viernes, 30 de diciembre de 2016

Un año aprendiendo a caminar

Cuando aprendemos de nuevo a caminar advertimos algo que nunca deberíamos haber olvidado: todos los caminos son variaciones del mismo camino. Por los desfiladeros sinuosos del Gran Cañón del Colorado, por selvas y playas mexicanas, por el trazado de sudorosa espiritualidad que lleva desde los Pirineos franceses hasta Santiago de Compostela, por la desolada precariedad de los caminos rurales de mi lugar en La Mancha, este año lo más valioso que he aprendido es a caminar.

Con la conciencia de que andaba y ando por un mismo camino, largo y desigual, intenso y a veces lento, medible con la sana medida de nuestros pasos ligeros. Me despedí al final de la primavera de una vida transoceánica y dulce, y en cierto modo ajena. Cargué con la mochila por territorios salvajes y distantes que ofrecían cada día una calidez de hogar, entre Honduras, Guatemala, Chiapas y Yucatán. Medí por carretera la distancia entre mi casa y los Alpes italianos. Y empecé después a caminar para reconocer mi país, para reconocer las fuerzas de mis piernas, de mi cabeza itinerante, una mañana de verano en las verdes montañas de Francia. El Camino de Santiago es una experiencia aún tan viva, tan entrañable, tan cercana, que no hay día en que uno no se alimente de algún recuerdo, de alguna frase memorable, de algún gesto, de alguna estampa, de alguna sonrisa franca.

En los valles navarros medí mis fuerzas y mis flaquezas, y sentí en tantos idiomas el confortante lenguaje de la solidaridad, que yo mismo abracé sin esfuerzo esa corriente invisible. En La Rioja descubrí, con  pinchazos en los tendones, que las palabras amigas curan sin necesidad de medicina, entre viñedos verdes que eran otra vez los de mi adolescencia manchega. En los campos de Burgos y de Palencia añadí una dimensión espiritual al Camino, al tratar de comprender, en la austera belleza del paisaje, los motivos humanos y divinos que llevan a tantos peregrinos a querer recorrer España a pie. En León fuimos un equipo unido y disperso, entre el español y el francés y el italiano, y a veces el inglés, con vino cada vez más barato y más sabroso, acondicionando otra vez las piernas a las curvas de los cerros.

Entre tantos cachivaches útiles o inútiles que uno carga en la mochila, llevaba este portátil con el que fui contando algo de los pasos dados. Mantuve mi personal disciplina de blog hasta los límites de Galicia, y después el corazón estaba tan a flor de piel que me sobraban todas las palabras escritas. El final del Camino fue hermoso, liviano, caminando cada vez con más fuerzas en las piernas, curando heridas de otros porque también eran propias, llenando de sana espiritualidad los huecos de la mente y el corazón, sintiendo la calidez familiar de quienes venían desde tan lejos como nosotros o desde cualquier parte, y ya eran toda la compañía que necesitábamos.

Entrar a Santiago fue un tierno regalo de cumpleaños, y en Santiago vivimos las dulces recompensas del trabajo acabado. Vivimos días intensos de reencuentros y conversaciones inacabadas, inacabables. La emoción secular de la celebración final con incienso en el aire, el movimiento pendular y magnífico del botafumeiro entre esa hermandad de gentes sudorosas, vestidas de Decathlon, ocupando sentadas las naves y los pies de las columnas. Y también horas de limpia contemplación de la fachada en obras de la catedral, y las últimas botellas de tinto bajo el ancho cielo estrellado, bajo el mismo Campus Stellae al que alzaron la vista miles de ojos peregrinos durante siglos.

Hacer el Camino es comprender un poco la cantidad de gente valiosa que hay en el mundo, y también sacar lo valioso que uno tiene para los demás. Y después ya no se puede parar de caminar. Uno vuelve a casa y vuelve a trabajar y a sus hábitos, y probablemente deja de escribir porque por lo pronto no hay nada más que decir. Pero no se puede dejar de caminar. Mi Camino ha tenido después campos pardos otra vez, viñedos, charcos, nieblas, pocos o ningún bosque, conversaciones otra vez familiares, también el discurrir solitario y machadiano. Pero es el mismo, el mismo Camino que dice conducirnos al fin de la Tierra y nos lleva, sin prisas, hasta nosotros mismos.


miércoles, 24 de agosto de 2016

En el Camino, días 26 y 27: Villafranca del Bierzo-La Faba-Abadía de Samos

Dejar Villafranca del Bierzo por carreteras que se asoman al río y a las terrazas con huertas donde ya sudan los hortelanos armados con azadón. Seguir por carreteras estrechas con curvas, dejar a un lado pueblecitos moribundos que encajan sus casas con balcones de maderas caídas entre la espesura del monte y la espesura del río, Pereje, Trabadelo, y más adelante La Portela de Valcarce y Ambasmestas. Encontrar de repente y con alborozo las casas de piedra con balconadas azules, floridas de rojos, blancos y violetas, al entrar en Vega de Valcarce. Disfrutar de una comida campestre bajo un toldo en medio de un prado, con los pies en la hierba, con el rumor del río, mientras un francés simpático y políglota, que quiere ser sacerdote y ha peregrinado antes a Asís que a Santiago, siempre con su biblia diminuta, nos intenta convencer de que Dios nos quiere aunque no creamos en él, por el simple hecho de que somos buenos. Meter los pies unos kilómetros más adelante en el agua helada del río Valcarce para aliviar el calor sofocante. Atravesar Ruitelán, las terrazas de los restaurantes rurales con familias de domingo, y a unos metros los senderos verdes y sombreados a los que se asoman con mirada perdida las vacas.

Ver en Las Herrerías y Hospital cómo lavan los caballos que han subido más temprano a algunos peregrinos al monte de O Cebreiro, y sentirse de pronto y sin remedio en medio de un locus amoenus de égloga renacentista, con los prados de verde vivo donde pastan las vacas y las ovejas, los bosques que cierran sinuosamente el paisaje, el río de cantos limpios que refleja el azul nítido del cielo. Iniciar la subida más temible del Camino de Santiago, adentrarnos en la selva de robles y castaños, coger buen paso en los senderos pedregosos y empinados que suben los confines entre León y Galicia. Respirar en la sombra verde y húmeda, aguantar la fatiga, doblar recodos de un camino que parece excavado en la entraña del monte. Llegar al oasis de La Faba, que es un pueblo con una calle en cuesta, una fuente fresca y albergues rodeados de verdor hasta donde llega el cencerrear de las vacas, y no querer irse. Pasear descalzos, reencontrarnos con amigos, probar un plato alemán indefinido, y vino tinto, y charlar en un rincón olvidado del paraíso, en una colonia europea de montaña donde nadie habla español, y dormirse con el murmullo pastoril de fondo.


Madrugar por costumbre, subir con la fresca los últimos kilómetros de cuesta hasta O Cebreiro, todavía un desnivel de casi 400 metros, con vistas a prados montañosos de un verde apagado, la mitad todavía oculta por la línea de sombra. Cruzarnos en el sendero estrecho con enormes becerros, decididos en su paso, mansos y serios como imágenes egipcias. Ver cómo el sol colorea poco a poco los montes, pararnos ante el hito pintarrajeado y colorido, como un modesto tótem, que nos indica que hemos pasado a la provincia de Lugo, que estamos en Galicia. Atravesar las calles empedradas y limpias de O Cebreiro, asomarnos desde arriba a la amplitud serena de los montañas que ondulan hacia el norte, bajar y subir por sendas estrechas de montes cada vez más verdes, y empezar a confundir los pueblecitos de iglesias diminutas y casas de piedras caídas, Liñares, Hospital da Condesa, Padornelo, con las vaquerías de olores densos y ambiente silencioso.

Subir un último repecho matador, entre peregrinos jinetes, hasta el Alto do Poio, y sentarnos a respirar y a tomar un café con vistas en el punto más alto de todo el Camino Francés, a 1335 metros, mientras van encerrando los caballos en una cerca. Empezar un lento, largo descenso por sendas boscosas que atraviesan una sucesión ya interminable de vaquerías y aldeas, Fonfría, O Biduedo, Filloval, Pasantes. Detenernos en una de ellas, Ramil, para establecer una breve comunicación con un castaño de 800 años que da sombra a medio pueblo. Llegar a Triacastela y empezar a ver turistas, grupos de adolescentes pastoreados como en campamentos de verano. Reencontrar amigos y elegir con acierto la ruta alternativa que sale a la izquierda, la más larga, la que lleva a la abadía benedictina de Samos. Seguir el trazado del río Sarria, primero junto a la carretera, después por robledales y aldeas, San Cristovo do Real, Lusío, Renche, Freituxe, San Martiño. Disfrutar de la sombra fresca, de las vistas de praderas con vacas de color canela, de las largas conversaciones que nos enseñan otras dimensiones de la realidad, las interacciones entre el presente y el pasado, y olvidarnos de que hemos caminado más de 35 kilómetros entre montañas. Ver desde arriba, entre el verdor irreal de narración de la Edad Media, los tejados y torres del monasterio de Samos. Atravesar el pueblo, el río, maravillarnos ante la grandiosidad medieval de la piedra, la fachada renacentista de la iglesia, la calma y el recogimiento, la dulzura de la primera jarra de cerveza entre amigos que van necesitando tanto los músculos como la mente.

lunes, 22 de agosto de 2016

En el Camino, días 23, 24, 25: Astorga-Foncebadón-Ponferrada-Villafranca del Bierzo

Tomar un café con churros en una cafetería temprana de Astorga. Salir sin esperarlo a una plaza enorme y encontrarse con el Palacio Episcopal, que diseñó Gaudí y que parece un castillo de Disney, y con la grandiosidad de la catedral, que tiene piedras de todos los colores y estilos superpuestos, muchas imágenes barrocas en la portada. Caminar hacia pueblecitos de piedra, Valdeviejas, Murias de Rechivaldo, Santa Catalina de Somoza, otra vez con árboles a la vera del camino. Parar en un patio de El Ganso para almorzar a lo grande con lo más elemental: tinto de verano, tortilla, jamón con aceite y tomate, queso, buen pan, una botella de sidra. Pasar de quien quiere avisarnos sobre el futuro por el mero hecho de habernos adivinado el pasado. Ascender hasta Rabanal del Camino, hasta otro patio sombreado y tranquilo, y coger fuerzas para el último trecho de montaña. Cargarnos de vino para subir hasta Foncebadón, cantar, llegar exhaustos a los penúltimos puestos en la parroquia. Dar palmas, escuchar a la guitarra a unos barceloneses que cantan por sevillanas, a unas asturianas con un inglés muy británico, a los italianos festivos, a la tristeza de la canción francesa. Curar ampollas de peregrinas que usan dos tallas más, cenar en comunidad en la parroquia, reír con la sesión de títeres. Buscar de noche a una amiga de Nashville, Tennessee, que nos canta con su violín, bajo la luna, entre contornos de montes oscuros, el country más hermoso que hayamos escuchado.


Subir a la Cruz de Ferro antes de que amanezca, y dejar atrás en la media luz un valle amplio como una llanura del Nuevo Mundo. Ver salir un sol rojo subidos a las piedras que dejaron los peregrinos, hasta que rompe el silencio frío un japonés que llega diciendo: Qué pasa, troncos. Dejar a un lado Manjarín, con su historia templaria y su aglomeración de objetos entre hippy y futurista. Avanzar por caminos estrechos entre montes verdes y nubes preñadas. Ver desde la altura, desde tan lejos, la llanura de Ponferrada. Comenzar el brusco descenso, parar en El Acebo a desayunar y a entender cómo se colocan los ponchos e impermeables. Bajar por una carretera tranquila, tocados por un sirimiri intermitente, hasta Riego de Ambrós, que es uno de los pueblos más bonitos de todo el Camino, con casas de piedra, tejados negros, balcones de madera adornados con flores de colores. Seguir descendiendo por bosques tupidos hasta Molinaseca, otra ciudad alegre y colorida donde comemos bocadillos que saben a gloria. Caminar junto a una carretera y llegar saludando a todo el mundo a Ponferrada, recorrer las calles animadas del centro, visitar el castillo templario, la basílica de Nuestra Señora de la Encina, donde unas cuantas mujeres ancianas rezan pausadamente una letanía.


Proponernos no beber por un día e incumplirlo casi inmediatamente, comer chorizos al infierno en una tasca oscura con buena música que nos ha recomendado un guitarrista callejero, leer un diario de viaje de letra femenina y hermosa inventándome el significado de las frases en vasco, improvisar un botellón silencioso en una calle trasera, bailar descalzos toda la noche, romper banderas, cargar de nuevo con la mochila cuando abren el albergue pero aún está oscuro, cruzar el puente sobre el río Sil y seguir caminando, caminando. Atravesar con alegría y música pueblos insípidos con iglesias coquetas: Compostilla, Columbrianos, Fuentes Nuevas, Camponaraya, Cacabelos, Pieros. Entrar de golpe en otro territorio, en un paisaje ondulado de viñedos y tierra roja, repechos duros entre los bosques, hasta alcanzar Villafranca del Bierzo, la iglesia románica que recibe al peregrino en lo alto, con vistas al río y a los montes, la ciudad de calles empedradas y laberínticas que se deslizan hacia abajo, y donde nos espera un ambiente festivo de turistas y música al aire libre que durará otra vez casi toda la noche. Pasear por la ciudad, visitar iglesias, reencontrarnos con amigos que quedaron atrás o que iban por delante, descubrir el vino barato de un restaurante del centro, asistir a conciertos en las plazas. Intentar sin éxito que una australiana fuerte y sana no se tire al río de aguas heladas desde un puente de madera, a las tantas de la mañana. Bailar entre adolescentes en el último concierto, querer dormir. Volver a coger la mochila por la mañana y salir enteros de Villafranca, en dirección a Galicia, sorprendidos de que el Camino nos haya puesto en el cuerpo tanta energía como en el espíritu.


viernes, 19 de agosto de 2016

En el Camino, días 20, 21, 22: León-Villar de Mazarife-Astorga

Un día de turistas por León da para pasear con calma y estirar las piernas, para pensar, para tapear, para organizar los pasos que nos van descontando el viaje a Santiago. Como no podemos dejar de madrugar, paseamos solos en la mañana festiva y plomiza, de la catedral a la Casa Botines, que diseñó Gaudí, y de ahí a la iglesia de San Isidoro, que abre temprano y es un refugio silencioso y cálido. Por no pagar, aprovechamos la hora de la misa para entrar a la catedral: hay un olor denso y embriagante a incienso, varios sacerdotes cantan y leen pasajes del Apocalipsis, y me quedo tan embelesado recorriendo con la mirada los recovecos de la iglesia, la fuerza colorida de la luz que traspasa las vidrieras verticales, que cuando me doy cuenta el obispo nos ha dado una indulgencia plenaria y la misa ha terminado. El barrio Húmedo, un puñado de calles estrechas frente a la catedral, es un lugar agradable: porque el mundo es mucho más agradable en los lugares en que sirven pincho con la bebida. También en los lugares donde la policía no molesta a quien se bebe educadamente una lata de cerveza en la plaza. En algún momento, sin embargo, la policía molesta a nuestro amigo titiritero, que tiene que guardar la marioneta que cantaba y bailaba entre miradas atónitas de los niños y gritos de protesta de los abuelos. Hay noches de tertulia y vino templado en la penumbra parroquial: parece que ya no supiéramos vivir de otra manera.

Antes de salir de la ciudad buscamos la confitería Alonso, donde están los mejores dulces de León, para conocer a los padres de una amiga, que son afables y generosos con nosotros. Visitamos el parador de turismo, que está en la antigua cárcel de San Marcos, adonde Francisco de Quevedo pasó cuatro años de penurias y frío antes de irse a morir a La Mancha. Un puente cruza el río Bernesga y después hay una sucesión aburrida de barrios, pueblos aledaños, polígonos industriales. De La Virgen del Camino sale una ruta alternativa, que va por un campo pardo salpicado de robles. Oncina de la Valdoncina, y mucho más adelante Chozas de Abajo, pueblecitos con construcciones de piedra, sin un alma en las calles. En Villar de Mazarife hay algunos maizales, descampados donde descansan arados y tractores, y un albergue fabuloso con césped y piscina, con espacio para las risas y las guitarras tardías.

Desde allí hay diez kilómetros de huertas y regadíos hasta el siguiente pueblo, Villavante, que se hacen largos a la mañana siguiente. Cruzamos fugazmente por Hospital de Órbigo, un larguísimo puente de piedra y un pueblo coqueto, almorzamos junto a un remolque en medio de un hayedo, y cogemos un ritmo imparable en las cuestas que suben a los siguientes pueblos, Villares de Órbigo, Santibáñez de Valdeiglesias, y mucho más adelante San Justo de la Vega. En medio del campo, encontramos el refugio de un español que se retiró hace nueve años a vivir ahí y ofrece a los peregrinos frutas, zumos, bizcochos, a cambio de sus donativos. Una australiana que hacía el Camino el año pasado, se quedó a vivir con él, y otros muchos peregrinos hacen un alto para refrescarse, charlar, reflexionar. Bajamos corriendo la larga cuesta que lleva a Astorga, adonde entramos cantando, agotados y eufóricos. Con más peso sobre los hombros y con más fuerza en las piernas cada día, no parece verdad que el Camino se vaya a acabar.

martes, 16 de agosto de 2016

Por las tierras de León: en el medio del Camino

En León soy por fin consciente de que vamos a acabar el Camino. De que vamos a llegar a Finisterre. Casi todo el mundo con el que nos hemos cruzado ha tenido algún problema físico, y casi todo el mundo va solucionándolo como puede. Y pasada la mitad del recorrido, con menos de 300 kilómetros por delante, ya el cuerpo y la mente se preparan para terminar lo que se empezó. Hemos recorrido parajes rurales de cinco provincias españolas, convivido en habitaciones grandes y pequeñas de albegues religiosos y laicos, conversado en tantos idiomas como nos alcanza el entendimiento, llevado una vida intensa y paralela a la que nos espera, con gentes tan diversas y tan entregadas como lo está uno mismo.



La larga experiencia del Camino nos ha hecho entender muchas cosas sobre nuestro país y nuestra historia, sobre el arte religioso medieval y también el gótico, sobre las motivaciones varias que pueden llevar a gentes de tantos lugares y circunstancias distintas a emprender una aventura gratuita y tenaz: viajar durante más de un mes con el sol a la espalda, rumbo al fin del mundo, como lo hicieron miles de peregrinos en el claroscuro de la Edad Media.

Caminar durante cinco, seis, siete horas por los páramos de Castilla da para mucho. A veces es difícil andar solo, por más que uno lo pretenda, pero también es posible. Entonces uno puede reflexionar, ver pasar el paisaje austero en una cadencia lenta, humana. Pero lo más apreciable del Camino no es el pensamiento que sobrevuela y se airea, ni los bellos y variados paisajes desde los Pirineos a Galicia: es la gente con la que uno se cruza. Los locales y los extranjeros, los paisanos que siguen con sus tareas veraniegas mientras cruza el río de peregrinos sudados con mochila, los extranjeros que eligen pasar sus vacaciones o su tiempo libre recorriendo a pie media España.

Unos se quedaron atrás, otros se adelantaron, otros surgen con la alegría súbita de un descubrimiento, otros llegarán más adelante, otros completaron su tramo y volvieron a casa como después volverán al Camino. La profesora francesa con la que me he llevado tantas horas por caminos polvorientos, hablando de lo divino y de lo humano, cambiando de una lengua a otra, y que se preocupa tanto por mí. El masajista turinés con el que tanto he compartido, y que me salvó de la tendinitis sin tocarme las piernas, con buenos consejos e ibuprofeno a tiempo, y que ha alegrado tantas noches a la guitarra con su voz negra de blues. Las muchachas venecianas que llenaron de frescura los primeros días, y que alcanzaremos en Santiago. Los napolitanos que han ido y vuelto, el genovés con talento a la guitarra y gesto tímido del que me despedí hace dos mañanas con pena y con la promesa de visitar pronto la casa de Cristóbal Colón. La polaca que me llenó la cabeza durante tres días con historias que fluían como torrentes caudalosos y dispersos, que rezaba en cada iglesia, que hablaba un español insuperable y sabía imitar todos los acentos andaluces, y que me llevaba sin transición de las calles de Granada a los campos de lavanda de la Provenza y al barrio judío de Cracovia. El coreano con el que me tomé una caña en Roncesvalles y que volvió a aparecer, con su educada cordialidad, cuatro provincias después. El camionero de Brescia que hablaba todo el tiempo de Roberto Baggio, muy deprisa y a gritos, y me llamaba professore con reverencia. El galés con melena y barba, con bastón apostólico, que se tiró al río en Burgos y después ha ido quedándose más cerca, más lejos de los descampados por los que hizo sus primeros caminos. Los dos ancianos con bigote largo que viajaban con su enfermedad a cuestas, recorriendo media España sin gastar, desengañados de tantas cosas pero fieles a una promesa. La familia californiana que viaja en bicicleta, cargada de niños rubios y de bultos. La profesora navarra a la que le dolió separarse de nosotros cuando sus piernas necesitaban descanso. La madre e hija húngaras que han caminado desde el principio a nuestro lado. La joven filósofa de Padua, que se cura cuidadosamente cada noche los pies maltratados por las vejigas, y que tiene la paciencia de explicarme el concepto de alma en la tradición sánscrita. La familia francesa que recorre una semana de camino cada año, y cuyas hijas nos llenan de alegría con sus voces arcangélicas y los tatuajes de henna. La alemana que vivió en California y me abre el corazón en un alto en el camino. Las tres muchachas vascas que nunca pierden la sonrisa, que serán grandes periodistas, que no querían despedirse. Los grupos inacabables de italianos que van entrando y saliendo, avanzando, llenando el Camino de canciones nocturnas y de sonrisas francas. La muchacha australiana que sube el monte con sandalias más deprisa que nosotros. El titiritero de Cuenca que me lleva en volandas por las cuestas de León, con la energía ingobernable de quien ama demasiado la vida.

Son algunos de los destellos que van apareciendo en el Camino, algunos de los motivos para seguir caminando, para no querer llegar nunca a Finisterre, para que no tenga que acabarse una aventura tan plena, tan dura, que nos ha llevado ya casi hasta Galicia y llevará nuestra peregrinación mucho más allá de los límites rocosos que marca el océano.

domingo, 14 de agosto de 2016

En el Camino, días 18 y 19: Terradillos de los Templarios-El Burgo Ranero-León

Una mañana pausada por pueblecitos envejecidos, con iglesias de ladrillo, en los límites de Palencia y León: Terradillos de los Templarios, café en Moratinos, agua de la fuente en San Nicolás del Real Camino, y cambio de provincia antes de llegar a Sahagún. A un par de kilómetros hay una ermita junto al río, y entre dos columnas una placa de piedra dice que el peregrino a Santiago ha llegado a la mitad del Camino. En Sahagún tomamos un café pausado en una confitería con la familia francesa que hoy vuelve a casa, y visitamos la iglesia color de tierra, los restos de un gran monasterio medieval, un orgulloso arco con leones en el escudo de piedra. Un puente de piedra cruza el río, y después vienen kilómetros de paisaje aburrido y feo junto a carreteras secundarias y vías del tren. Hay diez kilómetros llanos hasta Bercianos del Real Camino, y después ocho más por la misma senda de árboles tristes y paisaje entre pajizo y gris, hasta El Burgo Ranero. Hago el último tramo solo, con viento caliente de espaldas, sin cruzarme más que con algunas bicicletas y un muchacho japonés con una cámara de treinta años que me hace fotos mientras descanso en un banco polvoriento y sucio.


En El Burgo Ranero hay casas de ladrillo gastado y descampados, y viejos que gritan jugando a las cartas, con espectadores que también participan, mientras tomamos altas jarras de cerveza en las terrazas con cubiertas de lona. Me parece estar viviendo otra vez en los años 80. El grupo de italianos y españoles vuelve a estirarse, unos se quedan atrás, otros llegan. Por la mañana vemos amanecer otra vez en el campo abierto, en medio de los trece kilómetros de llano aburrido hasta Reliegos. En Reliegos hay un bar en el que la gente ha llenado las paredes de pintadas, y un ambiente de pueblo entre el aburrimiento y la desconfianza. En una hora llegamos a Mansilla de las Mulas, un pueblo con más alegría, donde volvemos a hacer una parada larga en las terrazas de la calle principal. Me hace ilusión llegar al pueblo de una buena amiga que está en California, y en la Pastelería Alonso, en la plaza del pueblo, saludo a su tío y me llevo un pastel delicioso. Qué bueno haber llegado a la España en la que sirven pinchos gratis con la bebida, y además la gente vuelve a ser amable. Cruzamos el puente sobre el río Esla, y pegados a la carretera pasamos por Villamoros de Mansilla, bajo un calor sofocante. Antes de Puente Villarente surge bajo nuestros pies la fuerza del río Porma. Bajamos al río y metemos las piernas hasta que duelen del frío. Algunos valientes se meten y se dejan arrastrar por la corriente. Aunque pensábamos detenernos aquí, las piernas y los ánimos refrescados tiran de nosotros. Y también la energía contagiosa de un muchacho de Cuenca que hace el Camino con su marioneta y sus músicas motivantes. Y también el hecho de que han desaparecido todos los dolores, en las rodillas, en los tendones, y estamos tan fuertes como al principio. Empezamos una lenta ascensión y pasamos por Arcabueja, por Valdelafuente, hasta los 880 metros del alto del Portillo. Desde ahí vemos la ciudad de León, y tardamos mucho en bajar a la ciudad y en llegar al centro, y medio derrotados pisamos la calle empredrada del albergue después de haber caminado casi 40 kilómetros. Con más de la mitad del Camino atrás, plantado frente a la fachada de la catedral, y después de una cerveza helada, uno empieza a entender la satisfacción gozosa del peregrino de otros siglos.



viernes, 12 de agosto de 2016

En el Camino, días 16 y 17: Boadilla del Camino-Carrión de los Condes-Terradillos de los Templarios

Salimos de Boadilla del Camino antes de que amanezca, y durante varios kilómetros coincidimos con el curso del canal de Castilla. Algunos ancianos han madrugado tanto como nosotros para pescar cangrejos. El canal desvía su curso en Frómista, donde han abierto las esclusas y el agua cae en chorros poderosos en dirección al sur. La iglesia de San Martín de Frómista, del siglo XII, es un ejemplo capital del románico español. El sol aún pega lateral en sus paredes de piedra limpia y una de sus dos torres, dándoles una tonalidad de miel. Hace frío, y seguimos adelante por un camino recto junto a la carretera. Pasamos por Población de Campos, y después se nos cruza un rebaño de ovejas que avanza sobre el camino y la carretera. En Revenga de Campos están de fiestas en honor a San Lorenzo: algunos hombres visten de blanco con pañuelos rojos, otros dos con trajes de peregrinos medievales ofrecen generosamente sopa de ajo y un trago a la bota de vino, bajo un simpático cartel: Peregrino, con sopas de ajo se anda mejor el camino. En la iglesia del pueblo conversamos con un señor que nos explica el triste proceso de despoblación de la España rural que nunca acaba: es esa España que no vemos y que se nos va quedando vacía.  La recta continúa sobre campos amarillos, pasando por Villarmentero de Campos y después por Villalcázar de Sirga, que tiene una hermosa iglesia románica de la que habló Alfonso X el Sabio en sus Cantigas. He pasado un rato caminando solo, llevado por el viento, y necesito un poco de descanso y reflexión en el templo. Pero me piden dinero por entrar, y tomo la decisión de muchos católicos que he encontrado en el camino: no pasar a las iglesias en las que exijan dinero por pasar. De paso, decido también no parar a comer ni dejar un euro en el pueblo, y casi una hora después entro orgulloso y agotado en las calles de Carrión de los Condes.

Carrión de los Condes es uno de los pueblos más bonitos de todo el trazado jacobeo. La iglesia de Santa María del Camino, del siglo XII, de nave estrecha y columnas anchas, con un retablo recargado, tiene el ambiente ideal para el descanso del peregrino. Al atardecer dan una misa con las puertas abiertas, y el sol que baja va metiendo su luz dorada por la nave hasta rozar el altar. En una calle hay una placa que recuerda que aquí nació Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, primer poeta castellano en utilizar el soneto. En el Museo de Santiago disfrutamos de una gran colección de arte sacro, el que ha sobrevivido a los expolios y robos en las iglesias y ermitas desprotegidas de la zona, y también de unas vistas panorámicas del pueblo desde lo alto de la torre.

Por la mañana aún nos da tiempo de ver otro gran convento a las afueras del pueblo, el Monasterio de San Zoilo, antes de cruzar el río e iniciar otra larga recta mesetaria de 26 kilómetros. Sin fuentes ni otro horizonte que el campo raso llegamos cansados a Calzadilla de la Cueza para almorzar y sentarnos al sol, a la hora de la primera cerveza. Aún queda un tramo largo hasta Lédigos y luego hasta Terradillos de los Templarios, donde nos detenemos. El albergue lleva el nombre de Jacques de Moley, el fundador de la orden templaria. La tarde tiene sesión de yoga sobre la hierba y tatuajes de henna, y la noche la última cena con una familia francesa con la que hemos compartido varias etapas y que mañana vuelve a casa. La familia, los padres y cuatro hijas que parecen ángeles rubios de ojos azules, hace cada año un tramo del camino, desde Francia, y el año que viene llegarán a Santiago. Bajo las lágrimas de San Lorenzo, estrellas fugaces perezosas, tomamos las últimas botellas de vino y las guitarras italianas vuelven a calentar la noche fresca de agosto.

miércoles, 10 de agosto de 2016

En el Camino, días 14 y 15: Burgos-Hontanas-Boadilla del Camino

Al salir de Burgos el cielo está blanco, y se ha levantado un viento frío. Pasado Villalbilla de Burgos me encuentro con un americano de Wisconsin con el que hemos coincidido en varias etapas, y que desde aquí se vuelve a Estados Unidos. Como a otros amigos del Camino, me pide que le cuente a su cámara mis motivos para hacer el Camino, para un proyecto de su biblioteca. Paso de largo por Tardajos, pero se me enganchan dos italianos locos que llevan varios días demasiado exaltados, y cantan a destiempo y dicen cosas intempestivas. Me quedo en Rabé de las Calzadas a tomar un café para librarme de ellos. Hasta Hornillos del Camino hay una sucesión de cuestas sin gracia, con viento caliente, que quebrantan las rodillas. En Hornillos la compañía empieza a ser francesa, comemos bocadillos, bebemos un tinto tranquilo, nos preparamos para la larga y seca sobremesa. Hay más de once kilómetros hasta Hontanas, por cuestas moderadas que avanzan entre rastrojos con grandes pacas de paja, en un paisaje desolado y sin árboles, que parece un desierto mexicano. Hontanas nunca llega, a pesar de lo que dicen los carteles. En el último, 0,5 kilómetros, alguien con mala leche escribió delante un 1, y por unos segundos el pueblo vuelve a ser una alucinación. Al fin, escondido en un barranco que se hunde en el amarillo del paisaje, aparece el pueblecito de Hontanas, adonde encontramos reposo y cerveza fría, una sesión de yoga junto a la iglesia, una cena agradable entre el francés y el italiano, guitarras que tocan Azzurro.


Desde Hontanas nos amanece en un sendero estrecho entre campos cosechados. Caminamos entre ratones de campo, pardos y gordezuelos, que buscan entre la paja y apenas se mueven a nuestro paso. Salimos a la carretera, que cruza por medio de una antigua ermita románica, San Antón, partiéndola por la mitad. En Castrojeriz, mientras tomamos un café, la segunda claudicación: las rodillas han dado otro aviso, y decido enviar mi mochila hasta el final de la etapa. La subida al alto de Mostelares, hasta los 900 metros, es entonces un paseo descansado. El viento viene fuerte de espaldas, el campo está seco y amarillo, sin peso me parece que voy a echar a volar. Cruzamos Puente Fitero, sobre el río Pisuerga, y ya hemos pasado a otra provincia: Palencia. Empiezan los regadíos, campos de remolacha y alfalfa. Comida ligera y copa de tinto en Itero de la Vega, y un largo paseo llano de once kilómetros hasta Boadilla del Camino, de vuelta al campo amarillo. En Boadilla el viento se vuelve más frío. El pueblo es una iglesia con cigüeñas en lo alto, con casas alrededor, con tres calles, un palomar derruido, con el aire desolado de un país en proceso de abandono.


lunes, 8 de agosto de 2016

En el Camino, días 12 y 13: Tosantos-Atapuerca-Burgos

Dejamos Tosantos muy tarde, por primera vez bien entrado el día. Subimos cuestas que ofrecen un paisaje de campo abierto con trigales aún sin cosechar, atravesamos pueblecitos tristes, Villambistia, Espinosa del Camino, el monasterio de San Felices. Por un puentecito salvamos el río Oca: Villafranca Montes de Oca tiene aún la iglesia cerrada, en el mirador hacia la Sierra de la Demanda descansan algunos peregrinos. Al salir del pueblo comienza una cuesta larga y exigente que nos adentra por los senderos frescos de un bosque de abetos, hasta llegar al alto de Valbuena, con un desnivel de 400 metros. En medio del bosque hay un monolito sobre el lugar en el que se exhumaron los restos de una fosa común de asesinados en la guerra civil. Sobre la piedra hay una baldosa con versos de Miguel Hernández. En lo alto del monte hay un puesto de refrescos, y hamacas de tela que cuelgan de árbol a árbol. Comemos unas manzanas tendidos en las hamacas, disfrutando del aire templado que se cuela entre los árboles.

Descendiendo nos encontramos con San Juan de Ortega. Es apenas un grupo de casas, un albergue, una fuente, un antiguo monasterio con una hermosa iglesia románica del siglo XII. Una iglesia diáfana, con relieves en los capiteles que cuentan historias religiosas y paganas: sobre una columna, Roldán lucha con el gigante Ferragut, en otro capitel unos fieles temorosos se dan un largo y emocionado abrazo. En medio del templo hay un majestuoso baldaquino renacentista. El descenso por el bosque continúa hasta que la sombra se disipa y se convierte en campo abierto, amarillo, seco. En Agés hay una fuente con alberca donde descansar los pies y, tras el río Vena, una recta hasta Atapuerca. Llegamos tan agotados que no hay tiempo ni fuerzas para visitar los yacimientos. Casi un millón de años de historia de nuestra especie se quedan para otra ocasión, detrás de los cerros que hay frente al pueblo. La iglesia de Atapuerca, al final del pueblo, sobre un cerro, es pequeña, sencilla y acogedora. Unos muchachos entran y salen, juegan, corren, se divierten subiendo al coro para hacer sonar la campana. Detrás de la iglesia hay unas lagunas y praderas con caballos sueltos, y sobre ellas un viento cálido, un atardecer glorioso, espacioso, machadiano.

Al día siguiente emprendemos el camino derecho a Burgos. Una cuesta pedregosa hasta el alto de Matagrande, desde donde, en el día claro, se atisba la ciudad, que está a veinte kilómetros. En el lento y pesado descenso pasamos por Villalval, junto a Cardeñuela Riopico, Orbaneja Riopico, Villafría. Los diez kilómetros restantes hasta el centro de Burgos son una recta insulsa. Dejamos de lado el aeropuerto y seguimos el camino paralelo al río Arlanzón. Metemos los pies en el agua helada. Un galés con cara de apóstol se quita la ropa y se sumerge en el río, se deja llevar por la corriente, sale después caminando sobre las aguas como si saliera del evangelio de Mateo. La catedral de Burgos es una secuencia narrativa interminable. Torres de agujas góticas que tocan el cielo azul, arquivoltas en las que los muertos se levantan de las tumbas para que San Miguel pese sus almas, apóstoles que marcan con sus miradas el camino al peregrino. Vemos dar al Papamoscas los golpes sosos que marcan las siete, y dentro de una capilla lateral escuchamos una algarabía de campanas que no se acaba. Desde el mirador del castillo, Burgos parece un pueblo mesetario, edificios de tejados ocres rodeados de campos amarillos.

25 kilómetros.
21, 5 kilómetros.

domingo, 7 de agosto de 2016

En el Camino, día 10: Santo Domingo de la Calzada-Tosantos

Al salir de Santo Domingo de la Calzada hay una cuesta abrupta que lleva a Grañón, y después una señal que nos indica que cambiamos de provincia y de comunidad: en adelante, Burgos. Atravesamos pueblecitos pequeños y apagados: Redecilla del Camino, Castildelgado, Viloria de Rioja, Villamayor del Río. Casas pardas y envejecidas, fuentes solitarias. Un edificio de piedra al que sólo le queda el arco de medio punto, su perfil redondeado contra el cielo cuajado de nubes. Campos de patatas sobre los que blanquea la flor, el destello de los girasoles, iglesias y más iglesias. Paramos un rato en cada una, nos refugiamos en el silencio cómplice, meditamos. El Camino muchos ratos es un torrente de palabras que golpea en todas direcciones, en muchos idiomas, con muchas vertientes de historias desordenadas de muchos lugares del mundo. Las pequeñas iglesias románicas con olor a cera son entonces un agradable refugio de silencio y paz.

En Belorado se preparan también para las fiestas, hay mucha gente por las calles, en la plaza en sombra, muchachos vestidos con trajes tradicionales. En lo alto del pueblo hay una iglesia de nave ancha y luminosa, con las puertas abiertas de par en par. La otra iglesia, la del centro del pueblo, alberga una exposición con documentos originales de la historia del pueblo. Privilegios otorgados a Belorado por Fernando III el Santo, por Alfonso X el Sabio, por Alfonso XI, textos en pergamino conservados desde el siglo XII. Saliendo de Belorado, después de cruzar el río, por un camino ardiente tenemos un encuentro prodigioso. Bajo la sombra de unos árboles, en un banco descansan dos hombres ancianos. Muy parecidos, muy delgados, con bigotes largos. Con un equipaje muy ligero, con un ritmo lento y seguro, como las dolencias que arrastran, vienen haciendo el camino desde Castellón. Uno de ellos es manchego aunque nació en Cuba, y se ha pasado allí media vida. Cogemos avellanas verdes por el camino, mientras nos hablan de Cuba, de Francia, de Polonia, de la intemperie. En Tosantos visitamos una capilla excavada en la roca, sobre la que se ven agujeros que eran refugio y vivienda de los eremitas. Tras la cena comunitaria en el albergue parroquial, viene la reflexión colectiva y la lectura multilingüe de los caminos que nos traen hasta aquí. Hay guitarras italianas y voces oscuras que cantan blues junto a la puerta cuando el sol se está poniendo.


viernes, 5 de agosto de 2016

En el Camino, días 8 y 9: Logroño-Nájera-Santo Domingo de la Calzada

Después del parón, las piernas van como nuevas. Uno aprende, sobre todo, que hay que escuchar al cuerpo para que el cuerpo responda. Los 31 kilómetros que separan Logroño de Nájera no son llanos, pero las piernas y la mente llevan ahora la energía suficiente para que parezcan pocos. Para evitar el calor, salimos de Logroño muy de noche, antes de las 5, y todavía no se ha hecho de día cuando atravesamos el parque de La Grajera, un lago con patos, las primeras cuestas. A la vuelta de una curva, casi en lo alto de un monte, entre viñedos, el sol aparece a lo lejos, sobre la ciudad que ya hemos perdido de vista. En Navarrete tomamos un largo refrigerio, y después salimos hacia otra cuesta más dura, por caminos blancos y más viñedos que nos llevan a atravesar Ventosa y a alcanzar casi sin aliento el Alto de San Antón, con un desnivel de más de 300 metros. Después de una larga y penosa bajada de 9 kilómetros, entramos en Nájera. Cruzamos el puente para llegar a la parte vieja de la ciudad, adonde está el albergue, frente al río Najerilla. Mientras esperamos a que abran, algunos grupos de peregrinos bajamos hasta el cauce del río, que viene ligero y bajo, y sumergimos tobillos y rodillas en las aguas heladas, nos sentamos en las piedras redondas del cauce, aliviamos nuestra fatiga y el calor intenso con la bendición fría y segura de la corriente.

La mañana siguiente nos separamos del río, por calles de edificios nobles, piedra roja, escudos. Altibajos en el camino, campo abierto, viñedos, rastrojos, un cielo azul con nubes bajas que cuelgan con el efecto de hermosa ficción de un decorado de cine. Así llegamos a Azofra, donde visitamos la cafetería y la penumbra cerrada y cálida de la modesta iglesia que está enfrente. Nos dejamos fotografiar por un joven alemán que anda haciendo un estudio sobre los rostros del Camino, y seguimos avanzando cuesta arriba hasta llegar a Cirueña. Un descenso suave nos lleva hasta Santo Domingo de la Calzada, uno de los pueblos monumentales y hermosos del Camino. Monasterios convertidos en paradores de turismo, edificios de fachadas nobles, palacios, una torre de 69 metros con acabados barrocos, y una catedral sobre la que se fueron superponiendo las naves románicas, los arcos y bóvedas góticas. En el interior hay retablos y pinturas y está el sepulcro de San Domingo, que construyó un puente y un albergue para los peregrinos del siglo XI, y también un gallo y una gallina vivos, en recuerdo de una leyenda local que ya refirió en sus escritos Gonzalo de Berceo. Paseamos por las murallas altas de la catedral: abajo hay verbena, un pelele colgado de una farola que quemarán más tarde, cordeles con banderines de colores colgando. De noche nos cuesta dormir con el ruido de sevillanas de fondo.

miércoles, 3 de agosto de 2016

En el Camino, día 7: Logroño, La Rioja, parada y fonda

Como en las grandes vueltas ciclistas, la jornada de descanso es, sobre todo, de descanso mental, puesto que el cuerpo sigue en movimiento. Pero el cuerpo agradece el descargo, de kilos y de kilómetros, y vuelve a estar a punto para retomar el camino con garantías. La inflamación de los tendones baja, vuelve sin avisar la agilidad perdida, y con ella la confianza. Paseamos por Logroño como turistas ocasionales que se han levantado temprano y frecuentan librerías, heladerías, iglesias. Cruzamos el Ebro sobre el puente que deben cruzar los peregrinos para entrar a la ciudad. Unos cientos de metros antes, unos amigos han conversado con una mujer que lleva toda su vida levantándose temprano para recibir a los visitantes y marcarles la credencial, como ya hizo su madre, que los contaba con palitos porque no sabía escribir. En medio del patio del albergue hay una fuente cuadrada adonde los peregrinos refrescan los pies cansados. Muchas caras, gestos, frases, ya nos resultan tan familiares como si los hubiéramos estado compartiendo muchos años.

El paisaje del norte de España, con todas sus variedades geográficas, es hermoso en verano. La generosidad de los vecinos de los pueblos que el Camino de Santiago atraviesa, de los organizadores y voluntarios en los albergues para peregrinos, también lo es. Pero lo más valioso de este camino compartido es precisamente la camaradería instantánea que se crea entre la gente que accidentalmente se encuentra. Con edades diferentes, con diferentes motivos para hacer el camino, estados de forma, idiomas, costumbres dentro y fuera del camino. Y sin embargo tan cercanos en lo esencial: como en la Edad Media, como en cualquier época, como en la algarabía de un camino africano, unidos todos por un hilo de solidaridad y afecto natural que traspasa todas las diferencias.

Hay momentos impagables, destellos que van quedando en la libreta, en la suavidad del oído, en la memoria confusa de la retina. En un camino caliente de La Rioja, entre viñedos, una voz francesa de mujer me canta muy cerca, muy dulce, La vie en rose, mientras yo imagino a Edith Piaf en el París que ya fue. Unos chicos franceses empiezan a cantar una canción de la tierra de su madre, keniana: Jambo, jambo, bwana, / Habari gani, mzuri sana, y se me vienen a la cabeza las tardes felices en que escuché y canté esa canción en Tanzania. Un napolitano me enseña palabras de su dialecto, y prepara espaguetis con salsa con una paciencia que tiene tanto de amor a lo bien hecho. Una francesa nieta de españoles que me cuenta la emoción de la primera vez que fue a conocer el pueblo de sus abuelos, al que ha seguido yendo toda su vida. La catalana alta y guapa que viaja con su acuarela de bolsillo y va llenando de color y alegría su cuaderno. El señor francés que leía a Borges y que se encontró con un anciano misterioso en Pamplona que le regaló un reloj del siglo pasado y aún más misterioso, y que parecía sacado de El libro de arena. Un fotoperiodista catalán que va documentando el camino graba momentos de nuestra marcha, nuestro baño alegre en un río, una lucha entre italianos vestidos con cota de malla frente a una iglesia. Es un camino espiritual y también un camino espirituoso: el primer trago de cerveza con limón compartida, cada día, que sabe a gloria apostólica, el vino reposado de cada noche, bien conversado de una lengua a otra. Catalanes, italianos, franceses, castellanos, recorriendo el camino en un batiburrillo de lenguas y acentos como vinieron haciéndolo desde hace siglos. Con el orgullo de quien ha descubierto un tesoro y no puede esperar a contarlo, llevo uno a uno a varios italianos a la catedral de Logroño, detrás del altar, donde hay un óleo pintado en tabla por Michelangelo Buonarroti. Una muchacha del Véneto, casi una adolescente, con el cabello rubio recogido y una hermosa nariz romana, contempla el cuadro mientras dura la luz que ha encendido la moneda. Me emociono admirando el fervor con que esos ojos grises miran la imagen de Cristo crucificado, y a sus pies la Virgen, San Juan, la Magdalena, al tiempo que me explica con desenvoltura y conocimientos lo que ve, lo que siente, con la misma pasión con que a lo largo del camino me enseñaba la letra insuperable del himno partisano Bella ciao.


martes, 2 de agosto de 2016

En el Camino, día 6: De Estella a Los Arcos, final en Logroño

Las rodillas doloridas se desentumecen a lo largo de la calle Mayor de Estella (Lizarra). A la media luz de los faroles paso junto a las iglesias de piedra, junto al Palacio de los Reyes de Navarra, que hoy es una biblioteca pública. A las afueras del pueblo, en las zonas verdes y ocultas, todavía hay restos del botellón de las pasadas fiestas. Subiendo una cuesta se llega al pueblo de Ayegui, y justo a la salida, en lo alto, está el monasterio de Irache, rodeado de viñedos. A un lado, las bodegas Irache, que funcionan desde el siglo XIX, y que son famosas por ofrecer al peregrino una fuente con vino. Aunque no son todavía las siete de la mañana, echamos unos sanos tragos de tinto y rellenamos la cantimplora. Si hacemos caso a los mensajes escritos en las baldosas de la fuente, no nos faltará fortuna para llegar enteros a Santiago.



Campos de cereal cosechado, un fondo de montañas escarpadas hacia el norte, y después otro pueblito en alto, Ázqueta. Subimos más, hasta Villamayor de Monjardín. A la entrada del pueblo los peregrinos se asoman a un templete de arcos románicos con una fuente medieval. En lo alto del monte se enseñorea un castillo, y en el pueblo hay una pequeña iglesia románica. La puerta del templo está abierta, y por la ventana de junto al altar entra una luz pura y vertical que inunda los bancos y las paredes de piedra clara. El camino es monótono y caliente hasta Los Arcos. Hay algún puesto de comida en medio de los campos secos y polvorientos, y a la entrada del pueblo granjas con cabras y gallinas. También en este pueblo están colocadas las verjas que cerrarán las calles en los encierros taurinos en las fiestas de la semana que viene. Hay un mercadillo de ropas en la plaza principal, y peregrinos que se agolpan junto a los muros de la iglesia en otra placita con terrazas de bares. La iglesia de Santa María es uno de los deslumbramientos del camino. Un templo grande en el que se mezclan estilos, pero cargada de un delicado barroquismo: arcadas en los pasillos laterales, paredes pintadas de colores vivos, retablos de madera y de oro, frescos que completan las bóvedas del techo. El claustro es otra joya de piedra, y entre sus arcos adornados crecen los rosales, los olivos, una parra alta.

Después de comer tenemos que tomar una decisión. En la etapa de hoy, corta y sencilla, las rodillas han respondido mejor que en los últimos días, pero sin reposo los tendones no van a aguantar mucho más. Los más valientes han seguido hasta Torres del Río. Y nuestro pequeño grupo se desgaja y coge un autobús por una carretera tortuosa plena de ondulaciones. Atravesamos Sansol, Torres del Río, Bergota y Viana, y un momento después hemos pasado la línea imaginaria entre Navarra y La Rioja, con el mismo paisaje veraniego de rastrojos, monte bajo y viñedos. En vez de entrar por el puente que sobrevuela el Ebro, como casi todos los peregrinos, entramos por una parte fea y desolada de la ciudad: fábricas decadentes, negocios cerrados, edificios de apartamentos viejos y multiplicados sin sentido ni orden. Nos cuesta un poco entender que estamos en una ciudad española, hasta que por la calle Sagasta llegamos al centro, y al fondo de una calleja aparece la gran escultura en piedra de Santiago Matamoros. En la iglesia de Santiago está el albergue parroquial, adonde reposamos y reímos y bebemos buen vino que nos ofrece un sacerdote joven que habla varios idiomas. Tras la cena comunitaria, preparada entre todos, nos llevan por un pasadizo hasta el coro de la iglesia, adonde hay una reflexión común sobre la experiencia del camino, y también oraciones breves en italiano, español, portugués, holandés, alemán, francés, y una risa apagada con las extravagancias ridículas de un señor búlgaro que viaja sin dinero y que se ha pasado con el vino. Estos albergues parroquiales ofrecen servicios al peregrino a cambio del donativo que éstos quieran ofrecer. La mezcolanza de idiomas, creencias, experiencias, propósitos, en medio del ambiente de la generosidad más desprendida, no debe de ser tan distinta de la idea original del viaje en la Edad Media.

lunes, 1 de agosto de 2016

En el Camino, 5: De Puente La Reina a Estella

Atravieso el arco de la calle del Crucifijo y camino por la calle Mayor de Puente La Reina (Gares) cuando todavía no ha amanecido, a la media luz de las farolas amarillas que cuelgan sobre las fachadas de piedra oscura. Cruzo el puente de piedra del siglo XI, más de cien metros de puente con siete ojos sobre el río Arga, de la misma forma lenta y segura que han venido cruzándolo los peregrinos durante siglos. En las últimas veinticuatro horas he aprendido, más que de ninguna otra cosa, de la función de los tendones que participan en la articulación de mis rodillas. También he aprendido que uno no puede dejarse llevar por sus fuerzas, sino ir siempre por debajo de sus posibilidades, si quiere que el camino sea largo. El miedo a la tendinitis hace larga en el tiempo la etapa cómoda entre Puente La Reina y Estella.

Suaves cuestas y trabajosas bajadas por entre el amarillo de los rastrojos y los viñedos hermosos de racimos aún diminutos, majadas de ovejas, tractores que vienen de azufrar. Mañeru, Cirauqui (Zirauki), pueblecitos en alto que cada vez son menos pintorescos y al tiempo más habitables, de calles más anchas, más abiertas, más castellanas. Junto a la plaza de Cirauqui nos da la vida el agua de un botijo que está en la calle sobre el barril, al alcance del peregrino cansado. Después de la aldea de Lorca entramos en el valle de Yerri, por donde llegamos a Villatuerta. Una camioneta nos da el alto en la carretera: "Hello! ¡Coged la primera calle a la izquierda y subid a la iglesia, que como vais hablando os habéis salido del camino!". Por caminos blancos y calientes llegamos a las afueras de Estella (Lizarra). Salvamos el río Ega y subimos la última cuesta hasta la ciudad. En la Plaza Mayor hay un ambiente distendido de mediodía de verano. El centro de la ciudad, monumental de piedras nobles, está partido por el río, que salvan bellos puentes empinados, demasiado empinados para nuestras rodillas en crisis. Cenamos en muchas lenguas a las puertas del albergue parroquial, con vino de Valdepeñas y sandías. Ya de noche, asomados al balcón, conversamos con un grupo de americanos de Oregón que, cerveza en mano y linterna en la frente, salen a caminar de noche y están bailando en plena calle. Al rato hay que cerrar la ventana porque la noche sigue siendo fría.




22 kilómetros.

domingo, 31 de julio de 2016

En el Camino, 4: De Cizur Menor a Puente La Reina

Con la cabeza llena de conversaciones en demasiados idiomas, con tinto, manchego y navarro, seco en los labios, despertamos aún de noche en Cizur. El paisaje en cuesta tiene cada vez más rastrojos, pero también la explosión amarilla de los campos de girasoles, que nos miran con una luz nítida como de cuadro de Van Gogh bajo el cielo de nubes blancas. Dos aldeas en la cuesta, Gendulain y luego Zarikiegi, y un último ascenso al Alto del Perdón, a casi 800 metros, en cuyos picos giran a plena velocidad las aspas de una hilera de molinos que se pierde entre las nubes bajas. Hay una vista excepcional del camino que dejamos atrás, Pamplona y los primeros picos pirenaicos, y lo que nos queda por delante, cerros más modestos y un paisaje cada vez más castellano.


Atravesamos Uterga, y después Muruzábal, donde muchos músculos y muchas rodillas empiezan a pedir un descanso y cafés con leche. Desde ahí nos desviamos por entre campos de maíz y más girasoles para llegar a la ermita de Eunate (cien puertas, en vasco), un edificio románico pequeño, octogonal, cercado por un muro de arcos cortos, que fue durante siglos un templo de la Orden de los Templarios, y guarda en sus muros, en medio del campo, los misterios de sus antiguos moradores. En Óbanos empezamos a ver huertas cada vez más grandes y surtidas, y al fin descendemos hasta Puente La Reina, que tiene un sano ambiente provincial de mediodía de domingo. Las fiestas del pueblo, en honor a Santiago, acabaron anoche, y todavía la plaza del pueblo está cercada por los burladeros provisionales de las celebraciones taurinas. El cordero en salsa, con tinto de Navarra, es un bálsamo más eficaz que cualquier pomada. En los restaurantes y bares hay unas prisas estresantes que un caminante ya no puede comprender.

Desde la piscina municipal se domina el pueblo, del que sobresale la torre de la iglesia. Después del nado empezamos a buscar fórmulas, remedios, aceites para paliar las inflamaciones de tendones. La alegría modesta de las primeras etapas completadas, de los momentos en buena compañía, de la belleza lenta del paisaje rural navarro, se empieza a empañar con los dolores súbitos, con la sombra de los límites del cuerpo.


22,2 kilómetros.

sábado, 30 de julio de 2016

En el Camino, 3: De Larrasoaña a Cizur Menor, pasando por Pamplona

Cruzamos de nuevo el puente de los Bandidos y dejamos atrás Larrasoaña. Los senderos suben y bajan entre bosques, siguiendo el curso de río Arga, bordeando aldeas, Akerreta, Zuriain, Irotz, Zabaldikia, Arleta, hasta que cerca de Villava el verde empieza a mezclarse con campos de cereal recién cosechado. Se entra a Villava (Atarrabia), por un puente de piedra, junto al que el río cae en cascadas sucesivas. Éste es el pueblo de Miguel Induráin, y me figuro que los cerros que acabamos de bajar serían los primeros que el ciclista subiría de niño. Por lo demás, atravesamos la calle Mayor y no hay ninguna señal visible de que el mejor ciclista de la historia de España naciera y haya vivido aquí toda su vida. Ha comenzado la etapa urbana: Villava y Burlada están separados por una calle, y casi sin transición entramos en Pamplona, salvando la muralla por la Puerta de Francia.

Pamplona es una ciudad pequeña, limpia, acogedora. Las fachadas son coloridas, y además de flores hay consignas políticas por todos los balcones. La fachada de la catedral es sobria, con columnas neoclásicas. Frente al altar hay unas estatuas de alabastro tendidas: aquí está enterrada la larga dinastía de los reyes de Navarra. Está acabando la misa, y el sacerdote canta en latín para diez personas que ocupan la primera fila. Como en una película italiana en blanco y negro, se ven monjas de hábitos blancos por la calle. La plaza del Ayuntamiento, donde empiezan las celebraciones de San Fermín, es diminuta. Recorremos las calles Mercaderes y Estafeta siguiendo el trazado de los encierros, hasta la plaza de toros, hasta la estatua dedicada a Ernest Hemingway. En la espaciosa plaza del Castillo buscamos los lugares del escritor norteamericano: el hotel La Perla, adonde se alojaba, siempre en la habitación 217, y el bar Iruña, que conserva la decoración barroquista y burguesa de ciudad de provincias de principios del siglo XX. En una terraza me encuentro a un señor francés que lee a Borges en edición bilingüe mientras toma café; es el mismo que me recitó a Góngora en español en lo alto del Pirineo. Me recomienda una pastelería al peso de la calle Estafeta, Beatriz, adonde probamos los mejores dulces que podría desear un peregrino.

Atravesamos la antigua ciudadela, que es ahora un parque con exposiciones culturales, y después la universidad, el río Sadar, y al final de una cuesta estamos en Cizur Menor. A la entrada del pueblo está el albergue, que pertenece a la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, la Orden de Malta. Enfrente hay una pequeña iglesia románica, un oasis de frescura en la tarde ya ardiente, con una acústica perfecta. Una chica francesa está cantando, caminamos descalzos entre los bancos, junto al altar. Me recuesto ente los cojines de un sillón junto a la puerta, y en el frescor del templo, arrullado por el canto y los gorjeos de los pájaros que se cuelan por el portón, me quedo dormido.

21 kilómetros.

viernes, 29 de julio de 2016

En el Camino, 2: De Roncesvalles a Larrasoaña

Al salir de Roncesvalles una señal de tráfico marca los kilómetros a un destino lejano: Santiago de Compostela 790. En la mañana helada de finales de julio, el camino es un túnel con luz al fondo bajo las ramas de las hayas y después los robles. Siguiendo el curso del río Arga llegamos a Burguete, frente al hotel modesto en el que se hospedaba Ernest Hemingway en sus visitas a la selva de Irati. A lo largo de la calle principal discurre el agua ligera por un albañal abierto. Burguete (Auritz), Espinal (Aurizberri), pueblecitos limpios de fachadas blancas, ventanales rojos, tejados muy empinados para que escurra la nieve. Los dinteles de las puertas lucen con orgullo piedras con inscripciones con los nombres de quienes hicieron las casas en los siglos XVIII y XIX. Las mujeres salen a los balcones de madera a regar las hileras de geranios rosas, blancos, rojos, entre la ropa tendida.

Vadeamos riachuelos sobre piedras volcadas, atravesamos fincas con vacas sueltas. Hay una subida asfixiante dentro del bosque hasta el Alto de Mezkiritz, y después lomas verdes con ovejas y vacas. Bizkarreta (Gerendiain), Lintzoain, más pueblitos de montaña coquetos, silenciosos y rebosantes de flores. Hay sendas de piedra y cemento en algunas bajadas. Al cruzar la carretera en el Alto de Erro se abre un mirador hacia el valle y los picos verdes al fondo. En medio del bosque de hayas, entre helechos y bojes, en caminos adonde nunca da el sol, de vez en cuando es preciso abrir una cerca para continuar. Hay un desnivel de 300 metros hasta Zubiri, donde cruza el río Arga un puente medieval de piedra. Muchos caminantes se detienen en Zubiri, se refrescan en la fuente de la plaza, descansan en los bancos de piedra.


Adelante, más subidas y bajadas, una cantera de magnesitas, con toda su gigante maquinaria gris y sus restos como de después de una batalla a todo lo largo de la carretera. Ascenso por caminos interiores del bosque que ha vuelto como por milagro, Ilarratz, Eskirotz, aldeas limpias encajadas en el monte, y una suave bajada hasta Larrasoaña. Decenas de milanos llenan el cielo despejado, planean lentos. En medio del valle de Esteribar, ya caliente al sol del mediodía, se entra en el pueblo cruzando otro puente medieval de piedra sobre el río Arga, que llaman de los Bandidos, y nos reciben otra vez los balcones colmados de flores de colores. Es un lugar hermoso para quitarse las botas y beberse la primera cerveza fría.

27 kilómetros.

jueves, 28 de julio de 2016

En el Camino: Saint-Jean-Pied-de-Port hasta Roncesvalles

Hay pocos caminos que no hayan sido ya trillados, explicados, gastados; y sin embargo no hay experiencia más original que la que decide la soberana voluntad de uno mismo. Como quiero conocer mi país, y de paso conocer de verdad al que quiere conocer el país, he empezado en Francia el Camino que lleva a Santiago de Compostela. Entre todos los que consejos, alimenticios y deportivos, que he recibido últimamente, me quedo con el último: Dans le chemin, écoute toutes les temps ton coeur.

Saint-Jean-Pied-de-Port, Baja Navarra, Aquitania. Un pueblo de casas blancas con esquinas de piedra, ventanas rojas y tejados anaranjados, partido por el río Neva, rodeado de laderas verdes, al pie del Pirineo. Letreros en francés y en vasco, anuncios de partidas de pelota. Muchas flores rojas y blancas en los balcones, un atardecer lento y radiante entre nubes bajas y cerros.

Muy temprano me calzo las botas y cruzo la Porte d'Espagne, la vieja puerta de piedra de entrada al pueblo, para empezar el Camino. Mañana fresca, vacas y cerdos que se cruzan con los caminantes por la carretera. Las águilas vuelan tan bajo que podemos ver el paso de sus sombras. Caseríos blancos entre las landas de un verde vivo, rebaños numerosos de ovejas lanudas cerca de las cumbres, también muy cerca de las nubes. Este camino curvo en ascenso es el que siguieron desde tiempos de los romanos los comerciantes de ambos lados, el que caminaron los peregrinos medievales, el que hicieron de ida y vuelta los ejércitos de Napoleón. A casi 1300 metros de altitud paramos a coger agua en la fuente de Roldán y caemos en la cuenta de que hemos cruzado la frontera sin enterarnos, sin ninguna señal que nos lo mostrara.


Aún subimos más, hasta los 1420 metros del puerto de Lepoeder. A Roncesvalles se baja por medio de un hayedo monumental. Caída de 400 metros entre las hayas musgosas, sombra fresca al mediodía. La antigua colegiata es un enorme albergue para peregrinos modernos. Buscamos el calor del sol en el patio. Por aquí pasó también el ejército de Carlomagno hace más de mil años, y en esos bosques de los desfiladeros que dejamos atrás fue derrotado. La leyenda fructificó en la Chanson de Roland. Aquí nació la literatura francesa, y una parte tan lejana de la nuestra.

25,7 kilómetros.