viernes, 27 de mayo de 2016

San Cristóbal de Las Casas, Chiapas: territorio zapatista y bohemio

En los primeros días de 1994 salió de las selvas de Chiapas un grupo guerrillero que tomó por asalto varios pueblos y ciudades, entre ellos San Cristóbal de Las Casas. Al mando estaba el subcomandante Marcos, que aparecía en la televisión oculto tras su pasamontañas y su gorra militar, fumando en pipa. Éramos muchachos y escuchábamos sus palabras con una mezcla de incomprensión y exotismo. Los guerrilleros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional declararon la guerra al estado mexicano, que en pocos días reprimió el levantamiento. Carlos Fuentes la llamó "la primera revolución poscomunista".

Eran exóticos los paisajes tropicales, extemporánea la figura del líder, y desde las imágenes del telediario aquella lucha estaba barnizada de una capa de romanticismo amable. Los indígenas chiapotecos reivindicaban su derecho a la tierra, autonomía política y recursos. Acudieron a San Cristóbal de Las Casas y sus alrededores miles de simpatizantes del movimiento desde todo el mundo, que participaron en congresos antiglobalización desde el cuartel general zapatista en la selva Lacandona. Los campesinos indígenas se apoderaron de muchos ranchos, y crearon juntas de gobierno que aún siguen funcionando.

San Cristóbal de Las Casas es hoy en día una ciudad tranquila, amable, muy hecha al turismo. Es una ciudad colonial, llena de modestas iglesias barrocas con fachadas de estuco pintadas de colores vivos, calles de piedras lisas, algunos museos pequeños y muchos restaurantes y cafés. El centro está muy cuidado: una plaza arbolada con tenderetes y puestos de dulces a los que acuden miríadas de abejas. Mujeres con trajes típicos de colores venden los dulces y frutas, y niños pequeños hacen de limpiabotas. A un lado hay un edificio con soportales de piedra, y al otro la catedral, amarilla y roja, frente a otra plaza donde hay una cruz de madera y gente concentrada con pancartas. Como en muchas ciudades mexicanas, las calles están llenas de Volkswagen 600, Escarabajos: Vochos, como los llaman aquí.

San Cristóbal es una ciudad con mucha vida cultural. Hay pequeños cines independientes, conferencias, exposiciones. Todo, por supuesto, muy politizado. Hay muchos españoles, europeos jóvenes en general, latinoamericanos de todas procedencias. Algunos vienen a hacer turismo, atraídos por el clima benévolo y las bellezas de la ciudad. Pero muchos vienen buscando una inspiración política. Después de años de tira y afloja con el gobierno mexicano, después de varias masacres perpetradas por paramilitares, el movimiento zapatista sigue vivo en algunos pueblos de alrededor. Tienen escuelas propias, una universidad, un centro de estudios donde siguen reuniéndose para analizar el panorama político internacional en tzotzil, tzeltal y español.

También por la calle hay jipis, aventureros, jóvenes y viejos de cualquier condición y procedencia que venden baratijas o bisutería por las calles o en los mercadillos. Es una ciudad que hierve de mercadillos: los tenderetes invaden las plazuelas y llegan hasta las paredes de las iglesias y conventos. Las iglesias son oscuras por dentro,  a pesar de la cal en las paredes y columnas, con retablos dorados, muchas imágenes de la Virgen de Guadalupe, algunos fieles arrodillados y rezando en voz alta. Hay dos cerros, uno a cada lado de la ciudad, que sirven de atalaya para divisar la extensión de San Cristóbal y los campos de alrededor. Hace un calor soportable durante el día, y un fresco agradable por las noches, porque estamos a más de dos mil metros de altitud.

De noche hay mucho ambiente, muchos locales con música en directo. De noche más que de día, me entero de cómo funcionan algunas estructuras de las comunidades zapatistas, y el porqué de que sigan viniendo aquí jóvenes e intelectuales de izquierda de medio mundo. La ciudad tiene un encanto especial, que va más allá de la política y el romanticismo caduco de los movimientos guerrilleros. Yo llegué para una noche pero me quedé cinco, y conocí a varias personas que vinieron a visitar y llevan meses o años en la ciudad.

Uno de los motivos de que no saliera de la ciudad enseguida es que hay bloqueos en muchas carreteras de alrededor: comunidades indígenas cortan las vías continuamente para protestar. Como no podía ser menos, dentro de la ciudad me encuentro una manifestación. Los maestros de Chiapas están en paro indefinido desde el 15 de mayo, en protesta por la nueva ley de educación que los obliga a pasar una prueba de evaluación para revalidar sus plazas. La marcha pasa por el centro de la ciudad, y son miles las personas que la forman. Hay profesores, padres de alumnos, niños, enfermeros con sus batas, empleados públicos con sus uniformes, campesinos de los pueblos de alrededor con sus sombreros y trajes típicos. Los gritos parecen reivindicaciones de otras épocas revolucionarias: "Maestro, amigo, el pueblo está contigo", "Zapata, vive, la lucha sigue y sigue", "Gobierno, fascista, que mata normalistas".

Me explican que la mayoría de los maestros se ha negado a hacer las pruebas de evaluación que propone el gobierno, y simplemente va a haber despidos masivos. La semana pasada murió un maestro durante unas protestas en Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas, a una hora de aquí. Otras personas me cuentan que el gremio de los profesores también está corrupto, como todo en el país, y el gobierno sólo trata de que el acceso a los puestos públicos se haga por función del mérito. La manifestación pasa, pero la huelga sigue, y también amenaza con paralizar las escuelas en la capital de México.

Una noche vamos a una pequeña sala de cine para ver un documental sobre los 43 estudiantes de magisterio desaparecidos en Ayotzinapa y probablemente asesinados. Me acuerdo de que en noviembre pasado la Ciudad de México estaba llena de consignas pidiendo justicia, pidiendo las explicaciones del estado mexicano sobre su papel en la desaparición de estos estudiantes. Hace más de un año, y no han aparecido, y sólo son una ínfima parte de los miles de desaparecidos y asesinados que tiene México cada año por razones diversas. Nunca conseguiré explicarme cómo la sociedad civil puede acabar conviviendo de esta forma tan natural con la violencia más extrema. Ocurre en Colombia, en Venezuela, en Centroamérica, pero mucho más en México, donde la vida corriente fluye con unas cifras de muertes y barbarie que hace ya muchos años se salieron de madre.

En el país de las revoluciones de los de abajo, en el país de Pancho Villa, en la región en la que Emiliano Zapata comandó guerrillas que pedían tierra y derechos para los indígenas, esto no se va a acabar. Chiapas es un punto caliente. El personaje del subcomandante Marcos, que hasta escribió una canción a medias con Joaquín Sabina, murió simbólicamente, y ahora se llama subcomandante Galeano. El movimiento zapatista está hoy desdibujado internacionalmente, pero sigue atrayendo la atención y las visitas de jóvenes de todo el mundo, como si de un lugar de peregrinación se tratara. Por suerte, las armas hoy están a un lado y, pese a todo, ésta es una de las zonas más tranquilas de México, más seguras para el turismo, uno de los puntos más particulares por los que uno pueda dejarse caer. Paseando por sus calles tranquilas y coloridas, oyendo la dulzura de nuestro idioma, uno piensa que esto es como cualquier ciudad española mediana. Pero eso sólo es una apariencia falaz.



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