sábado, 2 de julio de 2016

Carretera y manta: atravesando los campos de España

Siguiendo los pasos de don Quijote, ponemos rumbo al noreste para cubrir la distancia que separa La Mancha de Cataluña. También en España hay espacio para la épica tan americana del viaje por carretera, con el mismo componente de paisajes extremos, bosques y desiertos y la llegada final al relumbrar del mar.

Se ha hecho ya de día cuando paramos en Azuqueca de Henares, otra vez, para abrazar a un amigo. Pasamos de Guadalajara a los campos de Soria, Medinaceli, los viejos caminos pardos de las mesnadas del Cid Campeador. Tomamos un refrigerio en Alhama de Aragón, en una placita estrecha con iglesia y toldos que nos resguardan del calor. El pueblo existe a lo largo de una carretera estrecha, al pie de unas paredes de piedra roja, y a la entrada ocupan las aceras unos ancianos en bata blanca que entran y salen del balneario.

Una pequeña zona de regadíos y después vienen kilómetros de paisaje seco. Del amarillo de los rastrojos pasamos al paisaje rocoso cerca de Calatayud, y después al desierto. Como don Quijote, pasamos de largo por Zaragoza. Desde la autovía se pierden las finas torres de la Basílica del Pilar. Atravesamos el meridiano de Greenwich, trazado en un simple arco sobre la carretera. Y después se despliega el inhóspito territorio del desierto de los Monegros, tan vacío y seco como las llanuras inmensas de Nevada, como los paisajes del oriente triste de California que llevan hasta Las Vegas.

Entrando en la provincia de Lérida (Lleida) vuelve el paisaje mesetario de montes bajos, campos amarillos de cereal aún sin segar. Algunas fábricas y complejos de restaurantes se amontonan sin orden junto a la carretera. Nos desviamos para comer en Mollerussa, que es un pueblo tristón de edificios grises y envejecidos con banderas independentistas en cada balcón. Comemos caracoles y rabo de toro con un vino recio de la tierra. Y después vuelve el paisaje seco de monte bajo con pinos, arrodalado de campos de cereal, hasta que empezamos a subir montañas y a atravesar túneles, y en la comarca volcánica de La Garrotxa el bosque es denso y el cielo se abre. Cruzamos la ciudad de Olot bajo una violenta tormenta. Es también una ciudad triste y fea, gris y plagada de banderas estrelladas. Y al bajar el cerro la tormenta pasa, y aparece la belleza fría y quieta del lago de Banyoles.

Hemos atravesado sucesivamente las provincias de Ciudad Real, Toledo, Madrid, Guadalajara, Soria, Zaragoza, Huesca, Lérida, Barcelona y Gerona. En Banyoles está el lago natural más grande de la Península. Multitud de corrientes de agua provenientes de las sierras lo mantienen lleno todo el año. En 1992, en las Olimpiadas de Barcelona, se celebraron aquí las competiciones de remo. Hay piraguas y barcas recorriendo las calles señaladas con boyas, instructores guiando a grupos de muchachos. También hay sectores de baño, espigones rodeados de nenúfares para los pescadores.

La ciudad es bonita y cuidada. Atraviesa las calles una red de acequias por los mismos lugares por donde las trazaron unos monjes benedictinos en el siglo XII. Hay calles y casas de piedra, mucha gente en bicicleta, animación de bares junto al lago. El Museo Darder ofrece explicaciones sobre la compleja red hidrológica de la comarca, y una colección imponente de animales disecados. En realidad empezó hace un siglo como la colección privada de un taxidermista, y este museo hizo célebre a Banyoles porque hasta el año 2000 exhibieron también, entre los animales de todos los continentes, a una persona disecada. Después de mucha polémica, el famoso "negro de Banyoles" fue devuelto a Botsuana y enterrado en un acto de desagravio.

En el otro museo de la comarca, el Arqueológico, el encargado nos explica la historia de una mandíbula de Neanderthal encontrada en el edificio de al lado, en el suelo de una farmacia, y la conversación se alarga, mientras se fuma un cigarrillo, con disquisiciones sobre los agravios sufridos por la cultura catalana desde 1714. Me hace tanta gracia que en todos los rincones de España, sean cuales sean las circunstancias, la gente ande siempre más en busca de viejos agravios que de motivos de concordia. Eso sí es algo que nos une a todos los españoles, vengamos de donde vengamos.

La vuelta completa al lago de Banyoles se puede hacer caminando en menos de dos horas. Los senderos están cuidados, limpios, transitados por mucha gente al atardecer. A un lado, juncos y patos, agua muy clara, al otro, bosques breves y rastrojos con pacas redondas de paja. Pasamos por la iglesia románica de Porqueres, sencilla y fragante de piedra húmeda. No hemos llegado al mar, pero la vista del agua detenida del lago es un buen comienzo.

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