lunes, 22 de agosto de 2016

En el Camino, días 23, 24, 25: Astorga-Foncebadón-Ponferrada-Villafranca del Bierzo

Tomar un café con churros en una cafetería temprana de Astorga. Salir sin esperarlo a una plaza enorme y encontrarse con el Palacio Episcopal, que diseñó Gaudí y que parece un castillo de Disney, y con la grandiosidad de la catedral, que tiene piedras de todos los colores y estilos superpuestos, muchas imágenes barrocas en la portada. Caminar hacia pueblecitos de piedra, Valdeviejas, Murias de Rechivaldo, Santa Catalina de Somoza, otra vez con árboles a la vera del camino. Parar en un patio de El Ganso para almorzar a lo grande con lo más elemental: tinto de verano, tortilla, jamón con aceite y tomate, queso, buen pan, una botella de sidra. Pasar de quien quiere avisarnos sobre el futuro por el mero hecho de habernos adivinado el pasado. Ascender hasta Rabanal del Camino, hasta otro patio sombreado y tranquilo, y coger fuerzas para el último trecho de montaña. Cargarnos de vino para subir hasta Foncebadón, cantar, llegar exhaustos a los penúltimos puestos en la parroquia. Dar palmas, escuchar a la guitarra a unos barceloneses que cantan por sevillanas, a unas asturianas con un inglés muy británico, a los italianos festivos, a la tristeza de la canción francesa. Curar ampollas de peregrinas que usan dos tallas más, cenar en comunidad en la parroquia, reír con la sesión de títeres. Buscar de noche a una amiga de Nashville, Tennessee, que nos canta con su violín, bajo la luna, entre contornos de montes oscuros, el country más hermoso que hayamos escuchado.


Subir a la Cruz de Ferro antes de que amanezca, y dejar atrás en la media luz un valle amplio como una llanura del Nuevo Mundo. Ver salir un sol rojo subidos a las piedras que dejaron los peregrinos, hasta que rompe el silencio frío un japonés que llega diciendo: Qué pasa, troncos. Dejar a un lado Manjarín, con su historia templaria y su aglomeración de objetos entre hippy y futurista. Avanzar por caminos estrechos entre montes verdes y nubes preñadas. Ver desde la altura, desde tan lejos, la llanura de Ponferrada. Comenzar el brusco descenso, parar en El Acebo a desayunar y a entender cómo se colocan los ponchos e impermeables. Bajar por una carretera tranquila, tocados por un sirimiri intermitente, hasta Riego de Ambrós, que es uno de los pueblos más bonitos de todo el Camino, con casas de piedra, tejados negros, balcones de madera adornados con flores de colores. Seguir descendiendo por bosques tupidos hasta Molinaseca, otra ciudad alegre y colorida donde comemos bocadillos que saben a gloria. Caminar junto a una carretera y llegar saludando a todo el mundo a Ponferrada, recorrer las calles animadas del centro, visitar el castillo templario, la basílica de Nuestra Señora de la Encina, donde unas cuantas mujeres ancianas rezan pausadamente una letanía.


Proponernos no beber por un día e incumplirlo casi inmediatamente, comer chorizos al infierno en una tasca oscura con buena música que nos ha recomendado un guitarrista callejero, leer un diario de viaje de letra femenina y hermosa inventándome el significado de las frases en vasco, improvisar un botellón silencioso en una calle trasera, bailar descalzos toda la noche, romper banderas, cargar de nuevo con la mochila cuando abren el albergue pero aún está oscuro, cruzar el puente sobre el río Sil y seguir caminando, caminando. Atravesar con alegría y música pueblos insípidos con iglesias coquetas: Compostilla, Columbrianos, Fuentes Nuevas, Camponaraya, Cacabelos, Pieros. Entrar de golpe en otro territorio, en un paisaje ondulado de viñedos y tierra roja, repechos duros entre los bosques, hasta alcanzar Villafranca del Bierzo, la iglesia románica que recibe al peregrino en lo alto, con vistas al río y a los montes, la ciudad de calles empedradas y laberínticas que se deslizan hacia abajo, y donde nos espera un ambiente festivo de turistas y música al aire libre que durará otra vez casi toda la noche. Pasear por la ciudad, visitar iglesias, reencontrarnos con amigos que quedaron atrás o que iban por delante, descubrir el vino barato de un restaurante del centro, asistir a conciertos en las plazas. Intentar sin éxito que una australiana fuerte y sana no se tire al río de aguas heladas desde un puente de madera, a las tantas de la mañana. Bailar entre adolescentes en el último concierto, querer dormir. Volver a coger la mochila por la mañana y salir enteros de Villafranca, en dirección a Galicia, sorprendidos de que el Camino nos haya puesto en el cuerpo tanta energía como en el espíritu.


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