sábado, 22 de agosto de 2015

El Cigala, dolor y entereza flamenca en la noche de Los Ángeles

Del mismo modo que las noticias y circunstancias españolas son irrelevantes en la prensa norteamericana, no hay día en que no aparezcan en las portadas de los periódicos españoles noticias relacionadas con Estados Unidos. Quizás antes uno no era tan consciente de la cantidad de noticias en la prensa española que hablan sobre California. Acontecimientos políticos o económicos en el estado más rico de este país, productos culturales, referencias cinematográficas con epicentro en Hollywood, novedades tecnológicas que parten de Silicon Valley, modas gastronómicas o textiles extendidas desde San Francisco, incendios de proporciones bíblicas; a veces noticias anodinas e intrascendentes sobre chorradas que ocurren en los atractivos reclamos de las playas californianas.

         Además, cuando la noticia tiene que ver con españoles en California, es enseguida magnificada. Somos ignorados aquí, incluso nuestros más famosos cantantes o deportistas o actores son desconocidos para el público norteamericano. Como todos los que llegan o pasan por aquí, como todo lo que está fuera del establishment yanqui. Y, ciertamente, es una buena lección de humildad colectiva.

Y sin embargo estos días me encontré una noticia que decía mucho más. El País publicó, en español y en inglés, la crónica que Rosa Jiménez Cano hizo sobre el concierto de Diego El Cigala en el Hollywood Bowl de Los Ángeles.



         Por supuesto, la prensa local en inglés, en la megaciudad de Los Ángeles y en todo el sur de California, ignoró el evento y obvió la noticia. Los periódicos y televisiones latinos reprodujeron escuetamente el comunicado de la agencia EFE o el propio texto de El País. Lo mismo en publicaciones mexicanas y sudamericanas. La crónica de Rosa Jiménez Cano es espléndida porque cuenta con sobriedad un acontecimiento triste y hondo. Diego Ramón Jiménez Salazar, El Cigala, actuaba el pasado 19 de agosto en Los Ángeles, en el Hollywood Bowl, un anfiteatro donde entran 17.000 personas, y por donde han pasado los más grandes cantantes internacionales. También los más grandes entre nuestros flamencos, desde Carmen Amaya a Paco de Lucía. El Cigala compartía escenario con la incombustible banda cubana Buena Vista Social Club.

         La madrugada anterior al concierto El Cigala supo que su esposa había muerto. Amparo Fernández, con la que compartió 25 años de matrimonio y con la que tuvo dos hijos, era también su representante, y había organizado la gira con la que el cantaor está recorriendo Estados Unidos. En unos meses el cáncer acabó con ella. Pero le había pedido que no dejara de cantar cuando ella se fuera, que siguiera sobre el escenario a pesar de todo. Cuenta Rosa Jiménez: «La audiencia ignoraba que 45 minutos antes, el artista llegó al camerino enfundado en un pijama de corte chino de raso azul oscuro, con la mirada escondida en unas gafas de sol y arrastrando las babuchas. Con el cuerpo apoyado en Yelsy Heredi, su contrabajo, repetía “qué barbaridad, qué barbaridad”». La vida de su mujer se había apagado sólo unas horas antes, en Punta Cana, en la República Dominicana, donde vivían. Pero el tesón profesional y la promesa hecha a su mujer mantuvieron al cantaor en el escenario: «Diego pidió colirio para aliviar los ojos encendidos en sangre y un espray que mitigase la tristeza agarrada a la nariz».

         En el repertorio con el que gira hay lágrimas negras y tango y romance, como en los títulos de sus discos: boleros, coplas, sones caribeños, cantados con una hondura flamenca de la buena, de la que desgarra con lo que dice, con esa voz primitiva y siempre a punto de romperse. «No hubo un atisbo de sensiblería. Solo hubo oro macizo, como los que adornan sus manos, muñecas y cuello, en la noche más amarga». De la crónica me quedo con otra frase hermosa: «El Cigala fue un profesional con letras mayúsculas, dejó de lado su pena para dar sabor a la vida de los demás».

         El flamenco canta la pena y el destino trágico que durante siglos arrastraron los gitanos. De los cantaores flamencos dice García Lorca: «La raza se vale de ellos para dejar escapar su dolor y su historia verídica». El Cigala no dijo nada al público sobre su pena reciente y honda. Cantó con su aire flamenco esas letras de amores rotos y de ausencias, pergeñadas en el Río de la Plata o en el Caribe: Inolvidable, El día que me quieras, Soledad, Está lloviendo ausencia, Corazón loco. Qué entereza la del hombre que se ha quedado solo en el mundo y ha sido capaz de cantar su pena, y se levanta cuando la música cesa, con la conciencia del trabajo bien hecho, respira el aire fresco de la noche californiana y mira al público para repetir el nombre mágico de la canción con la que ha terminado: Gracias a la vida.



lunes, 17 de agosto de 2015

El vino que mejor sabe

Dice Cervantes que no hay libro tan malo como para no sacar algo bueno de él. De los vinos se puede decir algo parecido. Hay libros odiosos, abominables, escritos con mala conciencia o estilo trampeado, pero es cierto que incluso de ellos pueden extraerse lecciones sobre cómo no hacer las cosas, sobre cómo no afrontar la literatura y la vida. Y con el vino pasa igual: hasta los más detestables pueden llevar en su esencia una producción esmerada, que se echó a perder por algún accidente, o deparar un recuerdo agradable por el momento en que se compartió.

         Lo primero que noté en California, hace casi un año, es que los vinos apenas saben. Son vinos ligeros, incluso los tintos, con poco cuerpo, con poco regusto, como vinos de zonas demasiado húmedas. Una de mis primeras experiencias californianas fue una excursión al norte, a la bahía de San Francisco y los valles de Napa, Sonoma y St. Helena, que a pesar de estar más al norte de la ciudad disfrutan de un clima más benévolo. El cine, como en tantos otros asuntos americanos, nos ha creado una imagen magnífica de Napa Valley y sus vinos, finales de road trips memorables, grandes familias de solera europea y vaivenes trágicos, bodegas de estilo francés o italiano y dimensiones inconfundiblemente americanas, escenas urbanas donde el color del vino en la copa es un detalle casi de alta cultura.

Allí me llamó la atención algo: los viñedos eran muy pequeños, las bodegas eran pequeñas, las dimensiones de los propios valles vinícolas eran pequeñas. A diferencia de todo lo que descubre uno en América, los grandiosos, cinematográficos viñedos de California eran pequeñas extensiones con apenas varias decenas de liños de parras. Parras altas y fuertes, eso sí, frondosas aún, cuando apenas habían pasado unos días desde la vendimia.

Existen esas bodegas con entradas fastuosas, largos caminos flanqueados por olivos altos hasta llegar a una casona con jardines ingleses, pero las prensas son pequeñas, y los depósitos de vino, pocos. Espectacular es la bodega de Francis Ford Coppola en Geyserville, una gran hacienda siciliana con un museo de dos pisos lleno de objetos de sus películas. Pulcra y lujosa la de Peter Mondavi, en St. Helena, que se anunciaba como la más antigua en el valle de Napa, desde 1861, y está cerca de su pariente rico, el gigante Robert Mondavi.


Los viñedos del norte de California son hermosos, discurren en suaves lomas onduladas, con fondos de palmeras o de pinos anchos. Y los pueblos en la zona vinícola son elegantes y caros, muy limpios y cuidados, tranquilos a pesar de estar llenos de restaurantes, con imágenes de vides y racimos por doquier. Algo parecido ocurre en La Rioja y otras zonas del norte de España: fama bien ganada, entornos cuidados y hermosos, cultura verdadera del vino, pero también viñedos muy pequeños.

Seguramente porque mis parámetros de lo que es una viña los marcan mis memorias más tempranas, en La Mancha de cepas bajas e interminables, que es todavía el viñedo más grande del mundo, siempre que visito viñas en el extranjero todas me parecen pequeñas. Y del sabor recio de nuestros vinos también me acuerdo cuando pruebo estos caldos californianos tan caros y en general tan insípidos.

Es otra cultura de vino, los blancos aquí ni siquiera tienen marcado el año de producción, son un poco menos alcohólicos, e incluso los chardonnay o riesling son vinos con poca fuerza. En los tintos, lo más fiable, para ir sobre seguro, son los cabernet-sauvignon, que casi siempre están mezclados con proporciones de merlot o shyraz que les dan algo de empaque, ma non troppo. Y qué decir de los precios, tan exagerados desde mi conciencia de consumidor español y manchego, que no considera el vino como objeto cultural sino como necesidad cotidiana y placer obligatorio.


El sábado por la noche, viajando con un amigo español hasta un supermercado pequeño y lejano donde venden carne cortada al estilo argentino, porque otro amigo orgulloso de ser uruguayo nos la prepararía después en las brasas al más puro estilo, me encontré por casualidad con marcas españolas en la sección de vinos. Una etiqueta un poco ridícula, con un torero pintado al óleo y el nombre tan tópico de “Ritmo y olé”, consiguió sin embargo su propósito al llamar mi atención. Era un vino de Tomelloso, de Bodegas Allozo, y nos llevamos más de una botella.

Un rato o unas horas después, alrededor de la hoguera en una playa tranquila de Mission Bay, degustábamos tanto la carne como el vocabulario gaucho: tira de asado, vacío, chorizo criollo. Y también el vino, el sabor otra vez contundente de un tinto de por casa. Música ligera, un cielo despejado y estrellado, voces en español, risas serenas: cuando empezó a refrescar la brisa, y la marea había retrocedido para dejar brillar entre la arena esos misteriosos puntos fosforescentes de plancton azul, ese tempranillo manchego me sabía a gloria.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Enseñar español en los Estados Unidos

El español en los Estados Unidos, más allá del triunfalismo, del incremento del número de personas que lo hablan al norte de Río Bravo, de que el Instituto Cervantes considere que en 2050 será el país con más hispanohablantes del mundo, por encima de México, es sin embargo una realidad difícil de calibrar y calificar. No hay uniformidad, no hay medios de comunicación de calidad, no hay proyección editorial, no hay interés ni capacidad por parte de España o los países latinoamericanos de hacer un frente común para aglutinar esfuerzos en torno a las posibilidades que nuestra lengua ofrece.

No hay muchos proyectos serios de educación bilingüe real. A lo largo de la frontera mexicana hay cientos de escuelas que se suman a algún programa de bilingüismo, pero por lo general la consideración de la lengua española no pasa del cariño por ser un elemento de la cultura familiar, quizá una verdadera herramienta comunicativa para mucha gente, pero jamás medida en las mismas categorías que el inglés. España envía maestros y profesores cada año para integrarse en los niveles de enseñanza preuniversitarios, aunque por lo general acaban diluidos en las diferentes modalidades del sistema norteamericano, pues no hay un plan claro que venga desde España, ni tampoco un plan conjunto con otros países hispanohablantes mucho más cercanos a la cultura del sur de los Estados Unidos, como México o, en mucha menor escala, Cuba o Puerto Rico o países de Centroamérica.

El Instituto Cervantes no es ni de lejos una sombra del British Council o la Alliance Française. Está presente en Nueva York, en Boston, en Chicago, en Albuquerque (Nuevo México), y en la costa oeste únicamente en Seattle (Washington). Pero no hay ni siquiera uno, por ejemplo, en California, que es casi tan grande como España y que además le debe tanto a nuestra cultura y a nuestro idioma, empezando por los nombres de sus principales ciudades: San Francisco, Sacramento, Santa Bárbara, Los Ángeles, San Diego. Y tampoco en Arizona, y tampoco en Texas o en la Florida, que no sólo son antiguas posesiones españolas donde nunca se dejó de hablar el español, sino lugares que reciben multitudinariamente a gentes del sur que emigran con su idioma debajo del brazo.



Y si partíamos de una infraestructura en desventaja, qué decir del terremoto que ha arrasado los presupuestos dedicados al español en los últimos cuatro años, en España, entre el desprecio oficial y la indiferencia ciudadana. Hace unos meses contaba Muñoz Molina, de vuelta al Instituto Cervantes de Nueva York, del que fue director, para un acto literario, que no pudo leer unos fragmentos de su último libro porque no había un solo ejemplar en la biblioteca. Dando vueltas por el mundo, recuerdo haber visto a gente de la Alliance Française en lugares tan insólitos como Zanzíbar, una isla en el Índico africano, o Tobago, una isla menor al sur del Caribe. Si Francia es capaz de mantener a profesores que representen a su lengua en lugares tan remotos y en apariencia irrelevantes, el proceso por el que el idioma llega a adquirir visibilidad y prestigio es inevitable.

Pero no todo el panorama es desolador. Esta semana me envió mi instituto a hacer un curso sobre la enseñanza del español en los niveles más altos de secundaria, en la University of San Diego, que es una preciosidad de universidad, católica y jesuita, carísima, con un campus pequeño con iglesias y capillas y un pretendido aire europeo y tradicional. Parte de ese aire antiguo y señorial se lo dan los nombres españoles de casi todos los edificios y calles. La universidad está muy cerca de la primera misión española en California, en la calle Alcalá.

Aparte de la calidad del contenido y de quien impartía el curso, una profesora de Arizona, con más de treinta años enseñando en secundaria, hija de un pastor emigrado desde el norte de España, encontré entre los compañeros el consuelo de que muchas cosas se hacen bien en la enseñanza de nuestra lengua en los Estados Unidos.


Además de la dedicación y pasión de los mexicanos o hispanos de este lado de la frontera, me llama la atención la figura del hispanista estadounidense que no tiene relación familiar con la lengua. Con qué fervor se entregaron a aprenderla, a disfrutarla, a viajar por España, por México, por Sudamérica, a enseñar esa lengua y esa cultura de la que se enamoraron como de un amor de juventud.


Comiendo en una de las terrazas de la universidad, que ocupa un cerro alto, con vistas amplias al centro de San Diego y a la anchura de la bahía, al sol ligero y confortante de finales de julio, me ausento un momento de la mesa y compruebo que los otros tres comensales continúan hablando en español en mi ausencia. Cuando vuelvo, la conversación no ha cambiado al inglés. Los escucho hablar con esos acentos gringos tan trabajados, con ese vocabulario rico de quien ha adquirido cada matiz de la lengua extranjera como una parte de su propia experiencia, sin errores, con una velocidad de pensamiento y discurso de la que yo seré siempre incapaz en su lengua. Y me cuentan tantas cosas de España, del Perú, de Chile, de Argentina, de México, conociendo el vocabulario y las costumbres de cada lugar, que por un momento siento una punzada de orgullo de pertenecer a eso que Carlos Fuentes llamó con atinado criterio “el territorio de La Mancha”.

sábado, 1 de agosto de 2015

El español en los Estados Unidos, ¿una lengua viva?

Con la lengua española en el mundo, y en concreto en los Estados Unidos de América, existe lo que algún sabio ha denominado “euforia estadística”. Pero debajo de ese sentimiento entre patriótico y racial hay mucho que explicar y muchísimo trabajo que hacer.


Cada año el Instituto Cervantes publica sus estudios e informes y parece ser que cada vez somos más los que hablamos la lengua española, en una progresión aritmética parece que imparable, porque se debe sobre todo al crecimiento demográfico. Calculan que 470 millones de personas hablan español como lengua materna, y cifran en casi 550 millones las personas que lo hablan en el mundo, incluyendo a los estudiantes de la lengua. Veintiún países lo tienen como idioma oficial, entre los que España, de acuerdo con las estadísticas, es casi una anécdota histórica. Lejos de nuestra vieja Europa, convendremos en que el español es la lengua de América Latina, a pesar de su diversidad, o gracias a ella.



Lo que más nos llama la atención desde España es un dato tan repetido como ilusorio con respecto a la expansión de la lengua en el mundo: en los Estados Unidos hay ya más hispanohablantes que en la propia España. Bien, estadísticamente es posible que sea cierto: casi 52 millones de personas al norte de México declaran que su lengua materna es el español. ¿Pero qué español?

¿Qué industria editorial en español está presente en los Estados Unidos? Aparte de que el 95% de las publicaciones aquí son en inglés, y los libros en español ocupan un lugar residual en la industria, hay que decir que prácticamente todos los libros escritos en español que se pueden encontrar en una librería de Nueva York o de San Francisco son libros de temática religiosa, lo que, aparte de otras consideraciones, ayuda bastante a la estigmatización de nuestra lengua. Ni siquiera hay suficientes títulos españoles traducidos al inglés y que ocupen puestos relevantes en las listas de ventas. Tampoco en las bibliotecas públicas fronterizas, como San Diego o Los Ángeles, hay grandes secciones de libros en español. Incluso para los raros entendidos en literatura hispánica, ésta no va más allá del boom latinoamericano, y ni siquiera todos los estudiantes de origen mexicano, en California o en Arizona o en Texas, conocen la literatura mexicana.

Los periódicos en español son casi siempre panfletos gratuitos, de gestación rápida y mucha seudo-traducción, que uno puede encontrar en esos buzones de prensa que hay por las calles, y en los que sólo tienen cabida sucesos siniestros o noticias relacionadas con la inmigración.

¿Qué televisión en español se ve en los Estados Unidos? Sin contar los canales mexicanos que la gente sigue al otro lado de la frontera, los principales productos propios son Univisión o Telemundo, en los que la mayor parte del contenido viene a ser una demostración exagerada de chabacanería y amarillismo, al estilo de cualquier reality-show de Telecinco en España.

Y la parte aún más débil del asunto está en la difusión de la lengua y la cultura a través de la educación. Pero lo que nunca fue una prioridad para los gobiernos españoles mucho menos lo es ahora en tiempos de destrucción. Pero para eso, entre otras cosas, estamos aquí, empezando el curso escolar a mediados de julio, representando no sólo a nuestro país sino sobre todo a nuestro idioma en el mundo. Conociendo desde abajo, desde el sur del norte, las razones por las que nuestra lengua no despega, a pesar de las eufóricas cifras. Explicando los motivos por los que el patrimonio cultural que compartimos con Latinoamérica debería ser para nuestros países no sólo fuente vana de orgullo, sino un seguro motor económico.