martes, 19 de julio de 2016

De los Alpes hasta la Costa Azul

Perder un tren es algo fastidioso, pero puede resultar también providencial. Tantas veces por culpa de las metáforas acabamos banalizando los conceptos reales, que ya no sabemos identificar el sentido literal de las cosas sin un significado que vaya más allá. Cuando tu tren se ha ido, aún tardas en asimilar lo irremediable: tu tren no va a volver, y es preciso buscar con imaginación alguna alternativa. Desde la estación moderna y diáfana de la TGV de Aviñón, vigilada por militares con fusiles en ristre, empieza otro viaje.

Otro viaje que nos lleva al interior de los Alpes, en la dirección de Briançon. Hasta Savines-le-Lac, hasta acampar en las orillas de un lago enorme de aguas transparentes, el Serre-Ponçon, que recoge las aguas del deshielo y se transforma después en un río caudaloso, el Durance, que baja recto hacia el sur, hasta confundirse con el Ródano en Aviñón. Junto al lago disfrutamos de un día de verano fresco y luminoso, y al siguiente, sin aviso, las nubes alpinas se encajan entre los picos y descargan una lluvia furiosa. Incluso en pleno verano, la montaña sigue siendo montaña, territorio bello pero imprevisible, nunca en calma.

El cambio de planes me ha permitido subir al Mont Ventoux y también poner un pie en Italia, en la cima del Col d'Agnel (Colle dell'Agnello). El ascenso en coche es igual de temerario, curvas entre laderas verdes de pinos, valles estrechos entre montañas azules en las que se engarzan las nubes, bloques de nieve y hielo sobrevivientes a la primavera trepando por las paredes más altas. En esta última curva del lado francés, comenzando la bajada, se estrelló contra un nevero el ciclista holandés Steven Kruijswijk el pasado marzo, y dio una vuelta en el aire sobre la nieve, antes de retomar la bicicleta y seguir con la maglia rosa de líder del Giro d'Italia. En lo alto hay un hito que señala la frontera, a una altitud de 2744 metros. El paisaje del lado italiano es la misma sucesión de picos grises, laderas verdes, bloques de hielo, carreteras sinuosas que bajan al valle.

Siguiendo el trazado del río Durance, dejamos atrás el lago y atravesamos gargantas colosales, y trepamos después por puertos de carreteras estrechas que poco a poco nos van tapando las nubes. Llueve en lo alto del Col d'Allos, y no respiramos hasta que iniciamos el descenso, hasta la estación de esquí, y la niebla de nubes se disipa y vuelve el verano. Acercándonos a la costa, hasta donde llegan las estribaciones de los Alpes, nos hace detenernos un nutrido rebaño de ovejas recién esquiladas que sube por la carretera arriba, pastoreado por tres muchachos de rostro bronceado, como en una película antigua.

En las playas de la Costa Azul (Côte d'Azur) llega una pequeña decepción, por culpa de la expectativa exagerada que nos han creado el mundo del cine y el arte. La larga bahía de la Riviera ofrece una vista panorámica hermosa, con las montañas alcanzando la costa, el mar azul oscuro, las manchas de color de los pueblos frente al Mediterráneo. Pero las playas son impracticables: franjas estrechas de piedras grises no aptas para pies descalzos, una caída repentina al agua profunda a sólo un metro de la orilla, un oleaje incómodo de aguas heladas del que a duras penas se puede escapar.

Hacemos un recorrido en tren por toda la costa. En Ventimiglia, la primera ciudad italiana, nos encontramos de lleno con el caos circulatorio, con el ruido en la calle, con el abigarramiento festivo de los mercados. También nos llevamos a buen precio unos arancini y empanadas. Siguiendo la costa está el pueblecito de Menton, donde murió Vicente Blasco Ibáñez, y otros pueblos costeros, Ezé, Villefranche, con cierto encanto antiguo, entre la línea interminable de edificios de apartamentos decadentes. Montecarlo, el Principado de Mónaco, es un centro comercial de marcas caras, al aire libre, en cuesta, sin más atractivo que las curvas del circuito de Fórmula 1.

Pasamos la tarde en Niza, una tarde caliente y de viento recio, con un amigo argentino que cruzó el océano desde Centroamérica por amor, y lleva un mes aprendiendo francés mientras se hace a la vida europea. Agradece como agua de mayo nuestras palabras españolas en medio de su inmersión francesa. Nos enseña la ciudad, que es linda, cuidada, con anchas avenidas y parques y plazas con mucha gente en movimiento, niños que se bañan en amplias fuentes públicas, alegría en el ambiente. Se celebra estos días un festival de jazz, y hay escenarios por las plazas, que están colmadas de turistas. Damos una vuelta agradable por las aceras del paseo marítimo, frente a la playa llena de bañistas, buscando el lujo caduco de los lugares de la novela de Arturo Pérez-Reverte, El tango de la guardia vieja.

La vista aquí sí es espléndida: el paseo de palmeras, las fachadas de colores de los viejos hoteles, la playa blanca llena de cuerpos desnudos, el agua turquesa que cortan las rocas que vienen de los Alpes, la larga curva de la bahía adonde el agua se va volviendo oscura. Sólo un día después, la noche de la fiesta nacional francesa, un terrorista atraviesa este mismo paseo con un camión a toda velocidad, y asesina a 84 personas. Ese día ya estamos lejos, en Arlés, y me cuesta identificar las imágenes truculentas del telediario con el bello paseo de la tarde anterior, mientras el ambiente general del país empieza a tornarse lúgubre.

Pero antes del luto, en la tarde ventosa, nuestro tren siguió por la costa, hasta la recoleta ciudad de Antibes, en cuyo puerto descansan yates de calidades millonarias en cantidades abrumadoras. Aquí vivió Picasso desde los años 40, y en Mougins, que está en la carretera hacia el interior, tuvo su última residencia. Y el tren nos lleva hasta Cannes, la ciudad del festival de cine, que es otro más de estos pueblos marineros coquetos, con su pequeño centro histórico monumental, su playa de arena, su puerto con yates, sus vistas majestuosas a la bahía y las montañas. Después hay otra cara, en todas estas ciudades, la que no mira al mar. La que está cruzada por carreteras sucias y vías de tren, cables, apartamentos envejecidos. Cuesta creer que la Costa Azul, con este aire deslucido general, que no parece ni Francia, con estas playas impracticables, que no parece ni el Mediterráneo, esté tan bien vendida. Lo que hace el arte, lo que hace el cine.

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