lepoeder. A Roncesvalles se baja por medio de un hayedo monumental. Caída de 400 metros entre las hayas musgosas, sombra fresca al mediodía. La antigua colegiata es un enorme albergue para peregrinos modernos. Buscamos el calor del sol en el patio. Por aquí pasó también el ejército de Carlomagno hace más de mil años, y en esos bosques de los desfiladeros que dejamos atrás fue derrotado. La leyenda fructificó en la Chanson de Roland. Aquí nació la literatura francesa, y una parte tan lejana de la nuestra.

25,7 kilómetros.

martes, 19 de julio de 2016

De los Alpes hasta la Costa Azul

Perder un tren es algo fastidioso, pero puede resultar también providencial. Tantas veces por culpa de las metáforas acabamos banalizando los conceptos reales, que ya no sabemos identificar el sentido literal de las cosas sin un significado que vaya más allá. Cuando tu tren se ha ido, aún tardas en asimilar lo irremediable: tu tren no va a volver, y es preciso buscar con imaginación alguna alternativa. Desde la estación moderna y diáfana de la TGV de Aviñón, vigilada por militares con fusiles en ristre, empieza otro viaje.

Otro viaje que nos lleva al interior de los Alpes, en la dirección de Briançon. Hasta Savines-le-Lac, hasta acampar en las orillas de un lago enorme de aguas transparentes, el Serre-Ponçon, que recoge las aguas del deshielo y se transforma después en un río caudaloso, el Durance, que baja recto hacia el sur, hasta confundirse con el Ródano en Aviñón. Junto al lago disfrutamos de un día de verano fresco y luminoso, y al siguiente, sin aviso, las nubes alpinas se encajan entre los picos y descargan una lluvia furiosa. Incluso en pleno verano, la montaña sigue siendo montaña, territorio bello pero imprevisible, nunca en calma.

El cambio de planes me ha permitido subir al Mont Ventoux y también poner un pie en Italia, en la cima del Col d'Agnel (Colle dell'Agnello). El ascenso en coche es igual de temerario, curvas entre laderas verdes de pinos, valles estrechos entre montañas azules en las que se engarzan las nubes, bloques de nieve y hielo sobrevivientes a la primavera trepando por las paredes más altas. En esta última curva del lado francés, comenzando la bajada, se estrelló contra un nevero el ciclista holandés Steven Kruijswijk el pasado marzo, y dio una vuelta en el aire sobre la nieve, antes de retomar la bicicleta y seguir con la maglia rosa de líder del Giro d'Italia. En lo alto hay un hito que señala la frontera, a una altitud de 2744 metros. El paisaje del lado italiano es la misma sucesión de picos grises, laderas verdes, bloques de hielo, carreteras sinuosas que bajan al valle.

Siguiendo el trazado del río Durance, dejamos atrás el lago y atravesamos gargantas colosales, y trepamos después por puertos de carreteras estrechas que poco a poco nos van tapando las nubes. Llueve en lo alto del Col d'Allos, y no respiramos hasta que iniciamos el descenso, hasta la estación de esquí, y la niebla de nubes se disipa y vuelve el verano. Acercándonos a la costa, hasta donde llegan las estribaciones de los Alpes, nos hace detenernos un nutrido rebaño de ovejas recién esquiladas que sube por la carretera arriba, pastoreado por tres muchachos de rostro bronceado, como en una película antigua.

En las playas de la Costa Azul (Côte d'Azur) llega una pequeña decepción, por culpa de la expectativa exagerada que nos han creado el mundo del cine y el arte. La larga bahía de la Riviera ofrece una vista panorámica hermosa, con las montañas alcanzando la costa, el mar azul oscuro, las manchas de color de los pueblos frente al Mediterráneo. Pero las playas son impracticables: franjas estrechas de piedras grises no aptas para pies descalzos, una caída repentina al agua profunda a sólo un metro de la orilla, un oleaje incómodo de aguas heladas del que a duras penas se puede escapar.

Hacemos un recorrido en tren por toda la costa. En Ventimiglia, la primera ciudad italiana, nos encontramos de lleno con el caos circulatorio, con el ruido en la calle, con el abigarramiento festivo de los mercados. También nos llevamos a buen precio unos arancini y empanadas. Siguiendo la costa está el pueblecito de Menton, donde murió Vicente Blasco Ibáñez, y otros pueblos costeros, Ezé, Villefranche, con cierto encanto antiguo, entre la línea interminable de edificios de apartamentos decadentes. Montecarlo, el Principado de Mónaco, es un centro comercial de marcas caras, al aire libre, en cuesta, sin más atractivo que las curvas del circuito de Fórmula 1.

Pasamos la tarde en Niza, una tarde caliente y de viento recio, con un amigo argentino que cruzó el océano desde Centroamérica por amor, y lleva un mes aprendiendo francés mientras se hace a la vida europea. Agradece como agua de mayo nuestras palabras españolas en medio de su inmersión francesa. Nos enseña la ciudad, que es linda, cuidada, con anchas avenidas y parques y plazas con mucha gente en movimiento, niños que se bañan en amplias fuentes públicas, alegría en el ambiente. Se celebra estos días un festival de jazz, y hay escenarios por las plazas, que están colmadas de turistas. Damos una vuelta agradable por las aceras del paseo marítimo, frente a la playa llena de bañistas, buscando el lujo caduco de los lugares de la novela de Arturo Pérez-Reverte, El tango de la guardia vieja.

La vista aquí sí es espléndida: el paseo de palmeras, las fachadas de colores de los viejos hoteles, la playa blanca llena de cuerpos desnudos, el agua turquesa que cortan las rocas que vienen de los Alpes, la larga curva de la bahía adonde el agua se va volviendo oscura. Sólo un día después, la noche de la fiesta nacional francesa, un terrorista atraviesa este mismo paseo con un camión a toda velocidad, y asesina a 84 personas. Ese día ya estamos lejos, en Arlés, y me cuesta identificar las imágenes truculentas del telediario con el bello paseo de la tarde anterior, mientras el ambiente general del país empieza a tornarse lúgubre.

Pero antes del luto, en la tarde ventosa, nuestro tren siguió por la costa, hasta la recoleta ciudad de Antibes, en cuyo puerto descansan yates de calidades millonarias en cantidades abrumadoras. Aquí vivió Picasso desde los años 40, y en Mougins, que está en la carretera hacia el interior, tuvo su última residencia. Y el tren nos lleva hasta Cannes, la ciudad del festival de cine, que es otro más de estos pueblos marineros coquetos, con su pequeño centro histórico monumental, su playa de arena, su puerto con yates, sus vistas majestuosas a la bahía y las montañas. Después hay otra cara, en todas estas ciudades, la que no mira al mar. La que está cruzada por carreteras sucias y vías de tren, cables, apartamentos envejecidos. Cuesta creer que la Costa Azul, con este aire deslucido general, que no parece ni Francia, con estas playas impracticables, que no parece ni el Mediterráneo, esté tan bien vendida. Lo que hace el arte, lo que hace el cine.

sábado, 16 de julio de 2016

El ascenso al Mont Ventoux, el gigante de la Provenza

En abril de 1336, el poeta aretino Francesco Petrarca, que había vivido en Carpentras, en Aviñón, en Vaucluse, ascendió junto con su hermano Gherardo y otras dos personas al Monte Ventoso (Mont Ventoux). El fundador de la lírica amorosa idealizada del final de la Edad Media y el Renacimiento es también, aunque parezca tan extraño, precursor del alpinismo: igual que los viajeros románticos de finales del siglo XVIII, pero adelantándose más de cuatrocientos años, Petrarca subió a la cima del monte con el único propósito, tan inútil como sublime, de contemplar las vistas.

El Mont Ventoux es una elevación de 1911 metros, algo desgajada de las montañas principales de los Alpes, y por ello más imponente en su elevada soledad en medio del valle del Ródano. Petrarca, autor del Cancionero más influyente en la historia de la poesía occidental, difusor principal del soneto, escribió una carta a su amigo el monje Dionigi da Borgo San Sepolcro para contarle la escalada a la cima del monte, que acaba siendo una descripción paisajística y una alegoría de la crisis espiritual del poeta.

Entonces la cima tenía vegetación, como las faldas de la montaña, pero desde hace dos siglos es un pico pelado, de piedras blancas, barrido continuamente por vientos que han llegado a superar los 300 km/h. Y hoy es, sobre todo, un lugar simbólico para los aficionados al ciclismo, un final de etapa legendario en el Tour de Francia, un punto de peregrinación para ciclistas. Hay tres subidas a la cima por carretera. Me quedo dando una vuelta por Bédoin mientras mi amigo Juan toma con la bicicleta la vertiente norte desde Malaucène. Ayer hizo la subida más frecuentada, la que sale directamente desde Bédoin, 22 kilómetros de ascensión por la vertiente sur.

Bédoin es un pueblo pequeño y limpio, con una avenida arbolada y fresca de sombra, con cafeterías con terrazas llenas a media mañana. Llenas de ciclistas que han bajado ya del Mont Ventoux y de los familiares que los han acompañado. Hay tiendas con material para bicicletas a lo largo de toda la avenida. El resto del pueblo son estrechas callejuelas que suben un cerro, en lo alto del cual hay una iglesia marrón y unas vistas esplendorosas del valle verde de bosques y viñedos, con la mancha gris del Mont Ventoux al fondo. Yo subo a la cima en coche, no sin cierto reparo que casi es miedo. Infinitas curvas, pendientes de más del 10%, con viñedos hermosos a los lados, después bosques de pinos, hayas y encinas. Se atraviesan dos aldeas con casas de piedra, y en un momento, tras una curva y sin previo aviso, la vegetación desaparece para dar paso a un espacio arrasado, una pedriza lunar.

En esos últimos kilómetros de paisaje despejado se ve con claridad la referencia de la cima: la famosa torre de comunicaciones. El viento sopla fuerte, y ha dejado de hacer calor. Hay caravanas apostadas a un lado de la carretera, aficionados que acampan varios días antes de que llegue la etapa del Tour de este año. Por el camino me he cruzado con decenas de ciclistas, en pequeños grupos o en solitario, probándose en uno de los tramos más duros que subirán en unos días los profesionales. En algunas curvas se detienen coches con familiares, que los fotografían en su sufrido ascenso o les ofrecen vituallas. En las pendientes más duras hay pintados sobre el asfalto bigotes rosas, y hasta con el coche me parece inseguro subirlas. En el espacio limpio de los últimos kilómetros, con un cerro inacabable, entre laderas pedregosas y blancas, los ciclistas van casi parados, las bicicletas se clavan en la carretera, algunos tienen que bajarse y continuar a pie.

 Aunque sólo se ha ascendido al Mont Ventoux en quince ediciones del Tour de Francia, es uno de los finales míticos de la carrera ciclista. En estas últimas curvas murió en 1967 el inglés Tom Simpson, que cayó fulminado víctima del esfuerzo y las anfetaminas. En 1994, Miguel Induráin, siendo líder, perdió el control de la bicicleta y a punto estuvo de despeñarse por el barranco. En 2000 Marco Pantani y Lance Armstrong protagonizaron una de las disputas más vibrantes, en la que finalmente se impuso el italiano. En esta mañana de julio hay en la cima un ambiente festivo: muchos coches aparcados junto a la antena, familiares y amigos animando en los últimos metros a los ciclistas aficionados que consiguen coronar la cima. Hay un puesto grande de dulces, miel y gominolas para los que llegan. Desde arriba las vistas del valle son tan amplias que el horizonte azul se pierde en la neblina. Hacia el norte se divisan las montañas verdes que parecen una sucesión de pequeños cerros. Pero el valle inmenso que se abre hacia el sur no debe de ser muy distinto del que contemplara Petrarca hace casi siete siglos: bosques infinitos, viñedos, las manchas blancas diminutas de algunos pueblos, un aire limpio que se torna azul en la lejanía.

Mi amigo Juan llega con suficiencia desde la vertiente norte, disfruta un rato del paisaje y se lanza carretera abajo hacia el valle. Llega a Bédoin antes que el coche, y desde ahí deshacemos el camino hasta Carpentras y después Aviñón, por carreteras de viñedos en las que vuelve a hacer calor. Cuatro o cinco días más tarde, y un poco más al sur, vemos por televisión el final de la etapa del Tour. Es el día nacional de Francia, y un viento loco sopla en los Alpes y también aquí. Las rachas violentas de viento son tan fuertes en lo alto del Mont Ventoux, que la organización de la carrera ha suspendido los últimos kilómetros, y los ciclistas no llegan hasta la antena. Hay un final atropellado, en el que unos ciclistas topan con una moto y el líder de la carrera, Chris Froome, tiene que salir corriendo cuesta arriba, a la espera de que le den otra bicicleta. Hay muchas más caravanas a los lados de la carretera, y los aficionados siguen subiendo a la cima, en su particular peregrinación deportiva. En el gigante de la Provenza, el viento sigue barriendo el paisaje con la insistencia de hace muchos siglos, poniendo a prueba a todos los herederos de Petrarca, a los que se proponen la heroica conquista de lo inútil.


miércoles, 13 de julio de 2016

Aviñón, la ciudad de los papas y el teatro

Arterias descomunales de agua azul bajan por los valles de los Alpes. Tres de ellas vienen a reunirse frente a la ciudad de Aviñón (Avignon), en la Provenza, para salir de la ciudad como un solo río oceánico. La ciudad conserva su muralla medieval, que llega hasta la orilla del río. Accedemos a la ciudad caminando desde la isla de la Barthelasse, atravesando un puente desde el que se contempla la grandiosidad monumental de la ciudad: las murallas, las torres de los palacios papales que descuellan entre los árboles y las construcciones bajas, los restos del viejo puente de piedra que ahora sólo llega hasta la mitad del río y sirve de paseo a los turistas, las aguas que fluyen a un paso pavoroso y, detrás del verde inacabable de los bosques, la cima pelada del Mont Ventoux.

Hay en la ciudad, por todos lados, una inundación colorida de carteles. En los muros de los puentes, colgados de las señales de tráfico, abrazando los bolardos de las aceras, tapando las verjas de jardines, fachadas enteras hasta el suelo. En julio se celebra en Aviñón un festival de teatro en el que participan centenares de compañías, y entre todas llenan la ciudad de colores, títulos, imágenes, vida. Además, se anuncian de formas aún más llamativas: los propios actores recorren durante el día las calles de la ciudad, caracterizados como los personajes de sus obras, anunciándose y bromeando con los paseantes: un oso con bombín saluda desde lo alto de un Citroën 4L; una pareja a lo Indiana Jones va cantando por un megáfono seguida de gorilas y tarzanes; un hombre desnudo sujeta con una mano un cartel y con la otra una caja de madera que le cubre la cintura; varios Hamlet, hombres y mujeres, con calaveras en las manos, recitan versos en varios idiomas entre la gente que está sentada en las terrazas de los bares; un muchacho toca la guitarra sobre el techo de un Volkswagen 600.

La ciudad es un hervidero de vida y de color. Una tarde buscamos entre las calles intrincadas y pedregosas del centro una iglesia, la del convento de los Celestinos, en cuyas salas se exponen esculturas y se celebra un recital poético. Mientras los poetas declaman, un auditorio de gente recostada en cómodas hamacas llena la nave central. El ábside es una librería de estanterías bajas, entre las que nos cruzamos con Maria de Medeiros, que ha participado en el acto. Las pequeñas plazas repartidas por todo el casco histórico, las avenidas que llevan al centro, la plaza principal, todo el espacio está ocupado por gente que camina o se ha sentado en las terrazas. Frente al Palacio de los Papas hay una explanada enorme con vistas al atardecer dorado de los bosques. Hay malabaristas, mimos, gente reunida en círculos debatiendo sobre política. En los miradores que llevan a los jardines papales están apostados varios soldados con fusiles, vigilando al gentío. Y desde los jardines hay vistas panorámicas a la ciudad, a los bosques, a los Alpes, al Ródano que baja imparable.

Por las noches Aviñón sigue igual de viva. Los viandantes y las bicicletas siguen cruzándose por las calles empapeladas de carteles, entre las piedras medievales, bajo una luz amarilla como de candiles. Hay tantos rincones encantadores, arcadas de piedra, claustros abiertos de iglesias donde pequeños grupos tocan el violín o recitan poemas. Bebemos unas cervezas en un banco del patio de un monasterio, que ahora es biblioteca, bajo unos olivos centenarios, mientras van sucediéndose cantantes y monologuistas sobre una tarima. Otro rincón sabroso que encontramos inesperadamente al doblar una esquina es el lugar donde estuvo el convento de Santa Clara, que hoy es también escenario para representaciones teatrales. En esta esquina los ojos de Francesco Petrarca vieron por primera vez a Laura en la primavera de 1327.

Por aquellos años, entre 1309 y 1377, los papas abandonaron Roma para instalarse aquí, en esta ciudad provenzal fortificada a la orilla del Ródano. Hoy es una joya para los amantes de la cultura y el arte, de la buena vida. También de la naturaleza: la isla de la Barthelasse está justo enfrente, rodeada por los dos brazos del Ródano. En vez de haber permitido edificar ese espacio, toda la isla es territorio de cámpings, un gran espacio verde de caravanas y tiendas de campaña. Se llega caminando al centro, cruzando un puente, en 15 minutos, pero también hay un barquito que transporta gratis a los visitantes de una orilla a la otra. Hay un trompetista ensayando en la orilla cuando cruzamos, y dos hombres pescando en una barquita junto al antiguo puente cortado.

Una noche televisan las semifinales de la Eurocopa de fútbol, y Francia le gana con justicia a Alemania, y todas las plazas están llenas de gente alegre, de camisetas azules, de banderas tricolores. Los coches pitan y los muchachos vociferan mientras cruzamos el puente de vuelta, sorprendidos por carteles que no estaban ayer, contagiados de la alegría tranquila de los franceses. Con la botella de vino aún sin destapar en la mano, es un gusto caminar hacia la isla, sentir el fresco de la noche de verano, el rumor y la fuerza del agua negra del Ródano, la presencia oscura y no tan lejana de los Alpes.

viernes, 8 de julio de 2016

Por la costa del Languedoc: Béziers, Agde, Nîmes: viñedos y toros

El sur de Francia es una sucesión interminable de viñedos: en altas colinas frente al mar Mediterráneo, entre las redes de canales alimentados por ríos desproporcionados, en las faldas de montañas alpinas, junto a cualquier carretera, al pie de lagos de agua helada, en llanuras fértiles de un verdor intenso y saludable. Son todos viñedos en alto, emparrados, frondosos en estos primeros días de julio. Al igual que en España, en el Rosellón y el Languedoc el vino es tanto, y tan variado, que los precios son asequibles y la calidad bastante aceptable.

Al sur de Béziers se extiende una zona de intensa agricultura en los deltas de los ríos Orb y Hérault. Hay cereal ya cosechado, y adornan el paisaje los rollos gigantes de paja. Pero el paisaje es sobre todo verde, arboledas entre los canales que conducen el agua a los regadíos. Melonares en plena producción, cuadrillas muy numerosas recogiendo sandías, y muchas viñas. A un lado de la carretera, coronando un cerro, aparece de vez en cuando la silueta negra de un toro que quiere parecerse al de Osborne. Salvo por la cercanía del mar, el paisaje veraniego de estas llanuras no difiere mucho de lo que estamos acostumbrados a ver en La Mancha.

En la desembocadura del río Hérault, está la ciudad de Agde. Hay un paseo muy agradable por los muelles del río, que es ancho y caudaloso. Hay restaurantes flotantes, niños jugando en las plazas, algunos saltando a las aguas turbias del río. La catedral y muchas iglesias y edificios del centro están levantados con piedra oscura, casi negra, y con la media luz del atardecer hay algo de triste en el ambiente. Comemos un kebab en la terraza escueta de un local turco, y al lado tenemos a un grupo de hombres descamisados que tocan ritmos aflamencados con sus guitarras, niños que ríen y corren de un lado para otro, mujeres en las otras terrazas que tararean la letra francesa de las canciones.

Béziers es otra cosa, una ciudad aún más sucia, más destartalada, como si estuviera sufriendo un proceso de  lento abandono. Es una ciudad fortaleza, con muchas historias trágicas detrás, sangrientas luchas de poder medievales entre cátaros y católicos. En lo alto de la colina se alza una imponente catedral gótica, con un mirador al río y al ancho valle verde de huertas y bosques. En los carteles que anuncian la feria de la ciudad hay un torero a pie y otro a caballo, y una flamenca con mantilla. En la plaza de toros están montando el escenario para un concierto, y tienen las puertas abiertas. Es una plaza pequeña, gris, pobre. En la puerta de afuera se exhibe otro cartelón con una flamenca levantando los vuelos del vestido rojo. Y por dentro hay otros cartelones con la imagen de Sébastien Castella, una primera figura del toreo actual, que nació aquí. Las reivindicaciones de Béziers como ciudad taurina están por todos lados, y tienen un punto pintoresco, casi ridículo, que llega a ser tierno. Bajo un calor sofocante, las calles de la ciudad parecen aún más desangeladas, con un ambiente gris de fachadas deslucidas y turistas lánguidos en las terrazas.

Las playas están muy cerca, son de arena y de agua fría, jalonadas de cámpings y apartamentos bajos y envejecidos, de complejos turísticos familiares, lagunas marinas, agradables rutas para bicicletas bordeando los canales. Siguiendo la carretera hacia Montpellier se atraviesa una manga de tierra que encierra una laguna muy grande, un mar interior, y llegan a juntarse los juncos y los viñedos y las arenas del mar. En medio de esa franja está la ciudad de Sète, con un notable puerto industrial. Al atravesar la ciudad vemos algún cartel indicando la dirección de un parque dedicado a Georges Brassens. Aquí nació el cantautor, y problablemente éste era el pueblo donde, sin pretensión, se ganó La mala reputación.

Nîmes es una ciudad más grande, más limpia, más abierta al turismo cultural. La mayor atracción es el anfiteatro romano, en pie desde el siglo I porque durante muchos siglos estuvo habitado por dentro y sirvió de fortaleza. Hoy alberga en su interior una plaza de toros. Por las calles del centro, limpias y ordenadas, discurren mercados de frutas y de ropas. Muy cerca del paseo del río, está uno de los templos mejor conservados de la antigua Roma: la Maison Carrée, con su rectángulo de columnas corintias en pie desde los tiempos de Octavio Augusto. Enfrente hay un edificio diseñado por Norman Foster, que es un museo de arte contemporáneo.

Y seguimos el trazado de la antigua Vía Domitia, que atravesaba el sur de la Galia, y de la que quedan restos a las afueras de Nîmes, para volver a ver campos y campos de viñedos. Hasta llegar a los bosques frondosos que preceden a uno de los grandes ríos de Francia, el Ródano, que corre abundante y azul, con la inmensidad desbordante de un río americano, frente a las murallas papales de Aviñón.



martes, 5 de julio de 2016

He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas

Entre las cosas más emocionantes que me han pasado en la vida está haberme parado, una tarde ardiente de julio, frente a la tumba de Antonio Machado en Collioure. "Murió el poeta lejos del hogar", dice Serrat, "le cubre el polvo de un país vecino". Hasta el otro lado de la frontera llegaron los pasos cansados de Machado, haciendo camino al andar junto a miles de españoles que huían para siempre de su tierra violenta y malagradecida. Hasta aquí llegó sin tener, literalmente, donde caerse muerto, y aquí el pueblo de Collioure les levantó a él y a su madre una modesta lápida de piedra gris hace 77 años, junto a la puerta del cementerio que hoy se ha quedado en medio de la ciudad, a sólo unos pasos del mar Mediterráneo.

Para llegar hasta allí recorremos la carretera que va bordeando la costa. La misma que recorrieron a pie o con carros precarios cientos de miles de españoles refugiados en el invierno de 1938 y 1939, cuando caía Barcelona y la República Española se desmoronaba. Unos días atrás, en una calle de Figueres, unas señales indicaban la ruta que siguió aquella gente atravesando la ciudad, y en las paredes unos grafitis reproducían el rostro de García Lorca, con unos versos suyos, y una mención a otros refugiados más cercanos, los de las guerras de ahora mismo.

Los pueblos de la costa gerundense son hoy enclaves tranquilos, de paredes blancas, con turistas silenciosos, adormecidos a ras de agua. En Port de la Selva hay una playa con arena, modesta y acogedora, y las playas siguientes ya son todas de guijarros pulidos y grises. En las pequeñas bahías de Colera el agua es tan clara que casi desde la misma orilla se aprecian con nitidez asombrosa los bosques submarinos de posidonia, los peces que juguetean alrededor. El tren que lleva a la frontera pasa con parsimonia sobre un puente elevado sobre el recinto del cámping. Estando de cámping en la provincia de Gerona (Girona), no puedo evitar acordarme de Roberto Bolaño. Exiliado de los horrores de Chile y México, acabó haciendo la vendimia en Francia y trabajando en cámpings un poco más al sur, al tiempo que escribía con terca desesperación las novelas electrizantes que lo harían tan reconocido después de muerto.

Subiendo desde Colera, atravesando túneles y curvas peligrosas, se llega a Portbou, el último pueblo de España, la terminal de los trenes a este lado de los Pirineos. La estación de tren es un edificio portentoso, con más pasado que presente, como un gigante abandonado. También hay una playa de piedras grises, calas entre las rocas donde la gente toma el sol, aguas claras y frías. Una calle en cuesta lleva al diminuto cementerio, donde está enterrado el filósofo alemán Walter Benjamin, y junto al que desciende un monumento conmemorativo que es una pasillo de acero que se dirige al mar. Walter Benjamin cruzó desde Francia por los caminos del monte, en 1940, junto a un grupo de judíos alemanes, que ahora huían de la Francia ocupada por los nazis. Perseguido por la Gestapo, enfermo, dolido por el derrumbe del mundo, retenido por la policía española, no aguantó como otros compañeros refugiados, que sí consiguieron llegar a Lisboa y de allí a los Estados Unidos, y se suicidó en un pensión de Portbou con una dosis alta de morfina.

El camino contrario habían hecho Antonio Machado y otros cientos de miles de españoles un año y medio antes. En un par de curvas de la carretera elevada sobre el mar cruzamos la frontera sin darnos cuenta. A un lado del camino está la vieja aduana, un edificio medio ruinoso y pintarrajeado. Qué fácil, qué orgullo agradecido el de poder vivir en un continente sin fronteras, sabiendo además lo recientes que están las heridas. Y qué triste que no hayamos entendido que hoy se siguen trazando nuevas rutas de refugiados de las guerras, con muertos jalonando el camino, tan parecidos a los nuestros de entonces.

Una vez que entramos en Francia, desde la misma frontera, empieza una sucesión de viñedos que ya no acabará nunca. Estos parrales son hermosos y relucientes en las montañas frente al azul del mar, coronando acantilados vertiginosos. En un mirador paramos a divisar la última costa española, cortados de piedra, el Mediterráneo azul y quieto, surcado por barquitos a motor. En una caseta nos ofrecen gratis una degustación de vino rosado de Collioure.

Atravesamos Cerbère (Cervera), el último pueblo francés, hasta donde, al igual que en el otro lado, llega la terminal de trenes. Los pueblos franceses de la costa tienen una uniformidad coqueta y limpia: playas tranquilas, puertos deportivos, casas ordenadas, fachadas blancas, tejados anaranjados. Llegamos a Collioure. En su nombre está contenida la palabra occitana o catalana "lliure": libre. En 1905 Henri Matisse pintó una serie de cuadros inspirados en las vistas del pueblo, Los tejados de Collioure, cuyas reproducciones de vivos colores están colocadas en las paredes, frente a las vistas en que se inspiró. Machado llegó en las primeras semanas de 1939, con su madre, con algunos amigos, después de haber atravesado los helados confines de los Pirineos entre miles de refugiados que huían de España a la desesperada.

Muchos de ellos acabaron en el siguiente pueblo, Argèles-sur-Mer, en campos de concentración habilitados en las playas. Hoy estas playas son agradables lugares de veraneo. Collioure es una ciudad preciosa, con torres y castillos frente al mar, playas de aguas cristalinas, calles limpias, floridas, llenas de galerías de arte, restaurantes junto al agua, parques de altas sombras. En el mismo centro, en un lugar adonde llega la brisa marina, está el pequeño cementerio. Hay pocas tumbas, mucha sombra, y junto a la puerta está la lápida de Machado y su madre, que le sobrevivió tres días en la pobre pensión adonde fueron a caer. Es una tumba sencilla, con un busto del poeta, jarrones con flores, un pequeño cuadro de homenaje con palabras en francés y los colores de la bandera republicana. Alguien ha dejado unos libritos de poesía sobre la lápida, por los que corretean grandes hormigas. También han dejado un dibujo sobre un caballete diminuto, con los últimos versos que encontraron en la chaqueta de Machado, el último comienzo de poema: "Estos días azules / y este sol de la infancia".

Tanto hemos aprendido de Antonio Machado, de nuestro país y de nuestros propios sentimientos a través de sus versos, que resulta honroso y emocionante visitar este lugar. Del mismo modo que uno se emociona visitando otros lugares machadianos, los campos de Soria o el instituto de Baeza donde dio clase aquel modesto profesor de francés. Sobre la tumba se leen también en una baldosita los últimos cuatro versos de su poema "Autorretrato": "Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar". Así fue, y así es que el poeta y su palabra siguen vivos, casi un siglo después, y con tanto por enseñarnos, en nuestras clases de literatura, en cada rincón donde alguien agarra uno de sus libros para entender mejor el mundo, para empezar a hacer camino, el camino que se hace al andar. Él lo había resumido en un verso: "Hoy es siempre todavía".


lunes, 4 de julio de 2016

En los paisajes de Salvador Dalí

Hace algo menos de un año, en San Francisco, visité con un amigo puertorriqueño una exposición sobre la amistad y las vidas creativas paralelas de Salvador Dalí y Walt Disney. Fue en el Museo Walt Disney, en Presidio, en la parte norte de la península de San Francisco, junto al puente Golden Gate. En la muestra se exhibían cuadros de Dalí, dibujos del taller de Walt Disney, pruebas sobre un proyecto común inacabado, y sobre todo cartas y objetos personales que se intercambiaron los dos artistas, fotografías de sus encuentros en América y Europa.

Durante los años de la guerra civil española y la segunda guerra mundial, Dalí y Gala fijaron su residencia en los Estados Unidos. Yo sabía de sus andanzas y polémicas en Nueva York, pero ahí supe además que habían vivido en Monterey, California, e incluso montado un estudio de pintura en un hotel de Pebble Beach, un poco más al sur. Dalí eligió aquel lugar de costas abruptas y escarpadas, en medio de Big Sur, porque le recordaba la costa catalana de Cadaqués. Aquel atardecer mi amigo y yo cruzamos la niebla del puente Golden Gate y acabamos bebiendo un vino tranquilo con unas amigas en una mansión de la zona de Marín, entre bosques y penumbra, que nos recordaba a un castillo de Disney, pero no dejaba de ser una escena surrealista.

Dalí fue desde los años 20 un virtuoso del dibujo, un creador de imágenes fantásticas, y también un payaso, un payaso genial. Sus cuadros están repartidos por museos de todo el mundo, y las excentricidades de su figura pública lo hicieron reconocible más allá de su obra. Entre el grupo de surrealistas franceses Dalí no desentonó, sino que alimentó como ningún otro su personaje alocado y genial, con una vitalidad que supera lo cargante.

En Figueres, muy cerca de la plaza de la iglesia, pasamos frente a su casa natal, una casa señorial de cuatro pisos y muchas ventanas, hoy venida a menos. Y a sólo unas calles está el Museo-Teatro Dalí. Es el espacio donde estuvo el antiguo teatro de la ciudad, reconvertido por el artista en otro alocado homenaje a su propia obra. En el patio, un viejo Cadillac con una escultura femenina de formas gruesas haciendo de mascarón de proa, y una columna coronada por una barca marinera que parece derretirse. Al antiguo escenario entra la luz por unas cristaleras, y un lienzo gigante con un torso desnudo frente al mar y las rocas llena la pared de fondo.

Hay cientos de curiosidades en las salas más pequeñas, en los pasillos circulares del antiguo teatro: dibujos para obras teatrales, trajes imposibles, montajes con figuras animales, pinturas caleidoscópicas, óleos inocentes de juventud, cuadros que encierran otros cuadros dentro, fotografías de todas las formas del famoso bigote del artista. Está también la propia tumba de Salvador Dalí, y su cuadro preferido, La cesta del pan, de 1945, que además de una naturaleza muerta tenía para el artista un significado esotérico y casi místico.

Y muy cerca de Figueres está el refugio marino de la familia de Dalí, Cadaqués, que el artista siguió visitando durante toda su vida. Cadaqués es un pueblo blanco, pequeño, con varias playas breves, acantilados rocosos, calles en cuesta. Frente al mar hay bañistas tomando el sol, restaurantes tranquilos de veraneo, y la bahía está llena de pequeños botes. Las calles son pedregosas e incómodas, y algunas llegan a estrecharse tanto, que sólo permiten el paso de una persona.

Hay balcones floridos, maceteros que adornan el paso, el verde de las parras y el lila encendido de las buganvillas trepando por las paredes blancas. Hasta aquí trajo Dalí a sus amigos en los años 20: éstas son las playas y los paisajes marineros en donde vemos esas fotos en blanco y negro de un García Lorca juguetón y casi plenamente feliz.

La casa de Salvador Dalí y Gala está al otro lado del cabo de Cadaqués, en Portlligat. Allí se puede llegar caminando desde Cadaqués, o dando una larga vuelta por la carreterita que bordea el cabo rocoso. Hasta este refugio de Portlligat, en un puerto escondido y humilde, entre cerros abrasados, olivos y rocas, Dalí siguió trayendo a sus amigos surrealistas durante toda la vida. En el Museo de Cadaqués hay una exposición con fotografías de Man Ray: Dalí, Gala, Marcel Duchamp y otros surrealistas haciendo payasadas en los alrededores de Portlligat.

Desde Portlligat sigue una carretera estrecha que serpentea entre los montes de olivos y mira a los acantilados rocosos. Al final de la carretera se llega al punto más oriental de la Península Ibérica, el Cabo de Creus. Hay un faro del siglo XIX y un restaurante, golpeados por un viento inclemente. Es un territorio inhóspito pero de una gran belleza salvaje. Montes de rocas ardientes se cortan en abruptos acantilados, y abajo hay playitas de aguas claras adonde da vértigo mirar. Hay una sensación de fin del mundo similar a la que se puede experimentar en Big Sur, en el norte de California, en el otro extremo que buscó Dalí para reencontrarse con estos paisajes atormentados de la infancia.


sábado, 2 de julio de 2016

Carretera y manta: atravesando los campos de España

Siguiendo los pasos de don Quijote, ponemos rumbo al noreste para cubrir la distancia que separa La Mancha de Cataluña. También en España hay espacio para la épica tan americana del viaje por carretera, con el mismo componente de paisajes extremos, bosques y desiertos y la llegada final al relumbrar del mar.

Se ha hecho ya de día cuando paramos en Azuqueca de Henares, otra vez, para abrazar a un amigo. Pasamos de Guadalajara a los campos de Soria, Medinaceli, los viejos caminos pardos de las mesnadas del Cid Campeador. Tomamos un refrigerio en Alhama de Aragón, en una placita estrecha con iglesia y toldos que nos resguardan del calor. El pueblo existe a lo largo de una carretera estrecha, al pie de unas paredes de piedra roja, y a la entrada ocupan las aceras unos ancianos en bata blanca que entran y salen del balneario.

Una pequeña zona de regadíos y después vienen kilómetros de paisaje seco. Del amarillo de los rastrojos pasamos al paisaje rocoso cerca de Calatayud, y después al desierto. Como don Quijote, pasamos de largo por Zaragoza. Desde la autovía se pierden las finas torres de la Basílica del Pilar. Atravesamos el meridiano de Greenwich, trazado en un simple arco sobre la carretera. Y después se despliega el inhóspito territorio del desierto de los Monegros, tan vacío y seco como las llanuras inmensas de Nevada, como los paisajes del oriente triste de California que llevan hasta Las Vegas.

Entrando en la provincia de Lérida (Lleida) vuelve el paisaje mesetario de montes bajos, campos amarillos de cereal aún sin segar. Algunas fábricas y complejos de restaurantes se amontonan sin orden junto a la carretera. Nos desviamos para comer en Mollerussa, que es un pueblo tristón de edificios grises y envejecidos con banderas independentistas en cada balcón. Comemos caracoles y rabo de toro con un vino recio de la tierra. Y después vuelve el paisaje seco de monte bajo con pinos, arrodalado de campos de cereal, hasta que empezamos a subir montañas y a atravesar túneles, y en la comarca volcánica de La Garrotxa el bosque es denso y el cielo se abre. Cruzamos la ciudad de Olot bajo una violenta tormenta. Es también una ciudad triste y fea, gris y plagada de banderas estrelladas. Y al bajar el cerro la tormenta pasa, y aparece la belleza fría y quieta del lago de Banyoles.

Hemos atravesado sucesivamente las provincias de Ciudad Real, Toledo, Madrid, Guadalajara, Soria, Zaragoza, Huesca, Lérida, Barcelona y Gerona. En Banyoles está el lago natural más grande de la Península. Multitud de corrientes de agua provenientes de las sierras lo mantienen lleno todo el año. En 1992, en las Olimpiadas de Barcelona, se celebraron aquí las competiciones de remo. Hay piraguas y barcas recorriendo las calles señaladas con boyas, instructores guiando a grupos de muchachos. También hay sectores de baño, espigones rodeados de nenúfares para los pescadores.

La ciudad es bonita y cuidada. Atraviesa las calles una red de acequias por los mismos lugares por donde las trazaron unos monjes benedictinos en el siglo XII. Hay calles y casas de piedra, mucha gente en bicicleta, animación de bares junto al lago. El Museo Darder ofrece explicaciones sobre la compleja red hidrológica de la comarca, y una colección imponente de animales disecados. En realidad empezó hace un siglo como la colección privada de un taxidermista, y este museo hizo célebre a Banyoles porque hasta el año 2000 exhibieron también, entre los animales de todos los continentes, a una persona disecada. Después de mucha polémica, el famoso "negro de Banyoles" fue devuelto a Botsuana y enterrado en un acto de desagravio.

En el otro museo de la comarca, el Arqueológico, el encargado nos explica la historia de una mandíbula de Neanderthal encontrada en el edificio de al lado, en el suelo de una farmacia, y la conversación se alarga, mientras se fuma un cigarrillo, con disquisiciones sobre los agravios sufridos por la cultura catalana desde 1714. Me hace tanta gracia que en todos los rincones de España, sean cuales sean las circunstancias, la gente ande siempre más en busca de viejos agravios que de motivos de concordia. Eso sí es algo que nos une a todos los españoles, vengamos de donde vengamos.

La vuelta completa al lago de Banyoles se puede hacer caminando en menos de dos horas. Los senderos están cuidados, limpios, transitados por mucha gente al atardecer. A un lado, juncos y patos, agua muy clara, al otro, bosques breves y rastrojos con pacas redondas de paja. Pasamos por la iglesia románica de Porqueres, sencilla y fragante de piedra húmeda. No hemos llegado al mar, pero la vista del agua detenida del lago es un buen comienzo.