martes, 28 de junio de 2016

En el tiempo casi detenido de las Lagunas de Ruidera

"Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la mesma cueva y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España".

Capítulo XXII de la segunda parte del Quijote.

Hay paisajes fascinantes que uno no sabe apreciar en su justa medida quizá porque están demasiado cerca, porque son demasiado familiares, y sin embargo despliegan ante los ojos de cualquiera una grandiosidad indudable, un aire de lugar elegido. Las Lagunas de Ruidera son una sucesión de treinta kilómetros de lagunas fluviales en medio de La Mancha, quince lagunas separadas y unidas por barreras de piedra tobácea, piedra que se descascarilló con el trabajo de los siglos, y deja fluir el agua de laguna en laguna para formar el río Guadiana.

La piedra carcomida dibuja un largo tejado por toda la orilla sobre la superficie plana de las aguas, se corta en breves playas, sirve de trampolín a los muchachos que saltan en verano. En la piedra se abrieron huecos por los que fluyen las corrientes de una laguna a otra, siguiendo la ley imperiosa de la gravedad, trasladándose lenta y segura desde la Blanca a la Conceja, a la Tomilla, a la Tinaja, a la San Pedro, a la Redondilla, a la Lengua, a la Salvadora, a la Santos Morcillo, a la Batana, a la Colgada, a la Del Rey, para venir a caer en una última y larga cascada en El Hundimiento, y después remansarse en las dos últimas, la Cueva Morenilla y la Cenagosa, ya convertidas en el río Guadiana, que se frena y se ensancha en el embalse de Peñarroya, en el término de Argamasilla de Alba, extendiéndose a los pies del castillo medieval con una promesa de regadíos fértiles en el corazón de La Mancha.

Hemos ido tantas veces a las Lagunas de Ruidera, desde que éramos chicos, que la belleza y la fragilidad del entorno no se pueden apreciar igual que ante un paisaje muy lejano, que ya tiene el punto exótico que le otorga la distancia. Para nosotros, creciendo en los secanos ardientes de La Mancha, las Lagunas eran la primera playa, la primera idea del mar, en excursión familiar de domingo, con nevera llena de barras de hielo y merenderas con tortilla. Y para mucha gente del centro de La Mancha, en los límites arbitrarios de las provincias de Ciudad Real y Albacete, lo sigue siendo. Pero fuera del ajetreo dominguero, entre semana el Parque Natural de las Lagunas de Ruidera es además un espacio silencioso y realmente natural, un bosque denso de encinas y sabinas, quejigos y pinos, con el solo ruido de las urracas de rabo azul, el murmullo apagado del agua, el lento motor de un coche que serpentea el estrecho carreterín.

En los últimos días de junio hace ya un calor adormecedor. Las Lagunas están más secas de lo que es normal: las cascadas han desaparecido, cediendo el espacio a las paredes rugosas de las rocas, de un blanco sucio. Las aguas están quietas, y tienen un intenso color turquesa. En las orillas, entre los ejércitos verticales de masiegas, juncos y eneas, hay amapolas arrugadas, de un rojo ya desvaído. Una suave pelusa vegetal ha alfombrado todo el suelo de bosque. Al otro lado del carreterín se levantan paredes de roca y tierra roja. Y, punteados a lo largo del camino, a la orilla del agua, chalés pequeños sin orden ni criterio, con accesos precarios a las playas, con hermosos maceteros de flores coloridas sobre el agua.

Mientras nadan mis amigos en las aguas heladas de la laguna San Pedro, espero sentado en una piedra, a la sombra de las encinas, en una breve playa, justo debajo de los balcones de madera del restaurante donde vamos a comer. En el remanso detenido del espacio, me vienen nítidas, como un susurro al oído, las voces de los camareros que preparan el servicio: "Va a haber cambios en España", le dice uno al otro, que responde con un quejido displicente, pensando en el resultado de las elecciones generales de ayer: "Sí, precisamente ahora". El otro tarda un par de segundos en contestar, y lo hace con el tono de quien quiere que lo tomen realmente en serio: "No, hombre, si digo en el fútbol: que Del Bosque va a hacer cambios en la alineación". Después unas muchachas se ponen a discutir cómo y para qué se vota para el Senado, hasta que llegan a la conclusión de que ninguna sabe qué ha votado ni cómo.

Caminamos, después de comer frente a la laguna, por un paraje estrecho de la carretera, encajado entre chalés. Las ramas de una morera sobrevuelan el asfalto. La umbría de la carretera es además pegajosa y negra, de las moras aplastadas por los coches. Más arriba hay una carretera que lleva a la Cueva de Montesinos y al castillo de Rochafrida, y desde ahí se pierde la visión del agua. Entonces ya sólo hay un bosque mediterráneo, verde mate, de encinas y quejigos y sabinas. En medio del suelo rojo está el agujero que vio don Quijote, por el que se entra a la cueva. Enfrente hay una caseta de madera con un guardia que dormita escuchando una leve melodía oriental, y tiene imágenes indias colgadas de las paredes. Hasta que llegue julio sólo permiten en acceso los fines de semana.

De vuelta hacia el pueblo de Ruidera bordeamos otra vez todas las lagunas, siguiendo las pesadas curvas de la carretera. Atravesamos los complejos de piscinas, restaurantes, hoteles, y sobre todo chalés, la huella desordenada del desarrollo constructivo rápido que se inició en los años 70. Pasamos por Entrelagos, uno de los primeros hoteles, el mismo en el que suceden los hechos en la novela de Francisco García Pavón, Voces en Ruidera. Al principio de la laguna Colgada, en la entrada del pueblo, paramos a tomar una cerveza. Hay poca gente siguiendo el partido de fútbol de España, y más gente en la terraza, aprovechando el primer frescor de la tarde que sigue a la siesta. Hay niños en bañador jugando entre las mesas, ánades nadando tranquilos entre los juncos, algunos cuerpos tendidos en la playa sombreada por los pinos.

Cuando don Quijote pide que lo lleven a ver las lagunas está hablando de un lugar ya famoso "en toda La Mancha, y aun en toda España", del que ha leído y escuchado mucho, pero del que se maravilla con la misma intensidad que si fuera el primer hombre en descubrirlo. Yo siempre me encuentro un poco perdido en las Lagunas de Ruidera. Nunca estoy seguro de estar en las orillas de una o de la siguiente. Cuando don Quijote salió de la cueva de Montesinos les contó a Sancho y al guía, que lo habían ayudado a bajar atado a una cuerda, el extraño sueño que había tenido. Creía haber estado varios días en las profundidades, cuando para los demás había pasado poco más de media hora. El tiempo pasa a un ritmo distinto en este entorno. Fluye con la lentitud sinuosa del agua que cae de una laguna a otra, y a veces se estanca en la quietud azul turquesa de las aguas.

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