martes, 29 de septiembre de 2015

San Francisco, otra vez San Francisco

El camino desde Yosemite hasta San Francisco es corto, apenas dos horas y media por autopista, después de abandonar los bosques. Pasamos por Merced, Turlock, Modesto, Salida, ciudades agrícolas en la parte norte del valle central de California. De nuevo el paisaje exuberante de nogales y almendros, las anchas extensiones de rastrojos, las explotaciones de melón y tomate en plena cosecha, las viñas vendimiadas cuyas hojas han empezado a dorarse y a secarse. Hay muchos terrenos de alfalfa, de un verde intenso, hay cosechadoras dejando los grandes lotes empacados sobre el terreno, hay naves de ganado junto a las que se almacenan enormes pacas rectangulares y verdes. En Manteca nos detenemos a tomar un café: ha empezado el otoño y hay variedades de temporada: el de calabaza especiada es un descubrimiento.
     
    Antes de llegar a la ciudad, parada en Berkeley. Nuevos encuentros, paseo por la universidad, una opípara comida con carne al estilo de Luisiana en Angeline’s, en la calle Shattuck, muy cerca de la entrada principal de la universidad. Después unas cervezas rojas de la casa en Jupiter, un local de terrazas interiores espaciosas, a varios niveles, donde a pesar de todo cuesta encontrar asiento. Por fuera es un edificio de ladrillo rojo con salida a dos calles, y la distribución de los espacios interiores, con dos alturas y muchos patios, delata que antes fue otra cosa, quizás una fábrica que, como tantos locales en estas ciudades, se ha reconvertido al uso que demandan los tiempos. Una orquesta de trompetas y saxofones toca música animada al pie de una secuoya, en uno de los rincones del enorme patio por el que transitan muchos camareros vestios de manera elegante. En este ambiente veraniego y mediterráneo, la conversación se dilata y se acelera llevada por la música.

         Ya en la casa, descorchamos una botella de blanco de Paso Robles y empezamos a escuchar ruidos amortiguados que llegan desde el jardín. Desde las ventanas vemos maniobrar a una zarigüeya (tlacuache, en español mexicano), que se afana en comerse un caqui ya bien colorado que todavía cuelga de una rama. La zarigüeya es un bicho más grande que una rata, con el morro de un oso hormiguero, que no se asusta y sigue degustando su dulce libación nocturna. Un rato después aparece la mofeta (zorrillo, en español mexicano), con una larga raya blanca atravesando su lomo y su cola negros, pero simplemente ojea y se marcha despacio. Por suerte, no se sintió amenazada, y tras su aparición no queda ninguna consecuencia fétida. Por suerte, hoy no apareció el mapache, que es mucho más grande porque está emparentado con el oso, y a es veces violento sin control, aunque normalmente lo que hace es treparse al tejado y dormirse sobre alguna claraboya de la buhardilla.

         Si hay algo que se ha perdido, o está en trance de perderse definitivamente en nuestra domesticada Europa es precisamente esto, el contacto diario y amistoso con la naturaleza del lugar. En las ciudades norteamericanas, en San Diego como en Los Ángeles o San Francisco, también en la costa este, se ha integrado la naturaleza en el entorno urbano. Hay parques de dimensiones selváticas y hay árboles en cada propiedad, a lo largo de las avenidas y en los jardines interiores. Vistas desde arriba, muchas de estas ciudades parecen bosques sobre los que se han trazado cuadrículas de casas. Y en lugares como Berkeley, que sigue siendo la ladera boscosa de una montaña que mira a San Francisco, la naturaleza convive con el espacio urbano: es parte de él.

         En Berkeley hay, por supuesto, un ambiente plenamente universitario. Más aún: se respira un ambiente sano e intelectual. Hay jóvenes caminando en todas direcciones, con sus mochilas ligeras, a veces con auriculares, otras veces en animada conversación sin gritos. Hay calles enteras con restaurantes con especialidades de cualquier lugar del mundo. Caminando entre los edificios de la universidad aparecen de repente pequeños bosques de secuoyas rojas, de pinos gigantes. Hay una paz especial y serena en estos lugares. Quienes diseñaron las grandes universidades norteamericanas, integrándolas en grandes espacios naturales, sabían lo que hacían.

Recorremos de nuevo la universidad, después de un desayuno largo y bien conversado en el jardín por el que anoche pululaban las alimañas y hoy sólo juegan las ardillas, que corretean entre los árboles o los rosales o bustos romanos. Por los senderos nos cruzamos con rostros de medio mundo, pero especialmente de jóvenes de todos los países de Asia, desde Corea a la India. Me quedo pensando que probablemente ésta es la forma en que las sociedades se desarrollarán en el futuro: hoy estamos más interconectados que nunca, lo de acá llega allá en unos segundos, los idiomas universales nos abren una ventana al mundo del otro: sólo podremos entendernos a nosotros mismos, en el futuro que ya está aquí, como seres interculturales, mezclados de todo lo que es humano.

Pienso en eso en Height-Ashbury, junto al Golden Gate Park, el barrio de San Francisco donde comenzó el movimiento hippie, mientras comemos pastelón en un restaurante puertorriqueño, Parada 22. Pero también al día siguiente: en un restaurante indonesio de Estados Unidos estamos sentados un español, un mexicano y un puertorriqueño; paro de comer noodles para beber agua, en un vaso de una compañía sueca en cuyo fondo está escrito Made in Bulgaria. Desde la puerta, sin necesidad de dar un paso, puedo ver restaurantes de comida salvadoreña, kurda, india, nepalí, italiana, japonesa, pakistaní, etíope, y probablemente otras muchas que no reconozco. En la carta del restaurante hay una cerveza indonesia, otra tailandesa que enseguida reconozco, Singha, y una filipina que también me da qué pensar: San Miguel.


Berkeley, Oakland, San Francisco, Marín, Palo Alto, San José. La Bahía es un lugar donde está concentrado el mundo. Pero a la vez desde la Bahía se extienden los inventos, las modas, las costumbres que llegan a cualquier rincón del planeta. Todo el mundo dice que San Francisco es la más europea de las ciudades de Estados Unidos. No es del todo cierto: entendemos por europea la condición de ser abierto, tolerante, intelectual. San Francisco es mucho más que eso: aquí está concentrada la vanguardia de lo humano, el modelo de sociedad que inexcusablemente seremos.

Contemplamos desde un mirador de Presidio uno de los iconos de la ciudad, el Golden Gate Bridge, en un atardecer casi limpio. Una muchacha mira al ocaso, llegan dos hombres que subieron la cuesta en bicicleta, uno de ellos con apariencia hippie y perro incluido. Llega otro muchacho con una guitarra, y se pone a tocar unos ritmos flamencos mientras el sol se pone en el océano Pacífico. 

domingo, 27 de septiembre de 2015

La luz del mundo en Yosemite

Yosemite es uno de los parques nacionales más emblemáticos de los Estados Unidos. Está a tiro de piedra de San Francisco, en el centro de Sierra Nevada, la larguísima cadena montañosa que atraviesa de norte a sur la parte oriental de California. Yosemite fue el primer espacio catalogado como Parque Nacional dentro de Estados Unidos, allá en 1890. Más de tres millones de personas lo visitan cada año, si bien los visitantes apenas recorren una mínima parte de los más de 3000 kilómetros cuadrados del parque.

         Esta pequeña parte es el valle del río Merced y los gigantescos acantilados de granito que lo rodean. El espacio que hoy conocemos como el valle de Yosemite se formó hace un millón de años, cuando los glaciares movieron las enormes masas de piedra y esculpieron las paredes de granito que, tras el deshielo, quedaron al descubierto. Es esto lo que vienen a ver los turistas de medio mundo. El parque es un paraíso para escaladores, pero también para amantes de la naturaleza: hay miles de especies, hay osos ciervos y halcones peregrinos, hay diferentes tipos de bosques de robles, pinos o secuoyas, cientos de arroyos, decenas de cascadas y paisajes memorables. Hay dos osos de por aquí (en su imaginario Jellystone, trasunto de parques como Yellowstone o Yosemite) especialmente famosos entre los españoles, pues muchos, a pesar de la enorme distancia que separa California de nuestro país, crecimos disfrutando de sus aventurillas por estos bosques: el oso Yogui (The Yogi Bear) y Boo-Boo, siempre intentando que no los atrapara el Guardabosques.



        Hace un año llovía sin parar cuando recorrimos con el coche el área visitable. En alguna tregua pudimos asomarnos a la vista del valle desde Glacier Point, aunque masas de nubes muy rápidas lo cubrían una y otra vez. Recorrimos con los pies mojados las playas del río, el corto trayecto hasta la cascada de Bridalveil Creek. Había estado nevando durante días, pero aquél sólo llovió. Corría y caía agua por todos lados, cerrando las panorámicas y estorbando las fotos y las zapatillas.

         Ahora no llueve. El principal problema para el normal funcionamiento de California es que en Sierra Nevada no hay la suficiente nieve, de modo que muchos campos y ciudades pueden quedar desabastecidos. Salimos a recorrer una parte del parque bajo un sol de justicia. Desde Mariposa se llega a la entrada oeste del parque, pasado El Portal, en cuarenta minutos de carretera ascendente con suaves curvas. Arch Rock Entrance se llama así porque efectivamente los coches atraviesan un arco triangular formado por rocas.

En Yosemite hay tres núcleos de secuoyas gigantes. El más grande es Mariposa Grove, en la entrada sur, junto a Wawona, pero durante muchos meses estará cerrado por tareas de reforestación. De modo que buscamos otro más al norte, Toulumne Grove. Hay una ruta agradable y razonablemente larga, con gran desnivel, que va a dar a un bosquecillo de pinos y secuoyas, entre las cuales hay algunas secuoyas gigantes. No de las dimensiones, y mucho menos la cantidad, que en Sequoia National Park, pero al fin y al cabo un grupo de árboles gigantes, de entre 2000 y 3000 años, como emergidos de un sueño o una fábula infantil. Un grupo numeroso de jubilados polacos, entre los demás turistas, se enfrentaban a la elemental dificultad de retratar los árboles: son tan grandes que no caben en el marco de ninguna cámara.

A la entrada del valle, justo a mano izquierda, está la gigantesca pared de El Capitán, la gran atracción de escaladores de todo el mundo, el gran reto para la especialidad. Hay algunas playitas en todo el recorrido del río por el valle, y bañistas tratando de mitigar el calor en las aguas heladas. En el interior del valle, al final de la carretera, empieza un trail aceptable para nuestros inexpertos músculos, hacia Vernal Fall y Nevada Fall. A la derecha se alza la mole de Glacier Point, y desde un punto del lecho del río, sorteando el agua y saltando entre sus piedras redondas y pulidas, podemos fotografiar la otra gran atracción del parque: Half Dome. Se llama ‘medio domo’ porque desde nuestro lado semeja una cúpula de catedral renacentista, pero del otro lado es una pared de piedra cortada a navaja.


Ascendemos por un camino ascendente y muy transitado hasta Vernal Fall, adonde llegamos dos horas después. El salto de agua tiene más de cien metros, y es uno de los pocos por donde sigue cayendo agua regularmente. Las ardillas corretean entre los senderistas que se hacen fotos frente a la cascada, en busca de comida. Con la luz de la media tarde se forma un velo de arcoíris en la parte baja de la cascada.

Subimos hasta arriba por un sendero de piedras que bordea la pared. El ambiente entre estas montañas es luminoso, pero de una luz especial, radiante, con más resolución que la de la vida normal. Es una luz intensa, como la luz que uno se imagina que irradiaba en la naturaleza en los primeros tiempos de las historias bíblicas. Desde arriba, desde el lugar en que el agua del río se precipita al vacío, se ven tres montañas, tres cortados: la de la derecha es blanca, la de la izquierda está en penumbra y es de un gris que tira a negro, la del fondo es de un azul reverberado del cielo, un azul imposible y vertical.

Unos metros más adentro el agua se estanca en una laguna, Emerald Pool, rodeada de pinos y secuoyas. Algunos caminantes siguen hacia el interior, hacia las profundidades de Nevada Fall. El lecho por el que el agua del río corre antes de llegar a la laguna es una piedra lisa y con un ligero desnivel. Aunque corre muy rápido y se desparrama a lo ancho de la piedra, es posible caminar sobre ella porque apenas levanta dos dedos del suelo. Meto los pies descalzos en el agua que corre, para descansarlos de la caminata y el polvo, y en sólo unos segundos noto un verdadero dolor en la piel y en los huesos: el agua del río Merced viene gélida del seno de la sierra.

La bajada es mucho más rápida. No queda mucho para la atardecida pero mucha gente se cruza con nosotros. Unos sabrosísimos helados de fresa natural nos alivian el cansancio al llegar abajo. Atravesamos el campamento donde algunos campistas han encendido ya hogueras con las que preparar la cena. Aún nos queda tiempo para recorrer de vuelta el valle, detenernos en el río, y para subir con el coche a Tunnel View, desde donde se ve la panorámica más famosa del parque, con El Capitán y Glacier Point flanqueando el Half Dome. Una imagen de enciclopedia o de reportaje de National Geographic que ahora es real, otra vez, con el último sol de la tarde, con la luz de aumento o de ensueño que se cerrará en unos minutos como un telón sobre los cortados de Yosemite.

jueves, 24 de septiembre de 2015

'Road trip' hacia el norte de California

Tiene una resonancia más aventurera, más intrépida, la expresión en inglés, road trip, que nuestro aparentemente tedioso viaje por carretera. Aceptamos términos anglosajones que son traducciones de nuestras rudas palabras castellanas como si en la traducción estuviera ya incluido el componente de aventura, de episodio inolvidable, de descubrimiento.

         Es cierto que las dimensiones de la geografía norteamericana se prestan a esa nota aventurera, y la literatura y el cine de este país han hecho mucho por inocularnos ese deseo de conocer el ancho mundo y de conocernos a nosotros mismos a través de un gran road trip.

         Y sin embargo el viaje comienza con los gestos más cotidianos: cerrar el maletero, ajustar el GPS en el parabrisas, encajar el café en el posavasos, poner los discos y el teléfono a mano, parar ante el semáforo, encarar la autopista 5. La autopista 5 recorre toda la costa norteamericana, desde San Diego hasta Canadá, y sigue en gran parte el trazado primitivo de El Camino Real, que diseñaron los frailes españoles. Uno podría estar semanas conduciendo sin parar, sin que se acabara la misma carretera.


        El primer día de otoño hace en el sur de California un calor sofocante. Por carreteras de cuatro, seis, ocho carriles por cada sentido, salgo de San Diego, y por el clima, el paisaje y la nomenclatura es difícil creer que uno no se encuentra en la meseta castellana o la costa mediterránea: La Jolla, Del Mar, Solana, Encinitas, Las Pulgas, San Onofre, San Juan Capistrano, San Clemente, Santa Ana. Todos son nombres que me devuelven a nuestra geografía, a episodios improbables de marineros barbudos, curtidos en todos los mares, que fueron poniendo nombre a las cosas como si el mundo se inaugurara con sus pisadas por estos cerros.

         El océano Pacífico aparece y desaparece a mano izquierda. A la altura de San Onofre, donde hay una central nuclear entre la carretera y el mar, encuentro de repente un nombre que me trae una referencia más próxima: Basilone Road. Es la carretera con la que se recuerda al marine John Basilone, héroe de la segunda guerra mundial por sus acciones en la batalla de Guadalcanal, que renunció a su fama y privilegios para volver a primera línea de combate, y fue muerto en la batalla de Iwo Jima. La vida de este hijo de emigrantes napolitanos, que recibió las más altas condecoraciones del ejército norteamericano, es una de las historias que relata una de las mejores series que se han hecho jamás sobre la segunda guerra mundial: The Pacific.

         Es una pesadez atravesar Los Ángeles, uno no sabe el tiempo que transcurre desde que las autovías empiezan a entrecruzarse, barrios y barrios, infinitas señales verticales de centros comerciales, coches y camiones que parecen estar huyendo de una invasión o de un ataque alienígena, en estampida desordenada hacia todas las direcciones, como hormigas sobre las que acaba de pasar un pie destructor.

         Al otro lado de Los Ángeles hay cerros secos, algún pantano muy vacío, cañones hondos sobre los que cuelgan los puentes de la autopista, que ya se ha hecho de dos carriles. Al torcer una curva, aparece de repente, vista desde arriba, la gran llanura central, la rica zona agrícola que rodea Bakersfield. Viñedos recién vendimiados, maizales y almendros colorean el paisaje entre rastrojos enormes. Los almendros, los olivos, los nogales, son de dimensiones tan grandes que sus copas llegan a juntarse y se cierran como en un bosque ordenado.

Hay carteles a todo lo largo de la autovía que hacen visible el principal problema que sufre California estos días: la sequía. Food grows where water flows. Crece la comida donde corre el agua. No Water: No Jobs. Sin agua no hay trabajo. Aunque la forma de obtener el agua para el riego sea distinta, las reivindicaciones de los agricultores californianos son las mismas que las de España: un cartel que se repite cada pocas millas pone sobre la imagen de un niño la pregunta: “¿es alimentarse desperdiciar agua?”. Otros piden agua antes que trenes. Otro cartel, más desesperado o más contundente, dice en grandes mayúsculas: Pray for rain, Reza por la lluvia.

Todo el valle de San Joaquín es una zona llana, con grandes explotaciones agrícolas en las que reposan como en una exposición grupos de tractores, algunos de ellos con seis ruedas. Atravieso Visalia, Fresno y Madera, y me desvío antes de llegar a Merced. Cerca de Madera grandes máquinas están cosechando el maíz, y los camiones y los agricultores hacen cola junto a los almacenes, charlando, esperando que les toque antes de que se ponga el sol.

Entro en el condado de Mariposa y empiezan los secarrales, montes pelados, alguna cafetería destartalada en medio de una carretera con muchas curvas, un pueblecito que pretende ser del viejo Oeste, y finalmente los bosques de pinos y encinas que preludian el Parque Nacional de Yosemite. Mariposa es un pueblo pequeño, coqueto, tranquilo, con muchos turistas. Allí me esperan amigos, después de casi ocho horas en la carretera, y tras una vuelta de reconocimiento pasamos a una cervecería, Prospector, donde nos sirven la cerveza de la casa. Ellos, el reencuentro, la cerveza oscura y la conversación al atardecer, son el premio al final de la carretera. Una parada necesaria en el road trip por el interior de California.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Pau Gasol y España en Pacific Beach

Pacific Beach es una de las zonas de San Diego con más personalidad. Entre las lagunas interiores de Mission Bay y los barrios más exquisitos de La Jolla está este enclave con vida propia, multicultural y surfera. Un ambiente sano, una playa ancha y hermosa, monopatines por las aceras, bicicletas que andan despacio, gente que baja descalza a la playa cargando la tabla de surf.

         En la mañana del domingo el ambiente está especialmente tranquilo. Por las avenidas Garnet y Grand bajan pocos coches, en Mission Boulevard hay cierto movimiento de familias que caminan hacia el paseo marítimo y la playa. Hay jóvenes haciendo surf a ambos lados del pier, esa palabra tan difícil de traducir porque no es un embarcadero ni un muelle, sino una larga pasarela sobre el mar sostenida por postes de madera, donde hay además casitas azules y blancas y pescadores aficionados.

         Muy cerca, el plan de un pequeño grupo de españoles para la mañana del domingo es atípico: España juega la final del Europeo de baloncesto contra Lituania, y aquí el partido empieza a las diez de la mañana. Por suerte, es en domingo: de la semifinal del jueves, del intensísimo final del partido contra Francia, sólo pudimos seguir, casi furtivamente, comentarios por Internet y la narración por la radio. Ahora seguimos la retransmisión del partido a través de una página seguramente ilegal, y de una pantalla más pequeña de lo deseado, pero hasta estas lejanías llegan las imágenes nítidas de un partido en el que los nuestros empiezan con fuerza, y que ganan con bastante holgura.

         A las diez de la mañana, con las camisetas de la selección española de fútbol y frente a la pantalla, sentimos más ganas de batido o leche con cacao que de cervezas. Habla el rey, anota Sergio Llull al principio, se sale Rudy Fernández, que después cae lesionado, tapona Gasol, anota y vuelve a anotar, lucha Felipe Reyes, tira de tres Milotić, entra hacia la canasta Sergio Rodríguez como una exhalación. Después del partidazo, los jugadores se abrazan, suena el himno, incluso se mezcla entre ellos el rey de España con una bufanda con los colores de la bandera colgada al hombro.

         Sigue la mañana deportiva con el final del partido de fútbol americano donde los San Diego Chargers pierden contra Cincinnati, y el Barcelona gana fácil al Levante. La selección de baloncesto ha ganado su tercer Eurobasket de los últimos cuatro, y gran parte del mérito es del alma del equipo, de su líder indiscutible, Pau Gasol, el primero de los nuestros que descolló en la NBA. Es un catalán enorme, en tamaño y en talento y en tesón, que ha mantenido durante años aquí en América el nombre y la imagen de una España moderna y competitiva. Cuánto bien hace gente así a la idea que en el extranjero tienen de nosotros.

         Como hace más calor que en todo el verano, tomar un brunch en una terraza ajardinada, bajo la sombra de un árbol de copa ancha, es una buena opción. En una esquina de la calle Felspar hay un lugar magnífico: el Café 976. Hace una ligera brisa que agita las palmeras de la avenida, las flores de colores, y arranca algún piñón de las ramas del árbol, que cae con estruendo sobre los bancos de madera. Aparte de los opíparos platos, en el 976 hacen los mejores cafés helados de Pacific Beach.

         Lo demás es una tarde larga de piscina, con cielo luminoso y limpio, con fondo de palmeras muy altas, colibríes aleteando entre las flores, con pocos ruidos aunque haya niños entre las hamacas, entre los adultos que leen bajo el sol, pues ni en las piscinas ni en las playas americanas hay gritos ni juegos estridentes en el agua. Pocas cosas puede haber más agradables para una tarde de domingo californiana que una buena y tranquila conversación entre españoles que vinieron por diferentes motivos y que tampoco saben dónde acabarán. No somos el prototipo del joven que se ve obligado estos días a exiliarse, pero es que tampoco existe un tipo de emigrante. A pesar de los distintos orígenes, a pesar de los azares que nos trajeron a cada uno a esta tarde de domingo junto al Pacífico, en el fondo tenemos tanto en común, empezando por la esperanza de encontrarnos a la vuelta un país menos destartalado y más sensato.


         Al atardecer hay mucho movimiento en la playa de Pacific Beach. Mucha gente va y viene por el pier, muchos surferos aprovechan la última luz para subir a la ola. El agua llega tranquila a nuestros pies, los rosas del atardecer le dan una impresión sedosa. Media luna se refleja a nuestra izquierda según caminamos, sobre la arena mojada, como un perrito nervioso que nos siguiera. Hay mucha gente tomando fotos al último resplandor del domingo. El nombre que escogieron para Pacific Beach, como diría Cervantes, es sonoro y significativo.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

¡Viva México, cabrones!

Hoy fue el día nacional de México. A este lado de la frontera apenas se nota, casi nadie lo menciona, pero el 16 de septiembre es el día grande en que los mexicanos celebran su independencia. Su independencia de España, claro, cuya lucha, según la historiografía oficial, comenzó en la mañana del 16 de septiembre de 1810, cuando un cura criollo, Miguel Hidalgo y Costilla, convocó a sus vecinos a las armas y lanzó su famoso grito desde la parroquia del municipio de Dolores.

         En realidad México se independizó de España en 1821, después de años de guerra y acciones crueles por ambos bandos. Los rebeldes de Nueva España, que así se llamaba el inmenso territorio español en Norteamérica, vencieron a las tropas de la metrópoli, y el virreinato capituló. Después vino un intento de monarquía local, la secesión de las provincias de Centroamérica, la constitución de los Estados Unidos de México, la separación de Texas, la guerra contra los Estados Unidos de América, que les arrebataron la mitad de su territorio, incluida la Alta California, y finalmente su consolidación como república.

Pero los mexicanos celebran el 16 de septiembre como fiesta nacional, en recuerdo del primer acto por la independencia del país. Viajando y conociendo un poco de la historia de los países latinoamericanos, me ha resultado siempre curioso cómo figuras aparentemente mediocres del siglo XIX se ganaron sin saberlo una fama reverencial que puede durar siglos. En Colombia, en Cuba, también en la España guerrillera que se rebeló contra las tropas de Napoleón, aparecieron hombres que tomaron cierta iniciativa política o con las armas, que a veces emplearon una violencia indiscriminada, o que simplemente se defendieron de agresiones de otros, pero que sin quererlo se convirtieron después en mártires, en héroes nacionales a los que se les rinde un culto casi religioso. Son nuestros héroes de la patria, el motivo de toda la pintura posromántica del XIX y la justificación de los castizos libros de Historia del siglo XX.

La historia de Miguel Hidalgo no difiere demasiado de la de cualquier cura guerrillero español de la guerra contra los franceses. Ni siquiera se distingue en el hecho de que muchas de las acciones que se le atribuyen no están siquiera documentadas. La leyenda lo presenta convocando a los habitantes de los pueblos vecinos de Dolores, en Guanajuato, incluidos los indígenas, para levantarse en armas contra el virrey. Lo imaginamos encaramado a un balcón o a la torre de la iglesia, voceando a la plaza adonde sigue congregándose gente, dando vivas y mueras, y después enarbolando la bandera de la Virgen de Guadalupe y corriendo hacia las armas. Apenas un año después, después de algunas batallas contra los españoles y disputas contra los suyos, fue capturado por los primeros, y ajusticiado en Chihuahua.

Estos días acabé el libro de Laura Esquivel Malinche, que repasa de una forma ciertamente edulcorada las vivencias conjuntas de Hernán Cortés y Malinalli, la Malinche. El dominio español en México empezó en 1521, cuando Cortés conquistó la capital del imperio azteca, Tenochtitlán, gracias a sus estrategias negociadoras y a altas dosis de violencia extrema. Ni la Malinche ni Hernán Cortés son tampoco personajes aislados de sus circunstancias históricas, pero la gente en general necesita que la Historia con mayúsculas le proporcione mitos, buenos y malos como los de cualquier historia corriente. Hoy Hernán Cortés es también un héroe para los españoles.

Celebramos el día de México con un amigo mexicano que acaba de volver de la locura de Las Vegas, con una conversación tranquila en un restaurante japonés. Sushi y una cerveza japonesa muy suave, Asahi, mientras tras la cristalera las palmeras del fondo se van fundiendo con el cielo recién atardecido. En el restaurante retransmiten por varias televisiones silenciadas el partido de béisbol en el que los San Diego Padres están ganando a los Arizona Diamondbacks.


Entonces, entre México y Japón, me acuerdo de una verdadera historia de héroes que leí por la tarde. Por primera vez en setenta años ha participado en el desfile militar oficial un grupo de veteranos mexicanos de la segunda guerra mundial. 300 soldados mexicanos del escuadrón 201 fueron a luchar a las Filipinas contra los japoneses en 1944, después de que la Alemania nazi hundiera seis barcos de bandera mexicana. A su regreso, los sobrevivientes fueron héroes efímeros, de los que nadie más se acordó en décadas. Quedan vivos 16 de aquellos soldados, la mayoría por encima de 90 años, y a pesar de los achaques han conseguido desfilar en la ceremonia oficial, con el uniforme de la época, y ser homenajeados. Un día fueron muchachos de un país neutral que se perdieron voluntariamente en unas selvas tropicales, con fusiles al hombro, para defender la idea de la libertad.




lunes, 14 de septiembre de 2015

Puerto Rico: ¿el español primero?

Por si no hay suficientes discusiones sobre la situación de la lengua española en los Estados Unidos, el conflicto lingüístico vuelve al plano político en Puerto Rico. La isla caribeña, una de las últimas colonias separadas de España en 1898, es hoy un “estado libre asociado” de Estados Unidos. Hay quienes plantean, dentro y fuera de la isla, que debe convertirse en el estado 51 de la Unión: así piensan el Partido Nuevo Progresista, que está en la oposición, o el ex gobernador de Florida Jeb Bush, hoy en la carrera para las presidenciales por el Partido Republicano, y que así lo manifestó en una visita a la isla el pasado abril.

         Pero también hay quienes abogan por que Puerto Rico mantenga su situación híbrida dentro de la Unión: los puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses; pueden votar en las elecciones primarias, pero no en las presidenciales, pues no tienen congresistas que la representen; están sujetos a las leyes federales y a la política exterior de Estados Unidos, pero tienen autonomía para gestionar la mayor parte de sus asuntos internos. Incluso hay un partido independentista, que persigue la autonomía plena de la isla.


         Eso dentro del arco parlamentario, porque fuera existen otras opciones no menos llamativas: MRE son las siglas de la asociación Movimiento de Reunificación de Puerto Rico con España, que han denunciado ante organismos internacionales el Tratado de París, por el que España cedió la isla a los Estados Unidos hace 117 años. Al igual que un grupo minoritario cubano que opera desde Francia, piden que el tratado sea invalidado y su territorio pase a ser una comunidad autónoma española, y de paso integrarse en la Unión Europea. No parece, de todos modos, una idea con visos de progresar en ninguna de las dos islas caribeñas.

         Y luego está el problema lingüístico, mucho más vivo, desde luego. En 1991 Puerto Rico recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por haber declarado el español como lengua oficial, ante la amenaza del inglés. Dos años después, en 1993, el Parlamento aprobó una ley que equiparaba las dos lenguas, oficiales ambas desde entonces. Y la semana pasada se aprobó, por un estrecho margen, un proyecto de ley que volverá a dar al español el estatus de única lengua oficial en la isla.

         La propuesta la presentó Antonio Faz Alzamora, ex presidente del Partido Popular Democrático, que hoy está en el poder, arguyendo que “al establecer el español como primera lengua, fortaleceremos y validaremos la realidad de que más del 80% de los puertorriqueños no entienden ni hablan inglés”, y recordando que no se trata de una medida que propugne “solamente español” (Spanish Only), sino “el español primero” (Spanish First). En el otro lado, el presidente del Senado defendía que “en el siglo XXI los esfuerzos gubernamentales deben ir dirigidos al ‘pluriculturalismo’, incluyendo la diversidad de idiomas”. Los argumentos de la senadora independentista eran otros: que el español debe ser el único idioma en Puerto Rico si quieren preservar su identidad cultural.

         Es un asunto con muchas aristas, porque es sobre todo un problema político, como suelen ser todos los asuntos lingüísticos. Hace unos meses, varios medios norteamericanos denunciaban una situación que raya entre el absurdo y la picaresca: varios cientos de casos en que ciudadanos puertorriqueños estaban recibiendo prestaciones (benefits) de la Seguridad Social por ser considerados “discapacitados” (disabled) por el hecho de no hablar inglés. Es una paradoja, en un territorio donde según el último censo el 95% de la población se expresa en casa en castellano, y el 84% admite que no habla inglés “muy bien”.

         Y el conflicto no se queda ahí. Hay más puertorriqueños viviendo en el territorio continental de los Estados Unidos que en la propia isla caribeña, donde hay apenas una población de 3,5 millones de personas. La mayoría de ellos están asimilados a la cultura yanqui y además hablan inglés perfectamente, porque es la lengua en la que fueron escolarizados, y con la que en general se sienten más cómodos. Sólo hay que escuchar hablar en español a Jennifer López para entender parte del fenómeno. Aunque otros artistas famosos como Ricky Martin, Luis Fonsi o Chayanne son muestra de lo contrario: un dominio apropiado de nuestra lengua, y la propia consideración de que es su lengua materna.

Una compañera puertorriqueña, profesora de Historia y plenamente competente en las dos lenguas, me contó que cuando discute con su padre ella se pasa al inglés, en parte para hacerlo rabiar y en parte porque se siente más cómoda. El papá, que seguramente entiende todo en inglés, pero para quien es más cómodo expresarse en castellano, se enoja y le replica: “¿Puedeh dejal de hablalme en tu lengua, mi amol?”. Desde ahora el español será la única lengua oficial, pero más tarde o más temprano Puerto Rico será un territorio bilingüe, y probablemente un estado más de los Estados Unidos, donde quizá las soluciones lingüísticas puertorriqueñas sean ejemplo, bueno o malo, para otros estados.


sábado, 12 de septiembre de 2015

Hoover y García Márquez, el FBI en busca de inspiración

Historias policiales de escritores al margen de la literatura. Esta semana publicó el Washington Post, en su sección de “Libros”, un curioso reportaje sobre el espionaje al que el FBI sometió al escritor colombiano García Márquez durante 24 años. El título del artículo es menos ocurrente que gracioso: haciendo un juego de palabras con el título El amor en los tiempos del cólera, el periodista Joe Stephens tituló Love in the time of surveillance: FBI agents tracked Gabriel García Márquez. Y se basa en las fuentes directas que el FBI ha desclasificado, a petición del Washington Post: 137 páginas de un archivo en el que se mantienen por lo pronto sin desclasificar otras 133.


         J. Edgar Hoover, el implacable director del FBI entre 1935 y 1972, encargó personalmente la supervisión discreta del escritor colombiano, como de tantos otros intelectuales o artistas sospechosos de comunismo o pro-comunismo. La historia tiene mucho menos de novelesco que de interés puramente periodístico, como tanto le habría gustado a Gabo, por otra parte. En los primeros meses de 1961, García Márquez, que ya era un reconocido periodista en Colombia, pero aún un incipiente novelista al que pocos conocían, había vuelto de Europa y se instaló en Nueva York para trabajar como corresponsal de una nueva agencia de noticias cubana: Prensa Latina.

         Apenas dos años después del triunfo de la Revolución cubana, habría sido raro que no investigaran a un periodista que trabajaba para una agencia del enemigo comunista. García Márquez, con 33 años, llegó a Nueva York con su mujer, Mercedes Barcha, y con su hijo Rodrigo, de apenas dos años. Los papeles del FBI revelan que se instalaron en un hotel de Manhattan, por el que pagaron 200$ mensuales, y que apenas recibieron visitas. Esto y todo lo que llena los informes es puro chisme, pues tampoco está claro por qué siguieron espiando al escritor durante 24 años, hasta 1985.

Durante ese periodo García Márquez publicó sus novelas más célebres, empezando por Cien años de soledad en 1967. En los 70 era ya un escritor reconocido en cualquier lugar del planeta, en 1982 había sido distinguido con el premio Nobel de Literatura, e incluso en esos años había estrechado lazos de amistad con mandatarios internacionales: el presidente francés François Mitterrand y hasta el presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, que lo recibió varias veces en la Casa Blanca. El FBI se fijaba en otra amistad más próxima y duradera: entre las decenas de documentos originales en inglés y en español incluidos en su informe, un agente subrayó una línea de un artículo del Newsday de 1982 que lo describía como “un amigo cercano de Fidel Castro”.

Nunca se abrió una investigación criminal contra el escritor: los agentes se limitaron a hacer un seguimiento discreto de sus pasos en los Estados Unidos. Algunos informes lo describen físicamente, remarcando la peculiaridad de su bigote; otros nombran a los informantes confidenciales; en otros, los agentes se mofan de las dificultades de García Márquez con el inglés. Uno de los documentos de febrero de 1961 viene directamente de J. Edgar Hoover: “En el caso de que entre en los Estados Unidos por cualquier razón, el FBI debe ser inmediatamente puesto sobre aviso”. La ironía es que García Márquez fue despedido de Prensa Latina apenas unos meses después, pues la agencia cubana consideró que sus reportajes no eran lo suficientemente radicales. De modo que en julio de 1961 salió de Nueva York, junto con su familia, en un autobús Greyhound rumbo a México.

Muchos años después, el hijo que viajaba con él, Rodrigo García, que es director y productor cinematográfico y vive en Los Ángeles, recibió la noticia sin sorpresa. Aseguró al Washington Post que la familia no sabía que había sido objeto de vigilancia durante tantos años, pero que al fin y al cabo era lo esperable: cuenta que en 1961 García Márquez volvía a casa y se dio cuenta de que lo seguían dos hombres que se comunicaban con silbidos. El escritor pensó que podían trabajar para la CIA o para cualquier facción cubana. A fin de cuentas, García Márquez nunca perteneció a ningún partido, e incluso sus reportajes sobre los países socialistas europeos no eran descripciones del paraíso en la tierra.


En aquellos años de la guerra fría, en sus idas y venidas por América y Europa, antes y después de radicarse en México, quién le habría dicho, a quien no paraba de armar novelas en su cabeza, que andaban con ganas de hacer una mala novela policial de su propia vida.

lunes, 7 de septiembre de 2015

América sobre ruedas

Recuperado el hábito de la conducción diaria, pienso en la primera vez que conduje en serio por las carreteras de este país, en medio de la larga y saludable temporada en que andaba siempre en bicicleta. Fue cuando vino parte de mi familia en primavera, y alquilamos un coche enorme que nos llevó hacia los páramos interminables entre California, Nevada y Arizona. Camino de Las Vegas, conducir tenía primero la excitación del road trip familiar, pero acababa en la monotonía de los desiertos, millas y millas de tierra yerma y paisajes invariables.

         En medio de aquellas soledades descubríamos el escenario de tanta memoria cinematográfica, y también el desahogo de las legendarias rutas de Norteamérica. Cruzando Arizona, camino del Gran Cañón, a la circulación tranquila y los bosques de pinos se agregaba el aliciente mítico de cruzar junto a las señales que marcaban la Ruta 66. De vuelta a California, después de atravesar la soledad más absoluta y desangelada del Valle de la Muerte, volvía un tráfico cada vez más denso, pero siempre ordenado, encauzado por esas formidables autovías de incontables carriles que unen las ciudades californianas.

         Moverse por Los Ángeles, como por cualquier megaciudad, es otro cantar. En ciudades tan extensas, tan interconectadas por autovías y puentes, es difícil imaginarse el mundo anterior al GPS. Las ciudades americanas han crecido al mismo ritmo que las invenciones tecnológicas para americanos, pero aun es así es curioso imaginarse a los coches que circularían por aquí, por Los Ángeles, por San Francisco, hace sólo diez o quince años. No veo fácil que muchos vehículos pudieran detenerse, ni en medio de una autovía de ocho carriles ni junto a una acera por la que no transitaría nadie, para preguntarle a un paisano por dónde se va a la plaza del pueblo, al aeropuerto o a la piscina municipal. Eso sí, una cosa buena que siempre han tenido las calles de estas ciudades es la precisa organización en cuadrículas, y la simple y práctica numeración de las calles: es más fácil buscar la Tercera o Quinta Avenida, o la calle C, F, J, L, que cualquier calle dedicada a un poeta excelso o a un político fallecido.

         En el fondo, es tan fácil conducir por aquí, que cualquiera puede hacerlo. De hecho, sacarse el carné de conducir, la licencia de manejar, es casi una broma. Un examen teórico para el que no es necesario más que conocer la señalización y alguna noción general de conducción: se hace de pie en diez minutos, frente a una cabina semiabierta, y hasta se puede repetir al instante si se fallaron algunas preguntas. Uno puede elegir hacerlo en inglés o en español, aunque a veces lo segundo puede ser más confuso si no se tienen claros ciertos matices cuando no se ‘conduce un coche’ sino que se ‘maneja un carro’: ‘girar’ es aquí ‘dar vuelta’, el ‘maletero’ es la ‘cajuela’ y una ‘llanta’ es la propia ‘rueda’, además de que ‘adelantar’ a otros vehículos es ‘rebasar’, por ejemplo. Quienes hayan tenido problemas para ‘aparcar’, o ‘estacionar’ o ‘parquear’, no los tendrán cuando en el examen práctico les digan que lo hagan ‘de reversa’, ‘marcha atrás’, frente a una acera casi vacía, utilizando una palanca de cambios automática, como son aquí todas.

         También es verdad que hay algunas diferencias fundamentales en las condiciones de la conducción, además de la anchura de las calles y carreteras y puentes. Con semáforo en rojo, si no viene nadie por la izquierda, se puede girar a la derecha después hacer una ligera parada en la línea. En los 80 se empezó a conocer esta práctica como California stop, pero ahora es común y permitida en todos sitios. Y en muchos cruces de calles no hay semáforos, sino cuatro señales de STOP: todo el mundo se detiene un momento, y sale quien primero llegó. Así de simple, y todo el mundo lo cumple, del mismo modo que todo el mundo circula a velocidad moderada y se detiene mucho antes de alcanzar el paso de cebra si hay algún peatón con intención de cruzar la calzada.

         Si algo bueno he descubierto en las calles y carreteras de Estados Unidos es que puede existir orden, no hay ninguna prisa y cada cual puede respetar el espacio de los demás sin sentirse agraviado. Un amigo mexicano lo definió el otro día con una palabra más exacta: a pesar de todo, me decía, en los Estados Unidos uno encuentra que hay espacio para la armonía. En muchos ámbitos uno percibe esa armonía, que a veces no es otra cosa que consecuencia de la frialdad. Pero al volante es tan patente, y tan agradecido, que en poco tiempo uno acaba siendo, sin remedio, por ciudad o por rutas interestatales, un conductor más educado.



sábado, 5 de septiembre de 2015

Radio California FM

Hace justo un año me regalé un viaje largo a las Américas. Estos últimos días de agosto, aprovechando la fecha simultánea del cumpleaños y el aniversario de la llegada, me he regalado un coche. A demasiada gente le sorprende que pueda haber sobrevivido un año en los Estados Unidos sin vehículo propio. Muchos de los mitos sobre la cultura americana que perviven entre nosotros tienen fundamento, pero no son realidades incontestables.

En San Diego, como en otras muchas ciudades californianas, el transporte público llega a todos lados. La diferencia con nuestras ciudades europeas es el tiempo que se emplea, y eso tiene que ver con el espacio que las ciudades ocupan. Aquí las ciudades se extienden en kilómetros cuadrados de barrios arbolados con casas bajas, de una o de dos plantas. Y circulando por autovías de cuatro o seis carriles por cada sentido, que cruzan y se reparten por la ciudad, en coche se llega mucho antes a cualquier lugar.

         Y además del transporte público (líneas de autobuses que recorren distancias kilométricas; trolley, unos vagones rojos como de metro o tranvía, a los que todo el mundo se refiere con el término en inglés, pues sonaría tan raro llamarlo con esa antigua adaptación castellana: trolebús) existe la posibilidad de moverse en bicicleta. Yo lo he hecho con naturalidad durante muchos meses, aunque bien es verdad que estas ciudades, a pesar de las calles anchísimas y las costumbres tan educadas al volante, a pesar de la omnipresente señalización de los carriles para bicis, no son lugares demasiado amables para un tráfico tan lento y vulnerable.

Ahora con el coche todo es más practicable, la verdad, todo está más a la mano y más acorde al american way of life. La urbanidad de la gente al volante es algo que nos diferencia sustancialmente. Es tan fácil habituarse a un espacio en el que todo el mundo respeta todas las señales de tráfico, todas las normas, e incluso en el que todos los conductores son tolerantes con los pequeños errores o distracciones. El tráfico fluye por la ciudad y por las autovías (que reciben un nombre tan genuinamente americano: freeway), y lo hace en buena parte porque todo el mundo está dispuesto a ceder el paso, a esperar, a respetar el espacio de los otros vehículos y de los peatones.

         Estos días conduzco con la radio encendida y voy saltando de una emisora a otra, reconociéndolas, del inglés al español, de la música pop a los concursos con muchos gritos y risas, a los anuncios largos de seguros con testimonios de marines retirados, de celebraciones comunitarias o mercados de agricultores. Al acabar un corrido o una ranchera una voz mexicana sobreactuada da consejos sobre cómo tratar las ‘várices’ y otra muestra su conmoción por el cambio de imagen de Google. Por la mañana unos tertulianos de acento limpio, voces inglesas claras, tranquilas y profesionales, explican que en agosto se ha creado en los Estados Unidos menos empleo de lo esperado; el paro ha bajado al 5,1%, después de 66 meses de creación de empleo, pero lo consideran insuficiente.

Una noche suena una música lenta y dulce y tardo en reconocer a Mocedades, otra tarde suenan rumbas de Estopa después de un largo comercial de autopromoción del Senado mexicano. Una noche, a la puerta de un supermercado, un hombre de unos setenta años, con gorra de béisbol, permanece largo rato dentro de su furgoneta, con las ventanillas abiertas, escuchando con atención unas voces masculinas que se desesperan hablando de las campañas locas de los que quieren ser candidatos a la presidencia.

Camino a la playa suena una canción nueva y lenta de Fito & Fitipaldis. U2, Lennon, Alejandro Fernández, suenan entre decenas de canciones pop y rock en inglés y ritmos surferos. Un humorista mexicano repasa ordenadamente lo que ocurriría en los Estados Unidos si se cerrara la frontera con México: otra voz imita el acento gringo haciéndose pasar por un Donald Trump no menos idiota que el de la realidad. En otra emisora han retomado los larguísimos anuncios de seguros médicos, o los no menos esmerados sobre las ofertas en todo tipo de mercancías durante el largo fin de semana que se avecina, con motivo del Labor Day. Siempre acabo en la 88.3, una emisora con 24 horas de jazz que justifica por sí sola la presencia del aparato.


         Ahora voy conduciendo camino a casa, con el brazo apoyado en la puerta del coche, y observo de pasada, con una mirada todavía extranjera, a tantos vehículos haciendo cola en los drive thru, pasillos para coches donde a través de una ventanilla a uno le pueden servir una hamburguesa o una bebida de Starbucks, o desde los que se puede sacar dinero sin poner un pie en el suelo. Paso de largo, y por un momento siento el raro alivio de pensar que el hecho de moverme en coche no nos iguala del todo.

martes, 1 de septiembre de 2015

Septiembre, despedidas y comienzos

En nuestro mundo estacional, septiembre es siempre el comienzo, el reencuentro con la normalidad, la vuelta a los horarios establecidos, a los quehaceres obligatorios, a la programación habitual en la tele o en la radio. Septiembre era la vendimia, los ruidos contundentes de las bodegas en las noches por fin frescas, el olor dulce del mosto encajado en las calles del pueblo durante semanas. Septiembre eran las tardes tranquilas, la recuperación de la normalidad forzada, la sensación de poder disfrutar de las tardes cálidas que, como horas contadas, le robamos todavía al verano.

         Ahora septiembre es un punto más en el calendario. La vendimia californiana y los olores del vino nuevo quedan muy al norte de San Diego. El agosto laboral pasó, y con él el reajuste al modo de trabajo americano. En medio de la desacostumbrada intensidad de agosto tuve huéspedes queridos: durante un mes mi hermano y un amigo con el que casi he recorrido el mundo estuvieron de visita. Una corta experiencia mexicana, intensas jornadas vespertinas o de fin de semana por recorridos urbanos y por el rico entorno de playas y acantilados, de bosques y sierras del condado de San Diego, han añadido experiencias gratificantes a la vorágine laboral. Para ellos todo el resto del tiempo ha sido el movimiento continuo, el descubrimiento sin respiro de ciudades al norte y de los grandes parques nacionales de California y Arizona. Sentí no estar con ellos en el amanecer que coloreaba los recovecos del Gran Cañón del Colorado, pero igual disfruté del relato cuando volvieron a mi campamento base.

         También han restado horas de sueño, que el café insípido americano, aguado y constante, ha tratado de suplir. Y la misma mañana que cumple un año mi experiencia americana me despido de ambos y en el último abrazo se va la promesa de nuevas visitas, que más temprano que tarde espero recibir. Uno ha aprendido que las despedidas deben ser rápidas, y gracias a la tecnología uno ya no se despide del todo, sino que emplaza a quienes quiere a la próxima conversación, que quizá se dilate en esas brumas de cotidianidad que llegan con el mes de septiembre.

         Se quedó a medias la botella de chardonnay de Kenwood, condado de Sonoma, de la última cena, y brindaré mañana contra sus copas vacías para apurarla. De modo que septiembre también traerá algo de normalidad: los muebles volvieron a su sitio, los horarios se irán ajustando. Al salir de clase me paso por la biblioteca y hago acopio de películas y libros. Empiezo con avidez la brevísima Introducción a la literatura norteamericana que Jorge Luis Borges preparó junto a Esther Zemborain. Sumergido en el ambiente puritano de los orígenes, las múltiples facetas de Franklin, la frontera de Fenimore Cooper, los viajes de Washington Irving, la culpa de Hawthorne y la melancolía de Poe, me sorprendo tomando notas: ahora sí siento que ha llegado la normalidad.

         Casi por casualidad, acabo la noche en un lugar con nombre simbólico, pues en el barrio de Bonita, la combinación con la palabra que los americanos utilizan para designar a los centros comerciales resulta hermosa y hasta respeta la concordancia: Plaza Bonita. El restaurante tiene nombre ligeramente italiano, y dentro hay una sala con banderas de España y de México, jamones y botas de vino colgando sobre la barra, y las paredes repletas de carteles taurinos.


El albariño endulza la familiaridad de la conversación a varias voces, voces de acá y de allá que hablan sobre todo de lo que nos une. Hay varios quesos de cabra deliciosos, hay uvas recién vendimiadas, pero es el primer bocado de jamón serrano el que despierta un repentino e inesperado sentimiento de nostalgia. Aquí también las noches son ya frescas, la luna empezó a menguar ayer, y hoy empieza la vuelta a la normalidad que solía traer septiembre.