jueves, 10 de marzo de 2016

Antelope Canyon: en el vientre de la tierra

En medio de un desierto llano de piedras rojas y hierbas grises y amarillas, surgen tres altas chimeneas de cemento. A unos kilómetros de Page, otra vez en Arizona, una planta generadora de energía, que pertenece al pueblo navajo y se abastece de carbón, alza sus monumentales chimeneas de más de doscientos metros junto al cauce del río Colorado. En medio de estas sequedades de desierto, el río viene a desaguar en un gran lago artificial, Lake Powell, dando una rara nota de color a la palidez de la llanura. Al principio del lago hay un complejo turístico con anchos aparcamientos vacíos, instalaciones limpias, personal servicial que ofrece tours en barca por entre los cañones de arenisca por donde se cuelan las aguas del lago.
    

     Hasta la orilla el suelo es eso, un lento descenso hacia el hueco de cañones milenarios, un suelo de láminas de arenisca que se quiebran bajo las pisadas. Hay pasarelas que llevan hacia los cientos de barcos que flotan en el lago, por las que cruzan carricoches de apariencia infantil del personal de mantenimiento. A juzgar por las dimensiones de las instalaciones y el número de barcos, en verano debe de haber una actividad turística frenética. Pero hoy, cuando se apaga el sonsonete de los carricoches, vuelve un silencio de abandono sobre el paisaje extemporáneo de desierto con barcos.

          Esto es Antelope Canyon. Un lugar de apariencia anodina, echado a un lado de las grandes atracciones naturales entre Utah y Arizona, del espectáculo monumental y sin fin del Gran Cañón. Pero encierra en el vientre de la tierra, sin que ninguna señal externa lo sugiera, algunas de las imágenes más emblemáticas del Oeste americano. A ambos lados de la carretera 98 hay casetas de madera junto a explanadas de tierra roja que son los aparcamientos para los turistas que vienen a visitar las galerías subterráneas.
       
El acceso a estas galerías lo gestiona el pueblo navajo, ellos son los dueños del territorio y de las condiciones para visitarlas. No hay ningún otro indicio visible de lo que puede haber abajo que las fotografías que exhiben las paredes de las casetas. En una de ellas, bajo un techo pobre de madera, dos muchachas y un muchacho indios, muy obesos, desaliñados, cuentan dinero sobre una mesa, sentados en un banco de madera, y hacen poca cuenta de los turistas que llegan preguntando. Cruzamos la carretera hasta la otra caseta, algo más presentable, donde una muchacha india muy elegante nos atiende al otro lado de una ventanilla, y nos explica algo más de cómo funciona el negocio: "A aquel lado de la carretera hay una empresa, que te lleva a la galería más profunda, por donde entra el rayo de luz que todos los turistas quieren ver. En este lado estamos nosotros, la galería es menos profunda, pero es mucho más larga. Cualquiera que elijan no los va a decepcionar".

         Que los grupos de turistas sean más pequeños es una ventaja para quien quiere disfrutar despacio de estas maravillas de la naturaleza. El guía es un muchacho experto, comunicativo, eficaz. Navajo por parte de padre, de una tribu de Dakota del Sur por parte de madre. Lleva un escueto bigote indio, caído a los lados, una escasa perilla. Una gorra negra del revés, un pañuelo negro con dibujos de líneas blancas, una camiseta negra con el emblema de la empresa: Lower Antelope, Canyon Tours. Estudió en Phoenix, y en la pasión que le pone a sus explicaciones se entiende por qué ha vuelto para trabajar en la reserva, para dar a conocer no sólo las maravillas naturales de su tierra sino sobre todo la vigencia del patrimonio cultural navajo, su organización política y económica. Cuando le preguntamos por los problemas del pueblo navajo nos habla más de cómo han hecho para resolverlos, de cómo enfrentan el futuro entre dos mundos, entre una generación que apenas ha conocido la luz eléctrica y el agua potable y la que tiene estudios universitarios. En su mochila está el emblema del país navajo: sobre un mapa del territorio entre los estados de Arizona, Utah y Nuevo México, un escudo con animales, casas y plantas que representan el modo de vida tradicional de los navajos, un arco iris de tres colores y, a cada extremo, los cuatro montes que delimitan la nación: uno negro, uno amarillo, uno blanco y otro azul.

         El recorrido por el pasaje subterráneo de arenisca es largo, es mágico, y uno no puede librarse de una continua sensación de irrealidad. Caminamos por la superficie de la tierra, por la roca roja pálida que va formando capas hacia un suave desfiladero, como arena de la que el agua se hubiera apenas retirado. Pero el desfiladero revela un hueco más hondo, una hendidura alargada, la entrada de una cueva de la que suben el frescor y las sombras. Una escalera metálica y muy empinada, con barrotes liados con cinta amarilla rugosa, baja hasta el fondo, a treinta metros, hasta un suelo de arena fina y suelta, como arena de playa. Uno está de pronto rodeado de paredes irregulares, que van del rojo al rosa, al crema, con formas caprichosas como esas figuras figuras abstractas, mórbidas y sensuales de los cuadros de Dalí.

         Las paredes son de arenisca, de una consistencia blanda, que con tocarla empieza a deshacerse, y sus cristales se quedan impregnados en los dedos. Estos cañones no se formaron por la acción laminadora de un río, sino que se abrieron en la tierra por la fuerza constante de las lluvias torrenciales de siglos, de milenios. El techo está abierto, y las capas más altas están iluminadas por una luz de una blancura violenta, como nata que coronara las formas retorcidas del helado de crema que sube por las paredes. Hay más escaleras que suben o bajan de una galería a otra, hay pasillos estrechos y bajos y habitaciones anchas y luminosas, hay arcos como de entrada a otra dimensión, juegos de luces y sombras, salientes en las paredes que parecen el rostro de lado de un jefe indio o de una mujer que expone al viento su grácil cuello y su larga melena.

         Por un pasillo muy estrecho, uno asciende hacia la luz y emerge en la superficie como saliendo de un sueño, y la hendidura se hace casi invisible apenas se han dado unos pasos. A sólo unas millas de allí, entrando en Page y siguiendo el curso del río Colorado, hay otra atracción natural, a la que acuden los turistas como en peregrinación, caminando en fila desde la carretera bajo un sol de justicia. Shoehorse Bend, curva de herradura, que es la forma que tienen en inglés para denominar a la espectacular hoz que traza el río Colorado en torno a las rocas de desierto que se levantan trescientos metros sobre las aguas azules del río. Los turistas se acercan al borde de los acantilados buscando fotos de grupo, se exponen en los salientes de las rocas, observan sentados en la roca caliente la distancia inconcebible para el ojo, el limpio espacio vacío en el largo meandro del río.

        A las afueras de la ciudad de Page, uno puede comprobar, en los rostros de la gente, que está en un país distinto de aquel de donde viene. En los pasillos de un Walmart, entre las mesas de un restaurante de comida mexicana, sólo se ven saludables caras indias, morenas, de ojos rasgados. Las cadenas de comida, las tiendas, los colores, las marcas, son los mismos de cualquier ciudad norteamericana, pero la composición de la población es distinta. En un aparcamiento dos hombres corpulentos se bajan de una furgoneta muy alta: vienen con ropa de trabajo, caras muy anchas y morenas, largas trenzas de pelo muy negro hasta mitad de la espalda. Por la carretera 89, rumbo al norte, volvemos a cruzar un puente sobre el río Colorado, dejamos a mano derecha la mancha excéntrica del lago Powell, las tres torres de la Navajo Generation Station, y antes de que caiga la noche ya estamos de nuevo recorriendo el sur de Utah, y otra vez bosques cerrados de pinos, rocas rojas resistentes a una erosión milenaria, moteles solitarios junto a la carretera nevada.

jueves, 3 de marzo de 2016

Monument Valley, idas y venidas entre Utah y Arizona

Es de noche junto al centro de visitantes del Gran Cañón del Colorado. De los edificios bajos de madera sale apenas la débil luz de unos cuantos faroles amarillos. Hay montones de nieve hecha hielo frente a las paredes. A finales de febrero, los días de sol son agradables, no hace mucho frío desde que se fue la luz. La luna llena nos guía por entre las casetas, las tiendas cerradas, la explanada desierta donde paran los autobuses durante el día. Caminamos sin encontrar nuestro aparcamiento cuando una muchacha nos hace un gesto silencioso y nos señala hacia unos maceteros que están sobre los escalones de un camino asfaltado: el flash de la cámara ilumina la mirada ausente de un alce. Es un animal voluminoso, visiblemente más grande que un ciervo, pero con la misma mansedumbre que invitaría casi a tocarlo. Mastica unas hierbas que han crecido junto al sendero, y no se asusta ni de los golpes de luz de las cámaras ni de la presencia cada vez más cercana de las voces que se agrupan enfrente.

         Atravesamos la carretera que bordea el cañón hasta la salida este del parque. A la derecha hay un tupido bosque de pinos, a la izquierda están las estribaciones del mismo bosque, pero de vez en cuando los árboles desaparecen abruptamente y se abre el ancho espacio del cañón, el vértigo de un precipicio demasiado cercano, demasiado claro a la luz de la luna. A la derecha creo distinguir el destello quieto de varios pares de ojos bovinos, y un instante después hay cinco alces cruzando con indolencia la carretera. Atravesamos los bosques cerrados de coníferas de la meseta Coconino, un tramo del bosque nacional Kaibab, y pasamos por encima del Little Colorado River, el de las aguas azul turquesa, justo antes de entrar en tierras de la Navajo Nation Reservation. A la derecha sólo hay montañas como muros negros y cerrados, pero a la izquierda, a la luz solemne de la luna llena, se ve el gran bocado en la tierra de los cañones del río, acantilados irregulares y azules que surgen del vacío como desde el fondo de un mar olvidado.

      Dentro del territorio de las reservas indias hay leyes propias, y sólo es territorio federal el tramo de carretera que las atraviesa. La margen izquierda del río, casi hasta el estado de Nevada, pertenece a distintas tribus: Hualapai, Havasupai, Navajo. Hace un año, pasando por esta misma carretera, había mujeres mayores, con trenzas y rostros muy morenos, vendiendo baratijas en puestos de madera, frente a estos acantilados del Little Colorado River, hermosos y de proporciones que sí abarca la vista. El cruce de carreteras está en Cameron, que es un pueblo triste de casas disgregadas, tienduchas, ranchos pobres con casetas de madera y chapa, carteles enormes de ferias agrícolas. A la derecha se vuelve al sur, a Flagstaff, a la ruta 66, pero nosotros giramos a la izquierda, por la 89 rumbo al norte, hacia el estado de Utah.

         A la altura de Tuba City tomamos la 160, hacia Kayenta, y aunque hay mucha distancia y Tuba City no es más que una ciudad provinciana con sus pequeños centros comerciales y muchas gasolineras, algo debe de llevar allá a los cientos y cientos de coches que se cruzan con el nuestro, en oleadas de ocho o diez, como si las luces del primero fueran guiando al resto del grupo. Es una carretera estrecha y oscura, paralela a una cadena de montañas achatadas, planas como mesas, entre las que hay restos de una reciente nevada. Hasta Kayenta sólo hay a los lados algunos puntos negros que son ranchos de vacas, a juzgar por el olor intenso en el ambiente. En Kayenta están las últimas gasolineras en muchas millas a la redonda, y sólo un poco más arriba, antes de cruzar al estado de Utah, empiezan a emerger de la llanura oscura formas monumentales de piedra, pináculos gigantescos y torres fantasmales. Atravesamos de sur a norte, despacio, a la luz de la luna, con la mirada embobada de quien cree estar dentro de un sueño, Monument Valley Navajo Tribal Park.

         Por la mañana despertamos frente al Mexican Hat, una montaña de piedra roja sobre la que quedó en imposible equilibrio una gran roca con forma de sombrero ancho, al otro lado del río San Juan. El río lleva mucha agua y forma un ancho cañón antes de hacer una larga curva en un pueblecito de pocas casas, de tejados rojos como la tierra, de bares cerrados probablemente desde hace mucho, y donde no se ve a nadie, como en esos pueblos de los westerns donde todo el mundo ha tenido que irse de pronto ante la inminencia de un ataque de indios a caballo. Hay una cafetería cerrada con un cartel en el que se ve la silueta de la roca con el sombrero: Hat Rock Café. Enfrente, junto a una diminuta gasolinera, hay un 7 Eleven, donde descubrimos las primeras y casi únicas presencias humanas. Mientras rellenamos los vasos de cartón con todas las mezclas de esos sucedáneos de café azucarado, la muchacha que atiende el negocio me explica que en el pueblo hay 31 habitantes, pero que ahora, en la temporada de invierno, probablemente no están todos. Es una muchacha navaja, de cara ancha y risueña, coleta india, entrada en carnes, que nos mira con gesto casi divertido, como si fueran pocos los extranjeros que se dejan caer por el pueblo o que le preguntan por su vida: “Aquí se vive muy bien, lo único es que el Walmart más próximo está dos horas hacia el norte. Esto no es como California, aunque yo nunca he estado allí”.

         Y al cruzar otra vez el río se abre ante nosotros, de día y con un cielo despejado y azul de postal de los años 70, la grandiosidad de Monument Valley. Esta estampa es probablemente la más famosa del Oeste americano, la más reproducida en las portadas de las guías de viajes, en los reportajes de revistas de viajes o de cine, en anuncios de coches, en road movies. Desde una cuesta se ve una larga carretera de un gris muy claro, líneas blancas continuas a los lados, cerrando el breve arcén, una débil línea discontinua amarilla en el centro. Campo llano a los lados, caballos parados, tierra parda tapada por matojos secos de desierto, entre el gris y el azulado que refleja desde el cielo despejado, igual que el cielo se refleja en el mar. Y al fondo de la carretera, como levantándose entre ruinas de una civilización perdida, formaciones de roca roja, restos que resistieron a la erosión milenaria, orgullosas como murallas de un castillo, como montañas sagradas. Algunos cerros terminan en puntas afiladas, simétricas, como agujas de iglesias góticas, como el palo mayor de una gigantesca carabela petrificada. Una tras otra, a ambos lados de la carretera, que las sortea en suaves curvas, se van quedando las sobrevivientes de un paisaje rocoso fantasmal, disuelto por la constancia del agua y el viento.


         Más allá de la raya trazada con escuadra que separa los estados de Utah y Arizona, algunos hombres, mujeres y niños recogen basuras de los andenes en bolsas azules. Estamos en territorio de la Nación Navajo, y ellos son los gestores de los servicios de la comunidad. Después se sucede ante nosotros la misma carretera estrecha que atraviesa desiertos cada vez más blancos, más polvorientos, de una claridad irreal, que parece disolver el paisaje, neutralizarlo, hasta que de repente surgen de la llanura tres gigantes extraños, tres torres de una central térmica de carbón, elevando sus columnas de humo blanco a más de doscientos metros del suelo. Es la señal de que hemos llegado a Antelope Canyon.