lunes, 29 de febrero de 2016

El Gran Cañón del Colorado: desde la noche de los tiempos

Hay ciertos lugares en el mundo en los que uno es realmente consciente de su pequeñez, de su valor ínfimo en la creación, por comparación a las proporciones colosales de la naturaleza. El Oeste americano es una sucesión de extensiones inabarcables incluso para el pensamiento, para la domesticada medida europea de las cosas: carreteras rectas y calientes que se extienden durante cientos de millas, paisajes pelados y llanos que se suceden desde la ventanilla del coche como en la secuencia lenta y embotada de un sueño, montañas nevadas vistas desde la lejanía como fortalezas inalcanzables, ríos de anchuras oceánicas que transportan sus aguas a lo largo de varios husos horarios, rocas gigantes de arenisca roja con formas atormentadas, praderas infinitas y extensiones inconcebibles de bosques que palpitan de vida salvaje.

         Pero en ningún lugar del Oeste uno siente más aguda esa sensación de la propia insignificancia, de revelación de las dimensiones del espacio y el tiempo del planeta, que ante el Gran Cañón del Colorado. Porque en nuestra memoria el Gran Cañón es probablemente una sucesión de estampas rojas e impactantes que se repiten en los libros escolares, fotografías tomadas desde el lecho del río que tratan de explicar procesos geológicos, imágenes aéreas expuestas durante unos segundos en la trama rápida de una película o un documental de sobremesa. Y plantarse frente al tajo monumental del río Colorado es algo más que asegurarse de la existencia de ese lugar remoto y casi mítico que estaba detenido en la imaginación infantil: es cobrar conciencia de lo poco que pintamos aquí.

         Llegamos a los límites del Grand Canyon National Park por la orilla sur (South Rim), que es la que está abierta todo el año y la que acoge a la mayor parte de los cinco millones de personas que visitan anualmente el parque. Antes de cruzar la caseta de entrada está Tusayan, un pequeño pueblo con hoteles y supermercados y gasolineras justo donde acaban las planicies peladas y empiezan los bosques de pinos y enebros. Hay grandes aparcamientos y senderos de alquitrán bien acondicionados en torno al centro de visitantes, autobuses que descargan a decenas de japoneses jubilados, familias en excursión de fin de semana, cafeterías y tiendas de alquiler de bicicletas con la nieve amontonada a un lado de la puerta. Los árboles tapan la visión en el breve espacio que lleva hasta el borde, y sólo cuando uno está a unos metros del precipicio descubre la inmensidad del espacio abierto enfrente.

Mather Point es seguramente el primer punto desde el que contemplan el Gran Cañón la mayoría de los turistas. A un lado y a otro hay miradores con cortas vallas protectoras, siguiendo el trazado caprichoso de la orilla. Los miradores sobre las rocas que se meten dentro del vacío están llenos de turistas que se toman fotografías en todas las posturas y combinaciones. Algunos saltan la inocente valla y buscan su foto un par de metros más allá, junto a un árbol que crece ladeado en el mismo precipicio, sobre una roca redonda que lleva varios miles de años acabando de caer. Hay una confusión babélica de idiomas y colores en las voces suaves que no dejan de sonar ni frente a las cámaras. Algunos niños corretean por el sendero asfaltado, persiguen ardillas, se sientan en las rocas pulidas de un pequeño anfiteatro dispuesto para la contemplación, observan con la misma maravillada estupefacción que tienen las caras de los adultos.

         Porque lo que hay enfrente excede de toda medida. Ni siquiera nuestros ojos desentrenados son capaces de creerse lo que tienen delante. Desde aquí se ve el largo perfil de la orilla norte (North Rim), sin principio ni fin, y la sucesión en cascada de las líneas geológicas, negras, blancas, rojas, amarillas, de los cañones sinuosos que se multiplican en todas direcciones, en la anchura inabarcable y neblinosa. Hay rocas que pueden distinguirse con claridad, que parecen tan cercanas que pudieran tocarse, tan palpables como formas cubistas, y otras que apenas son contornos difuminados en el segundo plano de un cuadro religioso renacentista. Lo que parece mentira es que entre esta orilla y la que vemos enfrente haya 16 kilómetros de vacío. Para el ojo humano es más fácil acomodarse al plano de una fotografía que imaginar la verdadera dimensión del espacio que se abre delante.

         Entre el centro de visitantes y el pueblo, que sencillamente se llama Village, hay un trail accesible de poco más de tres kilómetros, que va siguiendo los recovecos y curvas de la orilla, mostrando distintos ángulos de la red de cañones y cerros rojos. Justo en medio está Yavapai Point, un edificio con anchos ventanales colocado sobre un saliente, que es el Museo Geológico, y donde da más vértigo leer datos que asomarse al vacío: el río Colorado talló este cañón hace 5 o 6 millones de años, pero los vestigios y fósiles de mares antiguos y desiertos cuentan una historia geológica de 1800 millones de años. Por la carretera interior, con hoteles, tiendas, mercados y hasta una estación de tren que se inauguró en 1901, se mueven los vehículos particulares y también los autobuses gratuitos del parque, que van parando en muchos miradores hasta once kilómetros más allá, en Hermits Rest.

Nos bajamos al final del pueblo, donde empieza la ruta Bright Angel. Los senderistas caminan despacio por el camino cubierto de nieve y hielo que desciende las laderas, armados con bastones y equipos de supervivencia. Hay un pequeño museo, el Kolb Studio, donde una amplia exposición de objetos y fotografías relata el empeño exitoso de los hermanos Kolb por fotografiar y filmar el Gran Cañón en los primeros años del siglo XX. En 1902 instalaron un estudio fotográfico precario en una cueva en esta orilla, y acabaron construyendo un edificio de tres pisos, desde el que salían a explorar cargados con sus enormes cámaras arcaicas, recorriendo fatigosamente las laderas escarpadas a lomos de una mula, sorteando los rápidos del río Colorado con un pequeño bote lleno de pertrechos pesados.

De vuelta nos reencontramos con un viajero español de acentos cruzados con quien conversamos más temprano. Dejó por un tiempo su trabajo de profesor de instituto en España para recorrer los Estados Unidos documentando los lugares del Sur donde la lucha racial aún no ha acabado. Viniendo de Alabama a California, había que salvar estas extensiones colosales siguiendo las rutas de los antiguos pioneros y colonos. Es curioso venir a coincidir en un punto, mirando el horizonte colorido del cañón, con la historia de alguien con quien no sólo se comparten edad exacta y profesión, sino algunos intereses peregrinos sobre Europa y América, la elección azarosa del momento en que hay que detenerse para contar lo que uno ve, incluso la ausencia de escrúpulo para dormir en los coches.

El sendero va por la orilla pero es parte del bosque de pinos que llega hasta el mismo precipicio. Nos encontramos con un grupo de ciervos que no desconfían de las personas, ardillas de cola blanca que buscan restos de alimento alrededor del pueblo. Desde algunos puntos se puede, con la ayuda de una indicación en forma de tubo de metal, divisar el agua del río, que sigue horadando el cañón a más de un kilómetro bajo nuestros pies. Está atardeciendo y los cañones y desfiladeros de la otra orilla se vuelven de un rojo intenso, bañados de la última luz del sol que se empieza a esconder detrás de los pinos. Aún hay pequeños grupos de paseantes avanzando en las dos direcciones.


Cuando llegamos a Mather Point ha oscurecido del todo. Pero la luna llena otorga al aire espacioso del cañón una luminosidad de una calidad muy parecida a la neblina que lo ocupa de día. Ya no hay nadie, ya no hay voces extasiadas de turistas, no está el cuchicheo constante de las cámaras fotográficas. Hay un silencio denso que se sobrepone al fresco que cayó como un telón en cuanto se puso el sol. Apoyados en la barandilla que separa la orilla del abismo, con la penumbra rota por la luna, pensamos en cómo verían este paisaje milenario y aparentemente estéril los primeros exploradores españoles que llegaron aquí en 1540 guiados por tribus hopis. Cómo lo verían los navajos, los paiute, los havasupai que llegaron antes que ellos, los indios pueblo que se asentaron en las orillas del río y almacenaron grano en las cuevas excavadas en las paredes. O los que vinieron varios miles de años antes, herederos de los que habían sobrevivido a los fríos de las rutas asiáticas, y se dedicaron a la caza de enormes criaturas que después desaparecieron, y que dormían refugiados en tiendas hechas con palos de madera. Cuántas lunas como ésta verían, en este mismo silencio; la misma luna y el mismo silencio que ya estaban ahí millones de años antes, cuando el río había comenzado su lenta tarea de socavar la piedra, pero aún no existían unos ojos pequeños y penetrantes capaces de ver el paisaje, unas palabras capaces de contarlo.

Grand Canyon photos, National Geographic

viernes, 26 de febrero de 2016

Sedona, sobre la delgada línea de la realidad

Abrimos los ojos y frente a nosotros está Bell Rock. Está amaneciendo y la mole de piedra anaranjada parece fosforescer con los primeros rayos oblicuos. Estamos en Oak Creek, a las afueras de Sedona, llegando desde el sur. Hace un frío helador pero ya hay algunos caminantes tempraneros por los senderos que conducen a la roca. Bell Rock es una de las muchas formaciones de arenisca que han resistido a la erosión de millones de años en los alrededores de Sedona, como en casi todo el estado de Arizona, en la larga cuenca del río Colorado. Es una bella mole roja con forma de campana, rodeada de pinos y cactus y enebros que contrastan con la aridez rocosa de sus paredes, rodeada de más cerros rojos, del valle verde del Bosque Nacional Coconino.


         Pero la gente no viene a Bell Rock o a Sedona sólo por la áspera belleza del paisaje. El área de Sedona es conocida por sus campos electromagnéticos, y las visitas tienen por lo general una finalidad eminentemente espiritual. Este territorio recóndito estuvo habitado sucesivamente por tribus sinaguas, yavapais y apaches. Los nativos lo consideraban un lugar sagrado, una puerta a otras dimensiones de la realidad. Existen cuatro puntos principales de los que irradia la energía, cuatro vórtices adonde sube desde la superficie de la tierra algo que no es exactamente magnetismo, pero que es capaz de sentirse al contacto con la energía propia de los seres vivos. Los enebros, que suelen tener sus troncos y ramas retorcidas, presentan formas atormentadas de espiral cuanto más cerca se encuentran de los vórtices de energía.

         En los alrededores de Sedona hay centros de meditación variados, clínicas espirituales, pequeñas iglesias de todas las confesiones posibles. Muy cerca de Bell Rock construyeron en los años 50 una capilla católica de crudo cemento que está incrustada en medio de un cerro rojo y es sobre todo un monumento al mal gusto. Por aquellos años llegó a Sedona el pintor surrealista alemán Max Ernst. Había huido de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, se había casado en los Estados Unidos por tercera vez, había vuelto a Francia al acabar la guerra, y en los 50 llegó nuevamente a los Estados Unidos con su cuarta esposa, la pintora y escritora Dorothea Tanning. En un viaje en coche de Nueva York a California, la pareja de artistas cruzó por Sedona, y Max Ernst identificó en las formaciones de arenisca algunos de los paisajes que había soñado e incluso pintado previamente, que le habían inspirado imágenes sobre la destrucción de las ciudades europeas durante la guerra. Decidieron quedarse a vivir en el mágico enclave de Sedona.


         Después llegaron decenas de artistas new age, escritores, pintores, visionarios, músicos, sanadores, que se establecieron en el pueblo o pasaron largas temporadas de crecimiento espiritual. También desde los años 50 Sedona se convirtió en un lugar predilecto para las producciones cinematográficas. Se rodaron en este entorno más de sesenta westerns, y durante dos décadas pasearon por aquí todas las estrellas de Hollywood. Algunas de ellas tienen estatuas de bronce en la avenida principal del pueblo, entre cafés elegantes con barras largas de madera y sillas altas al estilo del viejo Oeste y casetas de agencias que ofrecen desde excursiones en jeeps rosas hasta paseos en helicóptero.

         Las coloridas cafeterías ofrecen un caro pero necesario complemento al alimento espiritual que uno ha recibido en Cathedral Rock o Bell Rock. El ambiente del pueblo es muy tranquilo, y casi desde cualquier punto pueden observarse las caprichosas formaciones rojizas. Otro de los cuatro vórtices de energía está en el aeropuerto. El aeropuerto es una breve explanada en lo alto de un cerro con unas vistas panorámicas espectaculares: contra un fondo monumental de piedras rojas, el trazado de las calles de Sedona queda difuminado por la abundancia de árboles entre las casas, como si no se hubiera apenas modificado la naturaleza boscosa del valle. Le damos la vuelta completa al cerro en más de una hora, quizá dos. En ciertos lugares hay gente haciendo yoga, estirando los brazos contra la luz limpia del paisaje de película. Los que caminan por los senderos rojos, entre enebros torcidos y cactus, son por lo general de una edad avanzada, y cuando preguntamos por el final, algunos nos dicen que hacen el recorrido casi cada día.

         Yo no sé si la energía de la tierra se siente como un calambre de electricidad o como un lento flujo de frecuencias magnéticas. Ni siquiera sé si siento algo extraordinario cuando miro el paisaje fascinante desde arriba del cerro, desde el centro del vórtice que irradia energía, aquí del lado masculino, allí del femenino, allá del equilibrio. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, pienso por un momento, mientras veo que empiezo a almacenar piedras rojas en el coche para repartir poco a poco las buenas vibraciones a aquel lado del mundo y a éste. Total, no cuesta nada, como no le cuesta nada al creyente creer en dimensiones ajenas, en mundos paralelos o en vidas anteriores.


         Hacia el norte de Sedona el bosque Coconino se convierte en un denso pinar con carreteras en cuesta y con muchas curvas, caminos paralelos a un río de aguas abundantes, hotelitos y lugares de acampada familiar, lagos de montaña y, por primera vez en mucho tiempo, evidencias de nieve en los recodos umbríos. Al pasar Flagstaff los bosques de pinos tienen ya un manto blanco que hace más profundo el silencio del campo. En la radio del coche sólo se sintonizan emisoras con música country. En una hora habremos llegado al vértigo prodigioso del Gran Cañón del Colorado.


lunes, 22 de febrero de 2016

Baja California de Sur a Norte (III): camino a la frontera.

La carretera es recta y estrecha y avanza paralela al océano Pacífico. En medio del paisaje de arenas calcinadas nos saca de la monotonía un camión que se nos cruza de frente, circulando muy deprisa. Justo al enfrentarnos se le desprende un trozo de madera que viene a impactar contra el cristal sin más efecto que un ruido violento y seco, y se lleva volando el limpiaparabrisas hacia algún lugar olvidado del desierto. En el siguiente retén saludamos a los soldados con familiaridad, nos registran someramente mientras les hablamos del susto del impacto, uno se acerca con una hoja pegada a una tablilla y, en vez de solicitar la documentación, me pide que le escriba mi nombre en una celdilla, bajo el de diez o doce conductores que pasaron durante el día.

         Después vienen varias horas en que la carretera 1 se aleja de la costa y atraviesa el centro de la península de Baja California como una espina dorsal. Hay muchos baches, leves montañas pardas a los dos lados, llanuras grises de ramas secas de hierbas bajas, pedrizas esculpidas por vientos milenarios, muchos cactus y saguaros. Los saguaros parecen plantas de mentira, decorados artificiales de una película del Oeste, figuras de juguete entre las que corren y se esconden los pistoleros de plástico a caballo que movían nuestras manos infantiles. Pero los de verdad, los de los desiertos de Sonora que abren documentales de naturaleza extrema y éstos más retirados aún de la Baja California, son árboles altos y robustos, de más de diez metros, erizados de racimos de espinas largas y duras, abiertos como flores.

         Pasamos por algún cruce con cuatro casas y un cartel escrito a mano, apoyado en el suelo contra una señal, con la solución a uno de los principales problemas que uno pueda afrontar en el desierto: Gasolina. Las señales viales marcan nombres que parecen estaciones religiosas de una procesión para niños: El Salvador, Rosarito, Santa Rosaliíta. A la hora de la sobremesa nos paramos a comer en una casa solitaria junto a la carretera, que se anuncia con terneza desde un kilómetro antes: San Ignacito, Café de grano.


Enfrente hay algunos árboles polvorientos y palmeras, y a la pared le dan color las pinturas de marcas comerciales. Hay un cartel antiguo en el que se cuentan las penalidades que sufrieron los hombres que hicieron esta carretera hace un siglo. Frente a una valla de madera como de entrada a un fuerte del Oeste, un cartel en el suelo desafía con colores chillones a la gramática: Restaurant San Ignacito, Bienvenidos a tu casa. En la puerta cristalera un letrero medio caído anuncia con letras grandes: Open. El restaurante es efectivamente una casa: hay un portal techado, con algunas mesas de madera y hules con mapas, donde se atiende a los improbables clientes, y el resto de la construcción es la propia casa del dueño. Las ventanas de la casa están abiertas, y entre las cortinas color crema y los muebles modestos del salón de estar brilla el fogonazo de la televisión con una película americana romanticona. Las paredes están atestadas de fotografías y objetos que forman una extraña miscelánea: un óleo de una mujer joven que también aparece en las fotos, un tablón con billetes antiguos de dólares y de pesos mexicanos, vitrinas con caracolas y piedras raras, fotografías familiares enmarcadas o pegadas con cinta a los cristales, pegatinas con mensajes políticos.

 Al final del portal interior con las mesas está la cocina de butano, varias neveras con bebidas, una pizarrita con nombres de clientes y cantidades que dejaron a deber. Por un desván salta un gato siamés, hay perritos que entran y salen por la puerta de atrás. Fuera está el runrún del motor de gasolina, y bajo unos toldos precarios hay una pequeña granja con cabras y gallinas, y un jabalí que bufa al sol. El dueño nos prepara la comida en poco rato: huevos rancheros, machaca, carne deshebrada, queso fresco, café con sabor a café. El pueblo más cercano está a unos diez kilómetros, y cuando le preguntamos cómo es de grande San Ignacito nos dice con naturalidad: “Pues San Ignacito es esto nomás, mi casa”.

Salimos del restaurante cuando ya se ha puesto el sol, y en algún lugar de la carretera vemos una indicación de que hay unas pinturas rupestres cerca. Cogemos linternas y salimos a explorar. Las pinturas están en una estrecha cueva que sería un refugio en lo alto de un cerro, pero parece que se mezclan sin orden trazos centenarios de culturas indias y otros más modernos de vándalos ocasionales. Lo hermoso es el camino, un sendero de arena fina marcado por cactus y piedras grises que forman pequeños montículos, y la silueta imponente de los saguaros, gigantes oscuros como guardianes de la noche. Sin más luz que la de las estrellas, es una delicia seguir el dedo que señala la asombrosa nitidez de las constelaciones: aquí el Can Mayor, allí el Arquero, más allá la Osa Menor.

Despertamos muy cerca de San Quintín, a pocos kilómetros del mar, en algo muy parecido al jardín del Edén. El hotel es una enorme extensión de huertos y jardines entre los que se integran las habitaciones. Un largo pasillo de palmeras muy altas, naranjos a rebosar de frutas maduras, mandarinos, pomelos, guayabos. Surcos de hortalizas, caña de azúcar, piñas, cientos de macetas con flores de todos los colores y formas, una casa de madera que cuelga de un árbol. El desayuno se alarga en una de las terrazas en medio del vergel: uno no quisiera tener que salir de un espacio tan amable, uno quisiera quedarse y poder recibir los asuntos del mundo comiendo mandarinas en uno de estos bancos de madera, bajo la sombra tibia de las palmeras.


Pero más adelante están las estribaciones del desierto y el camino a la frontera. A la salida de San Quintín hay campos de nopales, fincas valladas con cartones, pueblos precarios con carteles caídos, muchos colores en los rótulos hechos a mano. En una gasolinera jugamos al balón con un niño con churretes que se ríe de mí cuando le pregunto que por qué no está en la  escuela. Y después llegan otra vez las curvas montañosas, los fértiles valles del norte, los viñedos limpios después de la poda, vacas que cruzan la carretera, los letreros paternalistas: Despacio, No maneje cansado, No deje piedras en el pavimento.

         En el puerto de Ensenada nos damos el último homenaje en forma de mariscada: langosta, ostras, ostiones, mejillones que llegan desde muy cerca. Y al acercarse a los Estados Unidos está la pesadilla perpetua de la fila en la frontera. Es el final de un fin de semana largo, y la policía de Tijuana anda cortando todos los accesos a la línea. Con más picardía que respeto estricto a las normas, conseguimos engancharnos en la línea de coches que tratan de cruzar la frontera, adonde llegamos casi cuatro horas más tarde.


Son horas de entretenimiento mexicano, por las que pasan vendedores de objetos improbables. Un hombre lleva figuras de Cristo cargando una cruz de más de un metro, y en el otro brazo bolsos escolares de Peppa Pig. Venden cuadros religiosos y pulseras y muñecas y churros con canela y cobijas gruesas para inviernos de verdad. Algunos vendedores son graciosos, embaucadores, y entre medias se cruzan locos inofensivos que recogen basura o reparten periódicos atrasados. Cualquier cosa que uno necesite, la puede encontrar en la frontera. Es más, no hay ni siquiera que pedirla en voz alta, basta con desearla: un hombre se planta de repente frente al coche y nos repone el limpiaparabrisas perdido en medio del desierto. Siempre que uno entra a los Estados Unidos desde México hay una sensación encontrada de alivio civilizado y de huida insensata de las maravillas de la realidad.

viernes, 19 de febrero de 2016

Baja California de Sur a Norte: flotando entre ballenas grises (II)

Amanece en Guerrero Negro, es una mañana de luz blanca y cielos cargados, con un aire como de electricidad en el ambiente. Salimos de la anestesia con el primer café, con la memoria aún tintineando en la abrupta carretera nocturna que corta el desierto. Cuando llega la camioneta que nos llevará a la laguna empiezan a desperezarse las sonrisas de ilusión infantil: hemos llegado tan lejos para ver ballenas.

         Guerrero Negro está dentro del municipio de Mulegé, y es la ciudad más al norte del estado de Baja California Sur, justo al otro lado del paralelo que lo separa de Baja California. El nombre del pueblo tiene un origen entre romántico y trivial: en el siglo XIX encalló en sus costas un ballenero gringo que se llamaba Black Warrior, y la traducción directa dio nombre a la laguna y luego al poblado que creció en la orilla. El pueblo y la comarca crecieron en la segunda mitad del siglo XX en torno a una salina, en las lagunas de Guerrero Negro y Ojo de Liebre, que exporta siete millones de toneladas de sal al año y es la salina más grande del mundo. Por lo demás, es un pueblito de casas bajas y disgregadas, puestos de tacos y pescado, letreros de tablones pintados a mano.
         Atravesamos un largo camino entre las dunas, con salinas a ambos lados, en un domingo en que sólo se mueven por allí las camionetas con turistas y obreros en trabajos de mantenimiento. Los guías dan explicaciones sobre volúmenes, pesos, hábitos de las ballenas, en español y en inglés. La laguna Ojo de Liebre es una albufera enorme de aguas salinas y cálidas, de casi 50 kilómetros de largo, con poca profundidad, adonde las ballenas grises vienen cada año a aparearse, dar a luz a sus crías y pasar el invierno. En este entorno que es Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO parecen coexistir en pacífica armonía la agitación industrial de la sal y el santuario de vida salvaje que bulle en sus aguas.

         La ballena gris es un mamífero de dimensiones descomunales: pueden medir hasta 15 metros y pesar 20 toneladas. Protagonizan la mayor migración del planeta, pues cada año se desplazan desde las costas de Alaska, en el mar de Bering, hasta estas bahías mexicanas. Aún llegan más abajo, en otros dos puntos de Baja California Sur: laguna San Ignacio y bahía Magdalena. Los humanos, que a punto estuvieron de exterminar la especie hace un siglo, hoy hacen su particular migración hasta estos parajes dejados de Dios para observarlas de cerca y hacer reverencia a sus costumbres pacíficas.

         Nos colocamos el chaleco salvavidas y saltamos a la barca azul turquesa como intrépidos grumetes. El capitán es un hombre rubio con la piel de la cara muy morena y ojos de un profundo verdemar. Acelera el motor para adentrarnos en la laguna, y al principio nuestra inadaptación al medio nos hace desconfiar de cada sacudida contra las débiles olas. La mañana sigue gris, y avanzamos por las aguas tranquilas paralelos a una estrecha playa blanca de la que enseguida surgen extensiones de dunas como de desierto africano. Rodeamos una plataforma metálica y gastada por el óxido sobre la que descansa en una paz inmóvil una pequeña colonia de lobos marinos. Al ruido del motor, el macho guardián alza la cabeza y después el cuerpo, amenazante, y las hembras gritan y se arraciman antes de volver a su pachorra contemplativa.

         En la playa blanca, al borde de la lisa pendiente en que cae la duna, aparece un punto de un pardo suave. La barca se acerca y nos saluda con tierna curiosidad una cría solitaria de león marino. Las primeras ballenas las vemos desde lejos, asomando apenas el lomo sobre la recta de las aguas tranquilas. Hay un par de barcas como la nuestra dando vueltas alrededor, y algunas otras en la lejanía marítima de la albufera. De pronto una multitud de ballenas empieza a hervir en la superficie: asomando una aleta, restallando la cola contra el agua, enseñando la boca. Conforme van acercándose, a uno lo asalta una inquietud temerosa: el mar es un medio inseguro para quien no lo conoce, y los bichos parecen demasiado grandes cuando han salido del cuadro de una fotografía o de la pantalla de televisión.

         Hay una extraña emoción pueril al contemplar a la primera ballena que salta fuera del agua. Es un salto vertical y muy rápido que desafía los reflejos del fotógrafo. Aparece la cabeza con la larga boca entreabierta, y el enorme cuerpo se deja caer pesadamente de lado. A lo lejos, se ven los chorros discontinuos, como fuentes artificiales, de las ballenas que espiran a ras de agua.

         Y llega el momento en que se arriman a la barca. Las ballenas grises son animales mansos y muy curiosos, y se acercan a la barca con la inocencia con que acudiría un perro a olfatear a un desconocido. Impresiona ver deslizarse con ligereza ese cuerpo orondo, como de bestia prehistórica, bajo la barca: uno no puede dejar de pensar que bastaría un leve aletazo para volcarla. Y sin embargo el animal estudia el terreno, viene mansamente, y asoma con naturalidad la cabeza frente a la borda, hasta la altura de nuestros brazos. Vienen una madre y una cría. Chocan sus hocicos, se escurren por debajo, aparecen a un lado y a otro de la barca, el ojo de cíclope nos mira curioso, su respiración tan cercana nos baña con una amable llovizna.

         Las alargadas cabezas, y también el resto del cuerpo, están repletos de manchas blancas y de costras amarillentas de percebes y rémoras. Las dos ballenas, madre e hija, extienden una y otra vez sus hocicos hacia la borda, hacia los brazos igual de inocentes que ahora las acarician con la delicadeza de un niño que recién ha conocido a su nueva mascota. A la primera mano que se desliza sobre la piel de la ballena le sigue una voz tan emocionada como exacta: “¡Es como tocar una berenjena!”.

         Al tacto liso y blando de la cara de las ballenas le sucede una familiaridad inmediata. Como cuando uno acaricia el cuello de un caballo, existe un reconocimiento intuitivo entre dos especies que las hace confiar al momento una en la otra. La cría tiene una cicatriz en la cara, y cada individuo tiene marcas que las hacen diferentes y reconocibles a ojos del barquero que las visita cada día. Pero hay cientos, miles, repartidas en las aguas cálidas del mar interior de la laguna. Dos barcas más se acercan y las ballenas se dejan llevar por la novedad: se van con el primero que aparece. Pero la magia no se desvanece, porque se ha creado un hilo de complicidad que va más allá del contacto físico.

         En el camino de vuelta llegamos a una enorme mole de hierro detenida en medio de la albufera: es uno de los remolques que utiliza la compañía salinera para sacar la sal de la laguna. En los huecos bajos del oxidado gigante descansan algunos lobos marinos. Mientras observamos a un águila que cuida su nido construido sobre un pilote de hierro sobre el agua, nos cruza un barco que arrastra uno de esos remolques, cargado con una montaña de sal, que destella contra el cielo que a estas horas del mediodía ha vuelto a ser azul. Toda la sal navega en estos arrastres hasta la isla Cedros, que está en medio del mar abierto, frente a la península seca que cierra la laguna Ojo de Liebre, para distribuirse desde allí a los Estados Unidos, a Canadá, a Nueva Zelanda y a las costas asiáticas.


         Saliendo de Guerrero Negro volvemos a retrasar la hora. Volvemos a los retenes del ejército, con pobres soldados abrasados en chozas de cáñamo, que registran nuestros coches con cortesía y buen humor. Volvemos al bello paisaje de cactus y saguaros y yucas, a una carretera recta e interminable, sin arcenes, que de día y en dirección norte parece tener menos agujeros. Seguimos casi hipnotizados la línea continua amarilla, atravesamos las mismas vaguadas enlodadas y temibles como agujeros negros, atravesamos una luz parda y condensada de desierto. La carretera se aleja poco a poco de la línea del mar. La excitación por el contacto con las ballenas desplaza las emociones hacia un tiempo indefinido: ha podido ser hoy, o pudo ser en otro tiempo remoto. En el lento camino al norte la velocidad de las cosas comenzará a ajustarse.

sábado, 13 de febrero de 2016

Baja California de Norte a Sur: viaje al fin de la noche (I)

Viajar por el interior de Baja California es sumergirse hacia las profundidades de un espacio y un tiempo que suceden a otro ritmo, más cadencioso, más pausado, más acorde a los ritmos lentos de la naturaleza. Uno escucha Baja California o Sonora o Sinaloa, e imagina desiertos lejanísimos, montañas de dunas a las que se asomarían desde costas escarpadas los trastornados navegantes españoles, sin atreverse siquiera a desembarcar para explorar. Uno imagina extensiones de saguaros, cactus y piedras gigantes por donde se mueven cascabeleando serpientes abrasadas. Uno imagina una carretera que en algún momento pasará a ser de tierra, de arena blanca, de puro polvo, y que conduce sin remedio hasta el fin del mundo. Pues bien, todo eso es la península de Baja California, y mucho más que eso.

    En Tijuana, que es una ciudad de aluvión, caótica e inacabable, llega en desorden continuo la resaca migratoria de media América Latina. Los que rebotaron en la valla fronteriza que separa el paraíso del infierno, se instalan y proliferan en las barriadas de casas bajas que se extienden como tentáculos hacia todos lados. No hay sensación de pobreza donde hay vida y esperanza, donde hay un movimiento perpetuo, donde hay sitio para el desenfreno y para el retiro en playas de hoteles tranquilos. Entre Tijuana y Rosarito están esas playas anchas de aguas frías, hoteles sin ruido y trato cercano en donde uno entiende que se retiren del mundo tantos jubilados norteamericanos, sujetos a sus rutinas de langosta fresca a precio de saldo y paseos al aire libre.

         De noche es mejor conducir por la carretera de peaje, de cuota, sin el estorbo de los cruces en pueblos de mar, pero también sin el estímulo diurno de deslizarse perezosamente sobre un paisaje seco y rocoso, de apariencia marroquí, entre los cerros y el agua. También el propio idioma viaja y crece con uno en el trayecto, asimilando con rapidez giros lingüísticos inesperados o tiernos: Obedezca las señales, Principia tramo en reparación, No maneje cansado.

         A Ensenada se llega en apenas dos horas desde la frontera. Es una ciudad con tanta vida como Tijuana, pero donde el tiempo ya ha perdido unos puntos de aceleración. Incluso en invierno acoge un turismo familiar y nacional, como tantas ciudades medianas en la costa mediterránea española. Es una ciudad de avenidas kilométricas llenas de puestos de comida, de pequeños restaurantes con carteles de colores pintados a mano. Es difícil no saltarse varios semáforos hasta que se comprende que las líneas del suelo están borrosas o no existen. El genio del idioma trabaja rápido al paso: Birriería de res, Maderería, Llantera, Elotes y cocos locos, Tacos sicodélicos.

         La primera parada en nuestra aventura está más al sur, más hacia las profundidades de la noche. Al sur de Ensenada recorremos una carretera sin arcenes, sin más luces que las verdes de las gasolineras Pemex, o las débiles bombillas amarillas de las tiendas de abarrotes. De la carretera principal sale otra donde ya las luces son los faros de los coches, sin marcas viales, y de ahí un camino de tierra con agua de mar a los dos lados. En realidad hay una gran ensenada frente a la ciudad de Ensenada, una gran bahía de aguas tranquilas sobre las que cruza una lengua de arena, una manga de tierra con complejos de casas de alquiler, de residencias de verano frente al océano.

         El tiempo se ha ralentizado otro punto. Los focos iluminan un casucho de maderas con el letrero Security-Seguridad. El camino avanza, y unos metros más allá emergen de la nada dos torres, que son como la entrada a una fortaleza. Un hombre de oscuro sale de una caseta, como el alcaide del castillo, y tirando de una soga levanta la barrera que nos deja el paso franco. Al rato aparece el propietario, que probablemente se había olvidado de nosotros y desprende un simpático aire de bebedor de tequila reciente. Enciende el fuego en las habitaciones, y después de la cena y el vino y las redes de las conversaciones el tiempo parece detenerse otro punto. Desde las terrazas se oye el oleaje furioso del mar. Viene un viento fresco que agita las palmeras, y uno piensa seriamente en el sano ejercicio que sería retirarse una temporada en la calidez de un lugar como éste.

         A la mañana siguiente el mar está tranquilo, el café sabroso, luminosas las conchas y las flores que crecen en las dunas. Para llegar a La Bufadora hay que recorrer una estrecha carretera que serpentea por las alturas de una pequeña península que cierra la bahía. La Bufadora es un gran reclamo turístico, que en esta mañana de luz azul congrega a cientos de personas, mexicanos y gringos y de más allá. Carteles con banderas de muchos países saludan en muchos idiomas al visitante. Una larga calle de mercadillo en la que se vende de todo lo imaginable, desde churros y ponchos a tallas de madera y sombreros. En un puesto los niños pueden pasar siete minutos junto a una leona joven por unos pesos. Tatuajes de henna, tostilocos, puestos de piña colada, botijos, hamacas, sombreros rancheros, retratos de Pancho Villa, están revueltos entre el humo de los restaurantes de pescado fresco que ofrecen almejas y ostiones a los viandantes.

         Un muchacho vestido de indio con penacho de plumas toca una flauta y un pequeño tambor al mismo tiempo que agita los cascabeles que cuelgan de sus piernas. Grupos discretos de mariachis se pasean por los restaurantes cantando corridos, contra los ventanales desde los que se ve el mar agitado. La Bufadora está al final de todo, entre los farallones, una atracción casi domesticada que se puede observar desde miradores de varias alturas. Es una especie de géiser marino, el resultado del choque de las olas contra una cueva entre los acantilados. El agua sube violentamente a cada golpe de las olas, después de un ruido que es como un bufido de bestia, y que se acompaña de los gritos de los visitantes que corren para no mojarse enteros.

         Al salir del pueblo empieza el viaje alucinado hacia el sur. Un hombre está parado junto a la carretera con un burro al que ha pintado rayas de cebra, y sobre el que ha colocado como jinete a un perrito con sombrero. Dos señoras esperan a los coches que frenan en un resalto para dar por dinero una bendición. En lo alto de un monte unas piedras blancas crean un mensaje gigante con una frase de la Carta de San Pablo a los Romanos, y dos colinas más allá el mensaje ¡Cristo salva! Hay peatones que caminan por la carretera montuosa y sin pueblos.

         En Maneadero, que es una calle alargada con llanteras y puestos de comida, nos detenemos a cambiar una bombilla al coche. Bajo un cartel rutilante de Autoeléctrico, buscamos al dueño de una choza de paredes negras y mugrosas. Entre ruedas y plásticos aparece un hombrecillo con mostacho que nos aclara el equívoco: “Pues aquí no es, pues. El bato nomás puso el cartel y nunca volvió”. Y nos señala con las uñas en el polvo del suelo la ubicación exacta del taller que buscamos.

         A la vuelta de la esquina aparece el taller, que es una choza aún más pequeña, con un foso en el que se reparten latas vacías de cerveza y cajas de piezas de mecánico. Otro hombrecillo con mostacho aparece por algún lugar, masticando y con las manos mugrientas, y con mucha paciencia desarma la bombilla y nos confirma que está fundida. Con otro hombre que pasaba por allí vamos a una tienda del pueblo a comprar una nueva, y además del arreglo nos llevamos del pueblo algunas historias de supervivencia que nos cuenta por el camino.

         Hay después pueblos pequeños y prósperos de viñedos, de trigos y de campos de nopales. Hay pueblos polvorientos que son un cruce de calles en los que los coches entran y salen como en una ciudad egipcia, y que en la luz turbia del atardecer parecen más literarios que reales. Hay una zona de curvas y densas nieblas perpetuas en cuanto se hace oscuro. Y después hay retenes del ejército, con jóvenes de uniformes claros con metralletas y mucho sueño que dan paso como si saludaran a un fantasma. Y cuanto más al sur, más parece detenerse el paso del tiempo, más inacabable la carretera, cuya consistencia parece desmoronarse con el paso de las horas y los kilómetros.



En muchas horas de desierto no hay señal de vida ni señal de radio ni otra luz que la de las estrellas que refulgen como en el principio de los tiempos. Hay baches y agujeros espantosos en el pavimento, uno detrás de otro, que seguramente han ido creciendo durante décadas, con paciencia mineral, en medio de aquellos desiertos. Y también vados cubiertos de tierra que alguna vez fue barro en alguna lluvia lejana. Y después de muchas horas de calmosa travesía por el desierto, unas señales nos advierten de que hemos llegado al Paralelo 28, el límite entre los estados de Baja California y Baja California Sur. El tiempo, que pareció estancarse, ha ido sin embargo más rápido que nosotros: ya es el día siguiente, y además al cruzar el límite entre estados el reloj avanza una hora. No sabemos si acaba o empieza el viaje al fin de la noche.