martes, 31 de mayo de 2016

Mérida, joya virreinal de Yucatán

En autobús nocturno llego a Mérida, cuando apenas empieza a hacerse de día. Horas de carretera recta, segura, al fin alejado de las curvas de las selvas y montañas de Chiapas. Mérida es la ciudad más grande del estado de Yucatán, y también de la península. La Plaza Grande es un enorme cuadrado con paseos y jardines, rodeado de edificios oficiales y religiosos. La catedral es un edificio imponente del siglo XVI, que los españoles construyeron en el lugar en que estaba situado un antiguo templo maya. Luce un gran escudo castellano en el frente, entre las dos torres. A un lado hay un pasaje raro que lleva a la calle de atrás, que un gobernante revolucionario mandó abrir para separar físicamente la catedral de los edificios del poder civil.

Es una ciudad colonial, virreinal, con sus palacios, sus anchas y rectas avenidas que vienen a concentrarse en la plaza. En uno de los palacios de gobierno hay una colección inacabable de murales de un artista local que resumen en un estilo picassiano la historia de la península del Yucatán, la conquista española y la resistencia de los pueblos mayas. El conquistador de la ciudad fue Francisco de Montejo el Adelantado, capitán de Hernán Cortés. Acabaron la obra Francisco de Montejo hijo y Francisco de Montejo sobrino. Cuando llegaron aquí las ruinas mayas de la ciudad de To'h les recordaron las de la Mérida extremeña, y por eso llamaron así a la ciudad que fundaron. La casa de los Montejo es uno de los palacios que circundan la plaza. La Mérida mexicana es una ciudad viva, con gente atareada por las calles, y largos mercados cubiertos y al aire libre que ocupan manzanas enteras, mercados ordenados, con poco bullicio pero mucho movimiento y muchos colores.

Desde Mérida es fácil llegar a la tranquilidad de los pueblecitos de la costa, a los cientos de ruinas mayas repartidos por el entorno. Con una española y un californiano con más experiencia mexicana que yo, salimos en colectivo hacia el norte, hacia las ruinas de Dzibilchaltún. El colectivo, con asientos muy envejecidos pero dignos, con los destinos escritos con brocha blanca en el cristal delantero, nos saca de la ciudad y en media hora nos deja en el pueblecito. Desde ahí llegamos a las ruinas en tuk-tuk.

Las ruinas de Dzibilchaltún están rodeadas de un secarral triste. La mayoría de los edificios están aún esperando una buena reconstrucción. Pero el espacio que ocupan es muy grande, y por lo visto la orientación astronómica de los templos es más precisa que en otros lugares. Además, está la curiosidad de que Dzibilchaltún fue una ciudad continuamente habitada durante alrededor de tres mil años, incluso hasta después de la conquista española. Bajo un sol de plomo, entre hierbas secas y caminos blancos, llegamos al oasis prometido de un cenote. El cenote Xlacah es alargado y completamente descubierto, como un pequeño lago. En la parte poco profunda las aguas son transparentes, y el medio está ocupado por una idílica capa de nenúfares en flor. Hacia un extremo el agua se vuelve oscura, y se hunde hasta cuarenta metros. Hay grupos de mexicanos y de extranjeros bañándose, aliviándose de los rigores del verano caribeño en el espejismo de las aguas templadas.

Al atardecer, que es todavía caliente y pegajoso, las calles de Mérida tienen una coloración dorada. El sol pega en las paredes verdes o rosas de los edificios, los autobuses con brochazos en los cristales cruzan rápido las avenidas, los mercados bullen. En la plaza principal hay un predicador ridículo con un altavoz rosa a sus pies, aconsejando cómo leer bien la Biblia. Hay tertulias en los bancos de la plaza, y suenan las campanas de la catedral. En medio de esa belleza última del día, cruzan los taxis luciendo letreros de colores, y pequeños remolques que vienen recogiendo cartones y plásticos.

Cuando se hace de noche, un grupo tradicional jarocho, con hermosos trajes blancos con bordados de colores vivos, hombres y mujeres, bailan una música que parece cubana, muy alegre, mientras enrollan unos lazos de colores alrededor de un poste. A las diez de la noche las librerías aún están abiertas, con el aire acondicionado puesto, y la gente pasea entre los estantes como bajo los árboles de la plaza. Junto a la catedral, se alinean esperando a los turistas los coches de caballos, adornados con telas blancas y flores de colores, y los cocheros de traje blanco y sombrero tienen un aire de fiesta o de boda. De noche, Mérida es una calle caliente, como un horno que se apagó hace rato y sigue desprendiendo calor. De noche, la Mérida yucateca es ruido de ventiladores y conversaciones a media voz en el fresco de la plaza.

lunes, 30 de mayo de 2016

En las selvas de Chiapas: ruinas de Palenque

Muy de mañana, todavía de noche y con frío, salimos en un colectivo hacia Palenque. La carretera al norte de San Cristóbal de Las Casas discurre entre curvas pronunciadas hasta la selva, atravesando pueblos pequeños con señales y pintadas religiosas y zapatistas. Desayunamos en Ocosingo, que ya está en plena selva chiapoteca. Tras las curvas de la estrecha carretera de montaña aparecen de repente ovejas impasibles, e incluso niños churretosos, que se quedan embelesados en medio de la calzada. Algunos fieles van entrando a iglesias blancas y precarias con lemas apocalípticos. Una banda de música ensaya bajo la sombra de un árbol al borde de la carretera.

Y empiezan a aparecer desfiladeros, ríos, y seguimos descendiendo entre el verdor selvático. El colectivo nos para en Aguas Azules, que es una sucesión de cascadas y lagunas, efectivamente azules, con pozas aptas para el baño, con una hilera continua de mercadillos de artesanías, bolsos y sombreros. Se venden también camisetas del EZLN, con la silueta de un hombre en pasamontañas: el subcomandante Marcos. La mayoría de los veraneantes son gente de los alrededores. Empieza a hacer mucho calor.

Y después paramos en Misol Ha, un punto en el que hay un gran salto de agua, que incluso se puede recorrer por la parte de abajo, que lleva a una gruta. El sistema de entrada a estos dos lugares es igual de enigmático: no hay una caseta donde pagar un boleto, sino que varios hombres jóvenes están unos cientos de metros antes cortando la carretera, y detienen a los vehículos y les sacan los fajos de entradas y les cobran por la ventanilla, en la misma carretera.

Y siguiendo hacia el norte, después de muchas horas de trayecto verde en curvas, llegamos al destino final: Palenque. A lo largo del viaje han aparecido varias señales y pintadas rechazando la construcción de la "súper carretera", que no es otra cosa que el proyecto de autovía que ya ha aprobado el gobierno para unir San Cristóbal y Palenque. Sería una carretera recta que uniría las dos ciudades, atravesando las selvas y cerros que las separan. Arruinaría buena parte de la naturaleza salvaje de la zona, pero ahorraría varias horas al trayecto, además de sacar del aislamiento a comunidades enteras que hay en medio, lo cual no sé si es bueno o malo. No sé qué pensar sobre el asunto.

El Parque Arqueológico de Palenque está a varios kilómetros de la ciudad de Palenque, que es una ciudad anodina y vacía. La antigua ciudad maya es grande, hay muchos edificios y pirámides bien conservados, bien restaurados, montañas de piedras grises en medio de una selva densa. El calor y la humedad son insoportables. Subir los escalones de una de las pirámides para ver un panorama parcial de la ciudad es un auténtico sacrificio maya. Pero las vistas son deliciosas, y compensa. En la parte baja un río discurre todavía por un canal construido con las mismas piedras. La parte descubierta es mínima, cuánto habrá todavía oculto en estas selvas. Desde cualquier parte se oyen los gritos agudos de los monos. Enormes lagartos se camuflan entre las piedras grises, y a unos pasos de las ruinas, en las ramas altas, muestran su largo pico los tucanes.

El paseo es agradable a pesar del calor sofocante, entre ruinas y un suelo tapizado de verde. Bajo los árboles más grandes, en las sombras de los senderos, miles de vendedores despliegan sus artesanías y trapos de colores, e imitan entre risas el rugido de los jaguares. Los flamboyanes dan una graciosa nota de color al entorno, con sus flores de un rojo vivo. Hay muchos árboles de mango entre los edificios, y los frutos caen y revientan en el suelo, y su pulpa amarilla y carnosa es devorada enseguida por moscas y hormigas. Afuera hay bebidas, frutas, helados, que no consiguen sacarnos del sopor selvático, del calor de trópico en el que ya hemos entrado para quedarnos.

domingo, 29 de mayo de 2016

Adiós a San Cristóbal: brindis con pulque

San Cristóbal es uno de esos lugares con encanto de los que uno no quiere irse. Como en otras ciudades medianas de Europa o de América, ciudades con buen clima y ambiente desenfadado, con su parte monumental y su buena oferta cultural, uno se imaginaría viviendo aquí por una temporada larga, teniendo al alcance casi todo lo se necesita para vivir tranquilo. Más de uno y más de dos me dicen estos días que San Cristóbal es una ciudad que te atrapa, y que nadie se detiene allí sólo el tiempo que esperaba detenerse.


En las plazas hay siempre una algarabía sana de mercados. Colores y olores vivos, abejas rondando los puestos de dulces en el parque central, jaleo de coches y de voceadores de prensa. Bajo la arboleda del parque, frente a la catedral, algunos hombres leen el periódico, y muchachas con vestido indígena pasan vendiendo abalorios. Le compro unos rollos vegetales a un joven que se alegra mucho al saber de dónde vengo, y me dice con orgullo y dulce acento mexicano: "Yo también soy español. Mi abuela es de Madrid. Vino con los niños refugiados de la guerra". Le pago y siento una punzada de emoción al ver su cara de felicidad y al acordarme de La maleta mexicana.

En medio hay un kiosco que dentro tiene un restaurante. Hay varias placas que recuerdan hechos importantes en la ciudad, pero hay dos especialmente significativas: la que afirma que en 1828 se fundó en esta ciudad la primera escuela normal de América, y otra dedicada al primer obispo de la diócesis de Chiapas, que en 1545 entró en la ciudad: nada menos que Fray Bartolomé de Las Casas.

Otro día como un delicioso menú en un pequeño restaurante local, pero algo me sienta mal. Después me explican que todo el mundo que pasa por San Cristóbal acaba sufriendo algún dolor estomacal, sea por la comida o por el agua, y algunos pasan semanas con dolores e indisposición. Tan acostumbrado a la dieta mexicana, me sorprende que también me pase a mí; pero por la noche, que es a veces cuando más se aprende, alguien me recomienda un remedio infalible para sanarme: el pulque.

Parece una broma, porque el pulque es una bebida con alcohol, si bien en muy baja proporción. Pero es también una bebida en proceso de fermentación, a base del jugo que se le extrae al maguey, que es un tipo de agave. Y el hecho de que esté fermentando, me dicen, le va a aportar a mi cuerpo los probióticos que necesita para salir de la intoxicación. Estas botellas de pulque no llevan etiquetas: las hace el mismo muchacho que toca canciones románticas con su guitarra al principio de la noche. El pulque es una bebida rara: es espesa y de color blanco, y tiene un olor fuerte, para mucha gente desagradable. A mí me recuerda lejanamente el olor que hay cerca de las prensas de una bodega de vino. Y lo más importante, es mano de santo: con varios pulques en el cuerpo desaparece en pocas horas hasta la sombra de los dolores.

San Cristóbal ha sido también el encuentro amable con acentos muy variados y familiares: voces argentinas, chilenas, mexicanas, españolas, y también esas voces europeas de origen diverso que se mueven por el mundo entre el español y el inglés. Algunas de esas voces vienen buscando inspiración política, otras paz de espíritu, otras vienen de paso, otras acaban montando un negocio en la ciudad, en una escala más de un largo viaje.

El sábado a mediodía hay un partido de fútbol importante: la final de la Liga de Campeones. Entre españoles y mexicanos, vivimos el partido con demasiada atención. Como ya no acostumbro a ver partidos de fútbol, se me olvida la intensidad con que me voy a tomar lo que pasa allí. Nada más empezar el partido, se desata un aguacero en las calles, que dura casi hasta el final de la prórroga. Lo que ocurre en la tanda de penaltis es un poco injusto, pero si no fuera así, no sería el Atlético de Madrid.

Aprendiendo a reconocer y distinguir la chelada de la michelada, la caguama del caguamón, nos quedamos hasta que lo jugadores del Real Madrid levantan la copa, y después salimos a las calles recién lavadas, a una tarde hermosa y dorada. Hay una última cena con barbacoa en un patio, con gentes de varios continentes y risas en varios idiomas, y después el último vino chileno y la despedida de la ciudad con el último trago de pulque. Sabroso e intenso, el pulque me devuelve un recuerdo de bodega familiar, de retorno, en la despedida de una ciudad a la que será difícil no retornar.

sábado, 28 de mayo de 2016

San Juan Chamula, Chiapas: sincretismo religioso y espectáculo

En los alrededores de San Cristóbal de Las Casas, en las tierras altas de Chiapas, se reparten pueblos y aldeas tzotziles y tzeltales bastante singulares. Los tzotziles y los tzeltales son etnias mayas, y además son idiomas con plena vigencia en este territorio. Estos pueblos y los que llegan hasta la selva Lacandona son los últimos reductos del levantamiento zapatista. Hasta estos enclaves, hasta Ocosingo y hasta las selvas del interior se replegaron los guerrilleros después de ser repelidos por el ejército mexicano en 1994. En algunos de estos pueblos el ejército cometió masacres contra la población civil, y causó el desplazamiento de miles de indígenas.

Hoy los pueblos más cercanos a San Cristóbal de Las Casas son una curiosa atracción para los turistas, y además reductos de tradiciones más antiguas y no menos singulares que el fenómeno zapatista. Cada uno de estos pueblos es una comunidad cerrada e independiente, celosa de sus particularidades y con bastante desconfianza de los extranjeros. Me habían advertido de que tuviera cuidado al hacer fotografías en San Juan Chamula, pero no sabía hasta qué punto los devotos del pueblo pueden ser desagradables con los turistas.

A diez minutos del centro de San Cristóbal, junto al mercado de artesanías, ropas y flores, está el lugar desde el que salen las combis, pequeños autobuses, para los pueblos vecinos. Me encuentro una calle entera con tenderetes con sacos llenos de hojas de pino. Son mujeres indígenas las que los venden. Una de ellas me explica que se usan para las celebraciones y bodas. Atravesamos los suburbios tristes de San Cristóbal y subimos unos cerros cultivados de maíz. En diez minutos llegamos a San Juan Chamula.

Es un pueblo pequeño, de casas bajas, con una plaza central que es una gran explanada vacía, un par de edificios, verde y blanco, donde están el ayuntamiento y los comités de las juntas de gobierno, y una modesta iglesia encalada y con dibujos verdes y azules en la fachada. Detrás de la iglesia hay calles en cuesta con construcciones pobres, terrazas de maíz, cruces verdes en las esquinas. Por las calles caminan hombres vestidos con sus trajes tradicionales: aunque hace mucho calor, llevan pellizas de piel de oveja, unas blancas, otras negras y lanudas. Llevan sombreros claros y anchos, y algunos llevan también pantalones blancos bajo la pelliza. Las mujeres llevan blusas de colores, y faldas negras de piel de oveja, algunas tan gastadas que se han quedado sin pelo.

Pero la atracción principal es el interior de la iglesia, donde se celebran a diario extraños ritos donde se mezcla la tradición católica con reminiscencias mayas. Está terminantemente prohibido filmar o tomar fotografías en el interior de la iglesia de Chamula, y así lo advierten los encargados cuando venden la entrada en la puerta. Veo cruzar una procesión de gente por la plaza, hombres y mujeres y niños, con velas encendidas, que entran poco a poco en la iglesia. En la puerta, dos muchachos se encargan de tirar petardos y cohetes de vez en cuando. Y en el interior comienza el espectáculo.

La nave de la iglesia no es muy grande, y es oscura, con un punto tétrico. El suelo está casi completamente cubierto de agujas de pino. Hay decenas de mujeres arrodilladas por el suelo, frente a hileras de velas delgadas ardiendo. Poco a poco, llevan a cabo el rito de pegar cada vela en el suelo, prenderlas una a una, y colocar enfrente botellines de Coca-Cola o Gatorade. Algunas ponen enfrente también huevos de gallina. El templo está lleno de pequeñas hogueras de velas y tiene un olor fuerte a incienso. Junto a las paredes hay mesas de madera repletas de velas anchas dentro de vasos con la imagen de la Virgen de Guadalupe, y urnas de madera con figuras de santos, figuras de madera con espejos alrededor. Los procesionantes se colocan frente a cada santo y murmuran plegarias y cantan, mientras alguien toca cansinamente el acordeón.

Cuando acaban de rezarle a un santo, un hombre reparte bebida entre los que están alrededor, adultos y niños: destapa los botellines de Coca-Cola y llena un solo vaso, que va pasando de mano en mano y de boca en boca. Para los tzotziles católicos, al eructar se expulsan los demonios del cuerpo, y ésa es una de las razones del culto a la Coca-Cola. Otros beben agua, y otros pox, que es una bebida muy alcohólica a base de caña de azúcar. Después de rezarle la plegaria a cada santo, se beben un chupito y pasan al siguiente. Cuando las mujeres se mueven de sitio, algunos hombres pasan recogiendo la cera derretida con una espátula. Las mujeres cambian de sitio, se arrodillan de nuevo, y empiezan a colocar las hileras de velas y de Coca-Colas en el suelo. Una muchacha juega con el móvil mientras su madre enciende velas. Una mujer pasa caminando y se saca el pecho sobre la marcha para ponérselo al crío que lleva colgando y llorando. Al fondo de la iglesia hay un retablo de madera, que algunos operarios están pintando de colores: el olor de la pintura se mezcla con el del incienso y la cera, y el ambiente es demasiado denso.

Cuando voy a salir de la iglesia, llega el lío. Junto a la puerta trasteo con la cámara que llevo en el bolsillo, y uno de los guías interrumpe su explicación, sale del corro y viene hacia mí. Me exige que le entregue la cámara. Me niego. Me pide la tarjeta. Me niego. Llama a otros encargados y mayordomos de la iglesia. En la plaza, junto a la puerta de la iglesia, discutimos. Al rato viene otro que parece mandar más y me advierte: "Si no entregas la cámara, la policía te la va a destruir y vas a ir a la cárcel ocho días". Le digo que no tengo imágenes, que la cámara ha estado apagada. Otros hombres empiezan a rodearme. "Dame la tarjeta, amigo". La situación pierde el punto cómico y empieza a ser algo violenta. Les digo que quiero hablar con la policía. Se ríen: "En este pueblo, la policía somos nosotros, ellos hacen lo que nosotros decimos".

Empiezan a explicarles a otros turistas que me van a llevar preso por haber filmado dentro de la iglesia. Les repito que no tengo imágenes, y que la cámara y la tarjeta son mías, y ellos no tienen por qué manipular mis imágenes personales. "Cuando los turistas se ponen agresivos, las autoridades quiebran la cámara, así aprenden". Les digo que no soy agresivo, que estoy muy tranquilo. Calibro todas las posibilidades y llego a la conclusión de que no habrá forma de zafarse de esta gente. Les digo que me acompañen hasta el edificio verde para hablar con la policía. Cuando me doy la vuelta, un hombre de sombrero y bigotillo me agarra del brazo: "De aquí no das ni un paso, amigo". Empiezan a hablar en su lengua. Llaman por teléfono a las autoridades, supuestamente, para que vengan a encarcelarme. La situación ya no da más de sí. Así que accedo a revisar la tarjeta.


Me custodian hasta una tienda de informática. Metemos la tarjeta en el ordenador. Yo mismo manejo el ratón. Revisamos los vídeos: no hay nada. Todos contentos: "Te puedes ir, amigo". De todas formas, vuelvo a la iglesia para disculparme ante los encargados, y para echar un último vistazo al rito que continúa dentro, con las mujeres por los suelos prendiendo velas y ordenando los botellines de Coca-Cola, y los hombres con las pellizas negras repartiendo vasos de Coca-Cola y pox. Cuando salgo a la calle de nuevo, una voz está anunciando algo por un megáfono en lengua tzoztil. De vez en cuando, entreverados en el discurso, suenan los sonidos claros de algunas palabras españolas: cooperativa, barato, cristiano. Me subo a otra combi en la plaza y vuelvo a San Cristóbal.

Sé que he transgredido sus normas, pero no acabo de entender qué puede haber de secreto en esta ceremonia, o qué hay de sagrado o de vergonzoso en ella para que no permitan tomar imágenes. Tampoco creo que la difusión de las imágenes del interior, siendo curiosas, sean algo tan importante. Sin embargo, ya que uno no es ajeno a las pesquisas periodísticas, de alguna forma consigo que un amigo, que tiene una flor en salva sea la parte, me facilite fotografías obtenidas dentro del templo. Y, respetando la confidencialidad de mi fuente, tampoco creo que sea un delito ilustrar este artículo con algunas de ellas.

La sociedad de San Juan Chamula es más compleja que lo que cuento en esta escena. En el pueblo surgieron con fuerza iglesias evangélicas y pentecostales que se enfrentaron a los católicos, con el resultado de que muchos vecinos tuvieron que desplazarse a los suburbios de San Cristóbal. Son los que montan mercadillos y pequeños comercios a las afueras, en casas precarias, con fachadas llenas de consignas y lemas políticos y religiosos. Algunos de ellos están cercanos a la ideología zapatista, que no sé cómo puede tener algo que ver con la religión, y en ese batiburrillo de creencias precolombinas, religiones e intoxicación ideológica viven y tratan de convivir.

Pero no es algo particular de este pueblo chiapoteco. La proliferación de sectas y variantes en toda América Latina tiene ya proporciones de epidemia. Por si no tuvieran bastante en estas regiones pobres y calientes con el hostigamiento moral de la Iglesia católica, estas nuevas variantes hacen que los mensajes religiosos estén presentes en todo lo que se ve y oye: carteles y señales en las carreteras, letreros en los taxis y autobuses, costumbres públicas, cualquier conversación formal o informal. De ahí va a ser muy difícil salir.

Cuando me bajo en el mercado de San Cristóbal, veo por las calles hombres y mujeres con las pellizas de oveja, que vienen a vender o comprar cosas, y suman sus colores al abigarramiento de los mercadillos de la ciudad. Y en el fondo, todo esto también forma parte del espectáculo. 

viernes, 27 de mayo de 2016

San Cristóbal de Las Casas, Chiapas: territorio zapatista y bohemio

En los primeros días de 1994 salió de las selvas de Chiapas un grupo guerrillero que tomó por asalto varios pueblos y ciudades, entre ellos San Cristóbal de Las Casas. Al mando estaba el subcomandante Marcos, que aparecía en la televisión oculto tras su pasamontañas y su gorra militar, fumando en pipa. Éramos muchachos y escuchábamos sus palabras con una mezcla de incomprensión y exotismo. Los guerrilleros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional declararon la guerra al estado mexicano, que en pocos días reprimió el levantamiento. Carlos Fuentes la llamó "la primera revolución poscomunista".

Eran exóticos los paisajes tropicales, extemporánea la figura del líder, y desde las imágenes del telediario aquella lucha estaba barnizada de una capa de romanticismo amable. Los indígenas chiapotecos reivindicaban su derecho a la tierra, autonomía política y recursos. Acudieron a San Cristóbal de Las Casas y sus alrededores miles de simpatizantes del movimiento desde todo el mundo, que participaron en congresos antiglobalización desde el cuartel general zapatista en la selva Lacandona. Los campesinos indígenas se apoderaron de muchos ranchos, y crearon juntas de gobierno que aún siguen funcionando.

San Cristóbal de Las Casas es hoy en día una ciudad tranquila, amable, muy hecha al turismo. Es una ciudad colonial, llena de modestas iglesias barrocas con fachadas de estuco pintadas de colores vivos, calles de piedras lisas, algunos museos pequeños y muchos restaurantes y cafés. El centro está muy cuidado: una plaza arbolada con tenderetes y puestos de dulces a los que acuden miríadas de abejas. Mujeres con trajes típicos de colores venden los dulces y frutas, y niños pequeños hacen de limpiabotas. A un lado hay un edificio con soportales de piedra, y al otro la catedral, amarilla y roja, frente a otra plaza donde hay una cruz de madera y gente concentrada con pancartas. Como en muchas ciudades mexicanas, las calles están llenas de Volkswagen 600, Escarabajos: Vochos, como los llaman aquí.

San Cristóbal es una ciudad con mucha vida cultural. Hay pequeños cines independientes, conferencias, exposiciones. Todo, por supuesto, muy politizado. Hay muchos españoles, europeos jóvenes en general, latinoamericanos de todas procedencias. Algunos vienen a hacer turismo, atraídos por el clima benévolo y las bellezas de la ciudad. Pero muchos vienen buscando una inspiración política. Después de años de tira y afloja con el gobierno mexicano, después de varias masacres perpetradas por paramilitares, el movimiento zapatista sigue vivo en algunos pueblos de alrededor. Tienen escuelas propias, una universidad, un centro de estudios donde siguen reuniéndose para analizar el panorama político internacional en tzotzil, tzeltal y español.

También por la calle hay jipis, aventureros, jóvenes y viejos de cualquier condición y procedencia que venden baratijas o bisutería por las calles o en los mercadillos. Es una ciudad que hierve de mercadillos: los tenderetes invaden las plazuelas y llegan hasta las paredes de las iglesias y conventos. Las iglesias son oscuras por dentro,  a pesar de la cal en las paredes y columnas, con retablos dorados, muchas imágenes de la Virgen de Guadalupe, algunos fieles arrodillados y rezando en voz alta. Hay dos cerros, uno a cada lado de la ciudad, que sirven de atalaya para divisar la extensión de San Cristóbal y los campos de alrededor. Hace un calor soportable durante el día, y un fresco agradable por las noches, porque estamos a más de dos mil metros de altitud.

De noche hay mucho ambiente, muchos locales con música en directo. De noche más que de día, me entero de cómo funcionan algunas estructuras de las comunidades zapatistas, y el porqué de que sigan viniendo aquí jóvenes e intelectuales de izquierda de medio mundo. La ciudad tiene un encanto especial, que va más allá de la política y el romanticismo caduco de los movimientos guerrilleros. Yo llegué para una noche pero me quedé cinco, y conocí a varias personas que vinieron a visitar y llevan meses o años en la ciudad.

Uno de los motivos de que no saliera de la ciudad enseguida es que hay bloqueos en muchas carreteras de alrededor: comunidades indígenas cortan las vías continuamente para protestar. Como no podía ser menos, dentro de la ciudad me encuentro una manifestación. Los maestros de Chiapas están en paro indefinido desde el 15 de mayo, en protesta por la nueva ley de educación que los obliga a pasar una prueba de evaluación para revalidar sus plazas. La marcha pasa por el centro de la ciudad, y son miles las personas que la forman. Hay profesores, padres de alumnos, niños, enfermeros con sus batas, empleados públicos con sus uniformes, campesinos de los pueblos de alrededor con sus sombreros y trajes típicos. Los gritos parecen reivindicaciones de otras épocas revolucionarias: "Maestro, amigo, el pueblo está contigo", "Zapata, vive, la lucha sigue y sigue", "Gobierno, fascista, que mata normalistas".

Me explican que la mayoría de los maestros se ha negado a hacer las pruebas de evaluación que propone el gobierno, y simplemente va a haber despidos masivos. La semana pasada murió un maestro durante unas protestas en Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas, a una hora de aquí. Otras personas me cuentan que el gremio de los profesores también está corrupto, como todo en el país, y el gobierno sólo trata de que el acceso a los puestos públicos se haga por función del mérito. La manifestación pasa, pero la huelga sigue, y también amenaza con paralizar las escuelas en la capital de México.

Una noche vamos a una pequeña sala de cine para ver un documental sobre los 43 estudiantes de magisterio desaparecidos en Ayotzinapa y probablemente asesinados. Me acuerdo de que en noviembre pasado la Ciudad de México estaba llena de consignas pidiendo justicia, pidiendo las explicaciones del estado mexicano sobre su papel en la desaparición de estos estudiantes. Hace más de un año, y no han aparecido, y sólo son una ínfima parte de los miles de desaparecidos y asesinados que tiene México cada año por razones diversas. Nunca conseguiré explicarme cómo la sociedad civil puede acabar conviviendo de esta forma tan natural con la violencia más extrema. Ocurre en Colombia, en Venezuela, en Centroamérica, pero mucho más en México, donde la vida corriente fluye con unas cifras de muertes y barbarie que hace ya muchos años se salieron de madre.

En el país de las revoluciones de los de abajo, en el país de Pancho Villa, en la región en la que Emiliano Zapata comandó guerrillas que pedían tierra y derechos para los indígenas, esto no se va a acabar. Chiapas es un punto caliente. El personaje del subcomandante Marcos, que hasta escribió una canción a medias con Joaquín Sabina, murió simbólicamente, y ahora se llama subcomandante Galeano. El movimiento zapatista está hoy desdibujado internacionalmente, pero sigue atrayendo la atención y las visitas de jóvenes de todo el mundo, como si de un lugar de peregrinación se tratara. Por suerte, las armas hoy están a un lado y, pese a todo, ésta es una de las zonas más tranquilas de México, más seguras para el turismo, uno de los puntos más particulares por los que uno pueda dejarse caer. Paseando por sus calles tranquilas y coloridas, oyendo la dulzura de nuestro idioma, uno piensa que esto es como cualquier ciudad española mediana. Pero eso sólo es una apariencia falaz.



jueves, 26 de mayo de 2016

Travesía de Guatemala a Guatepeor

Otra vez en camino. Salimos de Panajachel, en la orilla del lago Atitlán, en un microbús. Subimos los cerros verdes hasta el cruce en Sololá. Casas pobres, campesinos con el azadón al hombro en las terrazas de maíz, señales de una campaña electoral que acaba de pasar. El conductor va contándole a su amigo que ayer se fue de fiesta y se acostó muy tarde. El otro le dice que lleva despierto desde las dos de la mañana porque tuvo que recoger la leña. "A  ver si no me agarra el sueño conduciendo". Después se ponen a hablar en su lengua y pierdo el hilo.

En el cruce cambiamos de microbús, y el de la leña se pone al volante. La carretera tiene muchas curvas, y casi siempre vamos cuesta arriba. El conductor habla por teléfono de vez en cuando, en dos idiomas, a veces mezclándolos. Adelanta en las curvas, con línea continua, con una sola mano si la otra va en el teléfono, con total naturalidad. Paramos a desayunar en otro cruce de nombre poco original: Cuatro Caminos. Los autobuses escolares norteamericanos, amarillos o pintados de fantasía, rugen en todas direcciones. Hay muchos restaurantes locales, de una sola habitación, donde desayuna la gente del pueblo. Paso a uno con la cocina abierta al salón principal. Las mujeres están dando palmas tras el fuego: realmente están amasando las tortillas de maíz. Junto al desayuno me ofrecen totole, que es un brebaje caliente y reconfortante a base de avena, leche, canela y azúcar, y también un café dulce y sabroso.

En las siguientes horas circulamos a buena velocidad por las faldas de las montañas. Son cerros muy altos, muy verdes, y al fondo se ven anchos ríos marrones. A lo largo de la carretera hay casas de lata, puestos de frutas, tienditas de cualquier cosa, terrazas con maíz aún muy verde. Dejamos a un lado Quetzaltenango, pasamos junto a Huehuetenango, La Trinitaria, pequeños poblados con mercadillos y cafeterías. Entre el verde del paisaje hay otro color que destaca: todos los postes, y muchas paredes y piedras, están pintados de rojo. Tienen el lema Líder, y el nombre de un candidato presidencial. Grupos organizados se habrán dedicado durante semanas a pintar por las carreteras de todo el país, y ahí seguirán esos golpes de color ensuciando el paisaje durante años.

Llegando a La Mesilla, de repente surge un río de puestos de ropa, una pasarela multicolor que se va estrechando, y por la que apenas pueden pasar los coches. Se interrumpe en la frontera con México, que es apenas un arco con una cancela abierta. Aquí estamos. Bajamos del microbús y hace un calor sofocante. Hay gente cruzando la línea en los dos sentidos, aparentemente sin ningún control, a pie o en moto. Frente al puesto de inmigración guatemalteco hay un hombre escuchimizado con el rostro muy arrugado, tocando la guitarra de pie. Una niña de unos diez años y otro niño más pequeño cantan con él una letanía insoportable de letra religiosa. Los cambistas nos asaltan con fajos de billetes de pesos mexicanos: "¡Quetzales, quetzales, pesos, pesos!". El control migratorio es tan sencillo como entregar el pasaporte y recogerlo sellado cinco segundos después.

Y aquí llega el lío. Al otro lado de la frontera debemos subirnos a otro autobús, pero el nuevo conductor nos dice que ha tenido que venir caminando ocho kilómetros porque hay una huelga que está bloqueando la carretera en el lado mexicano. "Es un bloqueo, pues". En nuestro grupo somos unas veinte personas, y hay más grupos, y todos con mochilas grandes: nos ofrece ir caminando o pagar unos taxis hasta el control migratorio mexicano y después hasta donde llega el bloqueo. Hace un calor horrible. Cruzamos a México y comienza un nuevo mercadillo de ropas y artesanías, bajo toldos de lona y sombrillas de colores vivos.

Hacemos un trayecto de cuatro kilómetros amontonados en taxis anaranjados: seis personas en unos coches, siete en otros. Presentamos pasaportes y entregamos un formulario. Ha pasado más de una hora cuando los taxis nos dejan otros cuatro kilómetros más adelante, donde está el bloqueo. En Chiapas la gente ha sido tradicionalmente muy combativa, y esta semana las cosas están especialmente revueltas. Hay troncos ardiendo que cortan el paso en la carretera. Muchos manifestantes llevan la cara cubierta por pañuelos o pasamontañas, como en la revolución zapatista de los años 90. Cuando trato de hacer fotos, unos hombres de este lado me advierten: "Guarda la cámara, amigo, o esta gente te va a golpear". Hay coches y camiones atascados a los dos lados, y 39 grados centígrados en el ambiente.

Las pancartas dicen algo de unas tuberías de agua potable que 19 pueblos del entorno llevan 13 años reclamando al gobierno del estado. Cruzamos la línea caliente. En la sombra de las marquesinas de una gasolinera dormitan muchos hombres, y otros conversan: manifestantes que se refugian del calor de infierno. En nuestro grupo hay una pareja de alemanes mayores, un grupito de argentinas, una pareja ucraniana, un inglés con la camiseta de Boca Juniors que ha pasado siete meses recorriendo Latinoamérica, dos alemanas muy jóvenes y muy rubias, una californiana que viene de voluntariado, otra americana de Nueva York, un guatemalteco que viaja a San Cristóbal de Las Casas para reunirse con su director de tesis, algunos mexicanos, y este español desubicado. Cargamos con nuestras mochilas y avanzamos entre los manifestantes que llegan y los que se van, con paraguas de colores, con fardos y palos, entre los coches y camiones detenidos, entre los puestos de helados, hasta que encontramos nuestro nuevo autobús.


Estamos en México, estamos en Chiapas. El autobús da la vuelta y enfilamos hacia el interior del estado. Durante varios kilómetros la carretera se vuelve de tierra. El paisaje ha cambiado de golpe: ahora las montañas se han suavizado, y son pardas: se acabó la vegetación tropical. Hay granjas de toros, casetas pobres, maizales secos., ríos estrechos y sucios. La carretera mejora poco a poco, y volvemos a las curvas y volvemos a subir cuesta durante varias horas. Cuando nos detenemos a descansar junto a unos puestos de artesanías y mazorcas de maíz tostadas, el calor ha remitido. Al poco entramos en unos valles cultivados y verdes, y al fondo las montañas son suaves y también verdes: empiezan los bosques de pinos.

Cruzamos junto a poblados precarios, los niños juegan entre la hierba, las cabras y las ovejas pastan junto a la carretera, las mujeres lavan la ropa entre las estructuras de lata. Es difícil entender los letreros porque están plagados de errores ortográficos. Empieza a haber pequeñas iglesias de confesiones evangélicas. Son los suburbios de San Cristóbal de Las Casas: territorio zapatista, territorio tzotzil.

Bajamos en San Cristóbal de Las Casas, en la plaza central, entre un bullicio grande de gente, tenderetes con dulces y jugos, tuk-tuks y motos. En la calle Real de Guadalupe hay muchos restaurantes, y mucho trasiego de turistas. Nos liberamos de las mochilas en un hostal. Frente a un restaurante un hombre de pelo largo y cano toca ritmos de bolero a la guitarra, y al otro lado de la calle un muchacho suizo de apariencia jipi toca un hang drum, que es una caja de lata abombada con resonancia. Me siento a comer un falafel en un restaurante libanés, con otras dos compañeras de viaje, una americana y otra mexicana, tratando de entendernos en dos idiomas. El dueño fuma despreocupadamente en una cachimba junto a la puerta. Está atardeciedo tras las casas bajas y coloreadas. Tomamos una cerveza Indio, otra vez producto mexicano. Brindamos porque ya estamos en Chiapas. Podría haber sido peor.

miércoles, 25 de mayo de 2016

En el lago de Atitlán: pueblos mayas y volcanes

A dos horas hacia el oeste de Antigua, a 1500 metros sobre el nivel del mar, en el altiplano guatemalteco, está el lago de Atitlán. Llegamos muy temprano, en un autobús corto que sube deprisa las curvas interminables de los cerros verdes. El cruce está en Sololá, y desde ahí hay una carretera que baja hasta la orilla del lago en Panajachel, entre precipicios de vértigo. El naturalista alemán Alexander von Humboldt escribió que éste era "el lago más hermoso del mundo". También el escritor británico Aldous Huxley pasó por aquí, y escribió sobre el lago en su libro de viajes Beyond the Mexique Bay. El lago está tan enraizado en la cultura maya, que los arqueólogos buscan restos de ciudades bajo las aguas. Pero los mayas siguen viviendo aquí: están repartidos por las orillas.



Panajachel es un pueblo tranquilo, uno de los doce pueblos que hay a lo largo de las orillas del lago Atitlán. El lago tiene 18 kilómetros de largo, y más de 300 metros de profundidad. En el escueto puerto hay capitanes de barca ofreciendo transporte regular de un pueblo a otro o tours de toda la mañana para visitar tres de esos pueblos. Incluso para la gente local es más cómodo transportarse en bote de pueblo a pueblo, pues para llegar por tierra deberían subir y bajar cerros, por carreteras peligrosas, y recorrer mucha más distancia de la que hay en línea recta sobre el agua.

Un grupo de turistas guatemaltecos, ya mayores, suben a la barca. Las mujeres van escandalizando, una de ellas se ajusta el chaleco salvavidas y dura los quince minutos de trayecto repitiendo el miedo que le da navegar. El lago parece una balsa de aceite, pero el capitán nos advierte: "Qué bueno que viajan en la mañana: por las tardes viene la brisa y hay olas, y está peligroso, y además siempre llueve". Desembarcamos en San Juan La Laguna, un pueblecito con una calle principal muy empinada y llena de tiendas para turistas. Junto al lago hay tres volcanes, San Pedro, Atitlán y Tolimán, que se reflejan en las aguas azules, y sobre sus laderas crecen los pueblos. Hombres y mujeres llevan trajes típicos, muy coloridos los de ellas. Por las calles sólo se escuchan las lenguas mayas nativas, que no son las mismas en cada pueblo. Hay muchas asociaciones de mujeres que venden los pañuelos y ropas que ellas mismas tejen en sus telares tradicionales. Utilizan para teñir las ropas colorantes naturales: hojas de té, flores, hojas de plantas que dan diferente color si hay luna llena, etcétera. Todo forma parte de las explicaciones para turistas dentro de los telares.

Tras cinco minutos de navegación llegamos a San Pedro La Laguna, que es poco más grande pero mucho más turístico. Muchos viajeros hacen noche en este pueblo, que además de telares y exhibiciones sobre el café tiene un ambiente muy internacional. Hay extranjeros mezclados con la colorida población local, neojipis vendiendo baratijas en las calles, muchos hotelitos frente a la laguna. Hay muchachos bañándose en el agua con gran algarabía, mientras una mujer lava la ropa cerca y una muchacha se enjabona el pelo. En un muelle hay un barco de fiesta, con música alta de Enrique Iglesias, adonde se dirigen en procesión decenas de jóvenes en bañador. Son muy blancos y hablan una lengua incomprensible, de la que sólo deduzco que no es europea. Sólo después me entero de que es un gran grupo de israelíes de excursión por el lago.

La tercera visita es a una ciudad mucho más grande, que está en una bahía dentro del lago: Santiago Atitlán. Después de subir la cuesta de la calle principal, esquivando a los coches y los tuk-tuks, llego a una plaza grande con soportales precarios de piedra. Más arriba hay otra plaza con una iglesia blanca con escalones de piedra gris. En un cartel dice que fue fundada en 1547. Por dentro está adornada con cortinajes blancos, y todas las paredes están llenas de santos y cristos de un metro, vestidos con extrañas túnicas amarillas, verdes o azules, que parecen uniformes de párvulos. En la capilla del fondo hay varios retablos de madera. Frente a uno de ellos hay un hombre arrodillado frente a un crucificado lleno de adornos indígenas de colores, rezando una cantilena en su lengua, y detrás una mujer y un niño que repiten sus palabras. En el otro retablo hay figuras de Santiago Apóstol, con su vieira, y un Cristo con pelo natural muy negro, vestidos con un traje naranja muy infantil, con hombreras. Es una escena un tanto surrealista, y da más miedo que risa.

En las calles de detrás, las que no transitan los turistas, hay mujeres trabajando en sus telares, niños atendiendo vitrinas con pollo frito, carpinterías caseras, hombres que bajan del monte cargados de leña. Palmeras, plataneros, pequeñas terrazas con maíz, tejados de lata. Bajo por un callejón hasta el lago: unas mujeres lavan ropa en un pequeño muelle con barquitas de madera, las muchachas suben y bajan los fardos de ropa por la cuesta, cargados sobre sus cabezas.

De vuelta en Panajachel, la tarde efectivamente empieza a anieblarse. Los volcanes desaparecen tras las nubes y la niebla. Sopla el vientecillo anunciado, y se levanta un rápido oleaje sobre el lago. Hay muchos restaurantes con terrazas sostenidas por palos de madera sobre el agua. Los camareros están ociosos, unos miran sus móviles, otros juegan al fútbol en la calle. En unos endebles muelles de madera hay alguna gente pescando, varias barquitas vuelven antes de que el agua se ponga más peligrosa.

La avenida Santander es la calle principal de Panajachel. Hay puestos de comida y de artesanías y baratijas a todo lo largo, y los autobuses y tuk-tuks no paran de ir y venir entre la gente. Son autobuses escolares norteamericanos, algunos todavía amarillos, otros repintados con colores y dibujos extravagantes. Hay mucho ruido y movimiento de gente, hasta que de repente llega la tormenta también anunciada: durante una hora cae un chaparrón fuerte, y después el pueblo se queda casi en silencio, apagado y vacío. De noche, en el muelle, pasean los perros y las parejas silenciosas, y se ven las luces débiles de los pueblecitos de enfrente. Los mayas de entonces verían también las luces de las hogueras en las noches cerradas como ésta, donde el lago es otra vez un gran agujero negro en el tiempo.

martes, 24 de mayo de 2016

Me siento en casa en América: Antigua Guatemala

"Me siento en casa en América, / en Antigua quisiera morir", canta Enrique Bunbury en El extranjero. Antigua no es un sitio de retiro, porque el turismo ha llegado en masa, pero es uno de los lugares con más encanto del continente americano. Antigua Guatemala se llama oficialmente Santiago de los Caballeros de Guatemala, que es el nombre que le pusieron los españoles a mediados del siglo XVI, cuando la construyeron para ser la Capitanía General de Guatemala, que llegaba desde Chiapas a Nicaragua. Pero eso poco importa, pues por Antigua la conoce todo el mundo.



Hoy es una ciudad pequeña, de poco más de 40.000 habitantes, capital del departamento de Sacatepéquez, y a sólo veinte minutos por autovía de la capital del país, Guatemala. También es una ciudad Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La historia de la ciudad es tan desgraciada que, antes de ser conocida como Antigua Guatemala, se la llamó también "arruinada Guatemala". Fue devastada por tres terremotos en el siglo XVII, y por otros tres aún más fuertes durante el XVIII, hasta que los españoles decidieron trasladar todas las instituciones civiles y eclesiásticas a la Nueva Guatemala. Después de eso, sufrió más terremotos en los dos siglos siguientes, el último en 1976. Y es que la ciudad está encajada en una pequeña planicie entre volcanes.

También está rodeada de bosques: todo es verde alrededor. A sólo veinte minutos caminando desde el centro de la ciudad, en dirección hacia el norte, hay un colina desde donde se divisa la ciudad entera: el Cerro de la Cruz. El camino está bien arreglado, es fresco y agradable. Los turistas suben para divisar desde lo alto el plano perfecto de la ciudad. Como tantas ciudades coloniales de la América española, Antigua es un conjunto de cuadrículas ordenadas. Desde arriba se aprecian las casas de colores suaves y variados: azules, cremas, amarillos, ocres, rojos. También se distinguen sin problema los lugares más emblemáticos de la ciudad: el Parque Central, el Arco de Santa Catalina, las innumerables iglesias, las que están en pie y las que siguen medio derruidas.

Antigua es un lugar colorido, vistoso, alegre. Como en otras ciudades cubanas, mexicanas o colombianas, uno tiene la sensación de estar en casa. Y casa no es sólo España, sino aquello que tras siglos de idas y venidas seguimos compartiendo hispanos de ambos lados del océano. Las calles son todas de piedra, y por ellas hay un trasiego continuo y un poco alocado de tuk-tuks rojos, de coches, de carros tirados por caballos. La ciudad huele a gasolina quemada.

El Parque Central bulle de gente. Mujeres y muchachas con trajes tradicionales, también repletos de colores, venden frutas tropicales y collares y de todo lo imaginable. Muchas cargan sus pertenencias en cestos que se ajustan sobre la cabeza. Hay hombres de tertulia en los bancos, niños corriendo y jugando, jóvenes en bicicleta, turistas que compran y fotografían. De los soportales de la plaza sale un rico olor a café.

En el balcón del ayuntamiento hay una pareja de novios haciéndose fotos, con el parque y las paredes blancas de la catedral de fondo, y las ruinas del claustro y los montes verdes que están justo detrás. A un lado está el palacio donde se alojó el poder político español. En la esquina de abajo un hombre sale de una furgoneta cargando al hombro una bolsa, y va corriendo hasta la puerta del banco, escoltado por otros dos hombres con chaleco antibalas y fusil en ristre, que corren también. Seguimos en Centroamérica.

Una esquina más allá está la Antigua Universidad de San Carlos, "Fundada en 1675. De aquí irradió la cultura a todo el Reyno de Goathemala", según reza una placa en la pared, bajo los escudos de armas de Castilla. Junto al elegante Arco de Santa Catalina, amarillo y señorial, cruzan varios militares armados. La noche antes la plaza y la iglesia que están al otro lado del arco bullían de gente, en un mercadillo alegre de olores y luces. En unos puestos de artesanías junto a la iglesia suena Nino Bravo; en otro convento la señora que custodia la entrada está bordando mientras escucha a Miguel Bosé, y me quiere convencer de no sé qué milagros de un sacerdote canario.

En Antigua uno también tiene la sensación de estar en una burbuja, como en cualquier ciudad muy turística. Aunque con edificios bien adecuados al entorno, en Antigua están presentes todas las compañías de comida rápida norteamericanas. Suena la misma música en inglés que escuchaba hace unas semanas en Estados Unidos. Pero hay un aire diferente: el McDonalds es un edificio rojo pálido con un enorme parque interior, con las mesas entre los jardines, un lugar elegante.

Pero entre todas las iglesias barrocas, entre todas las arcadas coloreadas, todas las fuentes, todas las iglesias demolidas como en grabados románticos, todos los rincones con encanto, mi favorito es un edificio que ocupa una manzana entera, muy cerca del parque central. La mitad de lo que fue un convento jesuita aún está derruida, y en la fachada una vieja placa casi ilegible recuerda a un hombre con honor del siglo XVI y con valentía política muy moderna, que murió en esta ciudad: "Aquí estuvo ubicada la casa donde vivió y escribió el célebre soldado, historiador, héroe de la conquista de México y Guatemala, Bernal Díaz del Castillo, autor de La verdadera historia de la conquista de la Nueva España".

La otra parte del edificio fue restaurada en años pasados por el gobierno de España, y pertenece a la embajada española. Hay un hermoso patio con cafetería, hay claustros embellecidos del antiguo convento, y una biblioteca bien concurrida. La conserje está escuchando a su hija, que acaba de volver del colegio y le está contando cómo era el examen de matemáticas. En la sala alta están impartiendo un taller sobre salud y compra de medicamentos en Latinoamérica. Los arcos son preciosos, unos de piedra, otros de madera, y en cada hueco asoma una maceta con geranios. Miro abajo y me quedo pensando: éste es un edificio útil y hermoso, en el que se invirtió un dinero para ayudar al desarrollo de una ciudad que despierta al turismo, de un país que despertará al progreso, en un lugar tan pleno de historia nuestra y compartida: qué bien hacemos las cosas cuando las hacemos bien.

Paro a comer en un sitio local: pepián con pollo. El pepián es la salsa hecha con semillas de sésamo, que está deliciosa, y lleva entre el caldo un fruto dulce que se llama huisquil, y que no aclaramos qué es. Bebo un jugo de rosa de jamaica. Y después por la calle le compro unos tajos de mango a una muchacha hermosa con traje indígena, que escucha a Julio Iglesias: "¿Le pongo pepitoria?". Le pregunto qué lleva. "Pues está hecha con semilla de ayote". "Ah, pues entonces sí". Nos separa el mismo el idioma. Pero cómo no sentirse en casa en América, en este lugar para morir que es la Antigua Guatemala.


lunes, 23 de mayo de 2016

Hacia el mundo maya: Ruinas de Copán

Me habían dicho: "Nunca subas al transporte público en San Pedro Sula". Pero de alguna forma había que salir de la ciudad. Los colectivos son iguales que en África: pequeños autobuses para quince o veinte personas, con un muchacho agarrado al pescante, dando golpes en el techo, haciendo bromas incomprensibles, contando billetes sin valor, y repitiendo sin parar: "Subí, subí". El muchacho me da el cambio justo, la mujer de atrás me da conversación, mientras sus dos niños alborotan y ríen, y en poco rato llegamos a la terminal de autobuses, sin incidencias.

La terminal es como un centro comercial pequeño, lleno de puestos de comida, con sectores con aire acondicionado. Está rodeada por policía militar por todos lados. Cuando ya he facturado mi mochila, salgo a la calle para grabar con la GoPro. Un par de militares viene hacia mí, con gesto tímido, y me preguntan hacia dónde voy. Temo que sea ilegal tomar imágenes de la estación, o de ellos mismos, pero a lo que vienen es a otra cosa: quieren saber qué es este aparato, dónde se puede comprar, cuánto cuesta. "Está macanudito", me dice el militar más joven, con el rifle en el suelo.

Me alegro de dejar atrás San Pedro Sula, pero no me conforta lo que veo al salir de la ciudad. Empiezan los cerros, y junto a la carretera proliferan las construcciones de lata, casas de adobe, porquería arrojada al suelo en todos lados. Hay pequeñas granjas de vacas, de vez en cuando terrazas con plantaciones de maíz o de palma africana. También campos quemados, y barrancas de miedo con ríos caudalosos en el fondo. Y el infinito lío de cables negros que va paralelo a la carretera. Y algunos pueblecitos llenos de cuestas y colores y mercados, por los que circulan los tuk-tuks a toda velocidad. En un río marrón hay unos niños tirando sus redes de pesca, y un caballo atado a un poste. Entre los árboles, junto a una choza de tejas arrasadas y una mísera iglesia, un cartel: "No codiciarás a la mujer de tu prójimo".

El autobús es cómodo y no muy caliente. Antes de salir, el conductor se presenta a los pasajeros, describe el viaje, y acaba con un frase memorable: "Ya sólo nos queda encomendarnos a nuestro señor celestial, para que nos conceda un buen viaje". Todos los visillos van echados, e incluso el conductor va dentro de una cabina cerrada, y aunque al principio pienso que es para evitar el calor, conforme avanzamos me doy cuenta de la verdadera razón: la carretera es muy estrecha, hay una sola curva de la que nunca se sale, y es preferible que los viajeros no vean mucho de lo que hay fuera. Cuando nos cruzamos con un camión, el autobús debe parar y echarse a un lado. Junto a mí viaja una muchacha de veintiún años, que ha venido de Guatemala para conocer a la familia de su novio, y echará unas doce horas en el regreso.

En Copán parece que llegamos a otro país. Es un lugar tranquilo, un pueblecito con calles empedradas, palmeras, casas de alegres colores. Hay puestos de collares, de todo tipo de objetos con inscripciones mayas, de tacos y pupusas. Hay por todos lados barberías y pulperías. Llego al hotel al mismo tiempo que un director de documentales chino que ha recorrido el mundo entero, y dos americanas que hacen viaje de fin de semana: una de ellas es profesora en una escuela cerca de Tegucigalpa. Caminamos veinte minutos hasta llegar a la entrada del Parque Arqueológico Ruinas de Copán, una ciudad maya de hace 1300 años que se redescubrió hace apenas un siglo, y es Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.



Hay una carreterita agradable a la salida del pueblo, en medio de un bosque y algunas siembras de maíz. Las motos y los tuk-tuks van y vienen, hay caballos sueltos pastando junto a la carretera, y algunos hombres traen montones de leña sobre los hombros. A la entrada del parque hay parejas de militares con sus rifles, también con sus teléfonos móviles bien visibles colgando del cinturón. Sobre el conjunto principal de templos y estelas sobrevuela una colonia de guacamayos, de hermosos plumajes rojos, amarillos y azules, que no dejan de alborotar. En la acrópolis hay varias estelas, piedras verticales esculpidas, que representan a gobernantes llenos de adornos. Las estelas están protegidas por precarios chozos de teja vieja.

Hay dos plazas, pequeñas pirámides, un juego de pelota, una larga escalinata de 62 escalones con jeroglíficos. Desde lo alto de una de las pirámides se puede ver el conjunto entero, con los bosques y las altas montañas de fondo. Una parte de las ruinas fueron destruidas por el río Copán antes de que se desviara su caudal en los años 30. A un kilómetro hay otro conjunto de ruinas, con zonas residenciales y sepulturas, donde todavía están en marcha las excavaciones. Entre un conjunto y otro empiezan los campos de maíz, junto al río, por donde se mueven campesinos menudos con sombrero panamá.

Anochece cuando llegamos al pueblo. Un hombre se está bañando en el río. En una calle en cuesta unos mariachis dan una serenata a una pareja adolescente. En un restaurante modesto, con los niños de la casa jugando alrededor, nos sirven lo que llaman una cena típica: huevos revueltos, masa de frijoles, tajadas de plátano y aguacate, con una salsa dulce. En un bar que es una terraza abierta, los hombres gritan con un gol de la liga mexicana. Compramos unas cervezas en una pulpería y le preguntamos a la dueña si se puede beber en la calle: "Sólo hay ley seca los domingos desde las 5". Las tomamos en la plaza central, que está casi a oscuras, y por donde pasan sin decirnos nada los policías y los militares. Hay muchos niños jugando en la plaza, entre los puestos de artesanías que aún no han cerrado. La noche es templada, el ambiente es feliz y tranquilo. Qué bien se podría vivir en estos lugares, si no fuera por lo que es.

domingo, 22 de mayo de 2016

De Honduras a Guatemala, curvas cuesta arriba

Me doy cuenta de que el gran negocio en Centroamérica es el transporte por carretera. Mientras el turismo despega, mientras se construyen más aeropuertos, mientras no todo el mundo pueda acceder a tener un coche, éste es el negocio. En cada hotel de cualquier ciudad ofrecen servicios de shuttle a infinitos destinos de cualquier país cercano. Algunos son trayectos de un par de horas, otros de diez o doce, pero el sistema es el mismo. Y casi siempre estos autobuses y miniautobuses resultan más baratos, y por supuesto más fiables, que el transporte regular.

Después de visitar la otra parte de las Ruinas de Copán y de tomarnos una cerveza local, Salvavida, en un kiosco de madera a las afueras del pueblo, me preparo para mi siguiente aventura. En el camino nos cruzamos con una mujer que va con dos críos al lado y otro colgado, dándole de mamar mientras camina. Hombres a caballo dan vueltas por las calles empredradas del pueblo. Es domingo por la mañana, y la pequeña iglesia está llena: el intenso olor a incienso no consigue ocultar el del sudor de los fieles.

El colectivo parte con un solo pasajero. El conductor es un guatemalteco delgado con bigotillo y ojos azules, con ligeros rasgos de albino. Lleva cinco años haciendo a diario dos veces el trayecto entre Antigua y Copán: "Si no hay tráfico unas cinco horas, con tráfico de siete a ocho". Once días seguidos, tres de descanso. Llegamos a la frontera en veinte minutos.

Que los países de Centroamérica estén separados por fronteras y utilicen monedas distintas es tan ridículo como improductivo. Hay decenas de camiones echados a un lado de la carretera. Los conductores han de bajarse y visitar a pie dos controles de inmigración, antes de continuar viaje. "Los días de diario es peor: la cola llega mucho más lejos". Yo también me tengo que bajar del colectivo. En la oficina de inmigración de Honduras un muchacho me toma las huellas y me pregunta dónde voy y, sin más, me pone el sello de salida. Camino cien metros hasta la otra caseta. Tras la ventanilla la señora encargada está comparando collares de plata de una cajita, mientras el vendedor le cuenta las bondades del producto. Cuando elige y paga, se vuelve hacia mí: "¿Para Guate?".

Otro funcionario saluda amistosamente a mi conductor. "¿Cuántos llevas hoy?". "Veintiuno", dice. "Veintiúnico", se ríe el otro, antes de estrecharle la mano y desearnos buen viaje. Veinte minutos después, adelantando a un tuk-tuk, cruzamos el cartel: Bienvenidos a Guatemala. Y en este país todo es igual, o parecido. La carretera está en un estado mejorable, nos cruzamos con muchos coches con maletero abierto cargados de gente, hay muchas motos circulando, con dos o tres personas cada una, y ninguna lleva casco.

A lo largo de la carretera hay pueblecitos, puestos de tacos, de bebidas, "pinchazos", que es como se llaman los talleres. El cartel que más se repite es el de "Jugo frío, uva fría". Del mismo modo que estaciones de metro de Madrid están patrocinadas por compañías telefónicas británicas, los letreros de algunos pueblos están patrocinados por una compañía telefónica española. Paramos para comer en un restaurante abierto al campo, junto a una gasolinera. Me sirven una carne muy sabrosa y limonada. Noto que he cambiado de país no sólo porque tengo que pagar en otra moneda, sino porque la noticia más importante del periódico no es un recuento de asesinatos sino que está subiendo la temperatura media en Guatemala.

Hasta la Ciudad de Guatemala pasan varias horas de interminable subida, en una carretera estrecha y llena de curvas. Hay retenciones cuando va delante un camión. Siempre en subida, empezamos a ver barrios de chabolas colgados de algunas montañas. Son barrios encajados entre el verdor del monte, con casas de colores sin ventanas, muy cerca de precipicios de miedo sobre ríos descomunales.

Antes de entrar a la ciudad llegamos a un tramo de autopista. Es una autopista de cuatro carriles, aunque hay coches que hacen el cambio de sentido saltándose la mediana. Los tuk-tuks paran también en las medianas para recoger gente, que aprovecha para cruzar corriendo cuando vienen menos coches. Un tramo de autopista está cortado porque un derrumbe ha cubierto de tierra dos carriles. Pasamos de largo por la ciudad. Hay atascos en el sentido contrario, de gente que viene de pasar el fin de semana en Antigua. Ha caído un chaparrón en Antigua y la ciudad está como recién lavada, todavía hay algunos charcos entre las piedras de las calles. En el parque central hay bullicio de turistas y locales. Ésta es la joya de Guatemala, una de las joyas de Centroamérica. Veremos si es tan encantadora como la pintan.