domingo, 26 de julio de 2015

Tiempo de cine al sur de California

Empezar el curso escolar en pleno mes de julio es otra de las cosas que ayudan a mantener una continua sensación de irrealidad. Nada es lo que parece. Es verano, parece verano, hace sol y hay muchas horas de luz, pero es un verano fresco, ligero, muy distinto al verano candente y soporífero que dejé hace sólo unos días en España. El largo viaje que lo transporta a uno hasta un lugar de los más remotos de la Tierra es otro factor que descoloca, que lo pone a uno en un tiempo que parece medirse por otros parámetros. Como casi todo en Estados Unidos, pesos, distancias, volúmenes, temperatura, expresados en onzas, millas, grados Fahrenheit a los que uno nunca termina de habituarse, también el tiempo parece medirse estos días con una medida distinta: estricta y formal como todo lo que ocurre en América, también relajada y amplia, sin noción de principio ni fin, como casi todo lo que nos ocurre a los españoles en América.

         El viaje hacia el Oeste es más llevadero porque el cuerpo se hace al horario casi inmediatamente. De vuelta a Europa es cuando sufre uno esa especie de convalecencia torpe que se prolonga a veces días y días, y que lo incapacita para hacer vida normal porque sigue dentro de sus esquemas horarios y mentales americanos, y el sueño y el hambre reclaman a deshoras, dotándolo a uno de una singularidad que a los demás puede hacérseles enfadosa, la singularidad del enfermo sin una enfermedad clara.

         Pero al llegar acá no se sufre eso. Se sufre o se siente la amplitud del tiempo, la extensión abultada de los horarios laborales, los madrugones que convierten los días en una sucesión de actividades que no cesan, la sensación todavía rara de comer antes de las doce del día y sentir tres horas después que ha habido un corte en el tiempo, un lapso desaparecido, pues ya ni es hora de comer ni hora del café sino media tarde, aunque aún queda la tarde entera por delante.

         Otra cosa que siempre me hace sentir esa sensación de vivir fuera del tiempo, por más que la haya vivido tantas veces, es la cercanía del mar. Siempre que he vivido en lugares con playa me sigue pareciendo mentira que esté ahí, presente y sensual, a unos minutos en bicicleta o caminando, a una distancia fácil en coche. En San Diego hay playas abiertas al océano Pacífico, de oleaje impetuoso y aguas muy frías, y otras más tranquilas y recogidas, a lo largo de la enorme bahía, bordeadas casi siempre de jardines y prados de césped con árboles gigantes.

Además las playas son anchas y apacibles, con la cantidad justa de veraneantes al sol liviano de julio, los surferos que vuelven tercamente en busca de su ola, un lugar ideal para caminar por la orilla, que siempre es amplia y dura y fresca. En las playas luminosas de la isla de Coronado, junto al hotel decimonónico, de un lujo todavía elegante, uno puede pasar horas, de lectura o conversación o paseo, y olvidarse sin culpa del día de la semana o del mes del año.

El tiempo además está distorsionado por todas las libertades horarias de este país. En Estados Unidos nunca cierran las tiendas y supermercados, por lo que la mañana de domingo es como nuestros sábados, un día de compras como otro, de familias en chanclas recorriendo con carritos pasillos helados de refrigeración artificial, de los que es un alivio insuperable escapar y llegar al fresco saludable de la calle, sol y brisa reparadora.

Poco a poco uno se va haciendo a lo que ve. Un europeo, mediterráneo en sus costumbres y agreste a pesar de todo, al que todo llama la atención y para el que todo es siempre novedoso y atrayente. La noche del sábado viajamos en el tiempo haciendo algo que no sólo nunca había hecho, sino que tampoco imaginaba que siguiera existiendo fuera de las películas americanas juveniles de hace décadas: ir a un cine de verano en un drive-in, un autocine.


Está atardeciendo, con fondo de palmeras y pinos tras los que se intuye el océano abierto de California, porque se siente y se huele en la brisa tranquila que se cuela por las ventanillas del coche. Muchas familias salen de los vehículos y colocan sillas plegables. Grupos de niños llenan los maleteros abiertos de furgonetas pickup, merendando o cenando, tomando refrescos. Podría ser 1970, pero faltaban entonces muchos años para que yo naciera. Se hace oscuro y se ilumina la pantalla con la magia del cine, sintonizamos el sonido a través de la emisora de radio, apuramos la pizza aún caliente y deslizamos entre los asientos furtivamente una cerveza de trigo, evitando hacer ruido al destaparla. Más que ver una película, uno tiene en este país tantas veces la sensación de estar viviéndola. Recuesto el asiento, siento la brisa del mar, me dejo llevar por la irrealidad del tiempo, dentro y fuera de la pantalla.

martes, 21 de julio de 2015

Empezar a volver a California

Los viajes tan largos dan más pereza que miedo o incertidumbre. Uno sube al tren en Manzanares una mañana de sábado y no sabe bien a qué horas ni en qué día aterrizará en América. Las últimas imágenes de España son del gentío bullicioso en el aeropuerto, el recuerdo más inmediato es el persistente calor sahariano de las últimas semanas, en medio de un relajo de verano en familia.

         Llego a Cancún, en el estado mexicano de Quintana Roo, en la península del Yucatán, después de un vuelo plácido de diez horas. En el avión, cosa predecible, muchos niños, muchas parejas en viaje de novios. Al salir del aeropuerto me encuentro de lleno con el verdor y los olores del trópico, con el sopor húmedo del atardecer en el Caribe, esa humedad densa y cálida que siempre me devuelve a mis primeros días en Trinidad, donde descubrí la vida tropical.

         Como el mundo es ancho pero también es un pañuelo, embarcando en el segundo avión me encuentro con un compañero y amigo de San Diego y con su familia, que vuelven a casa después de unos días de descanso en las playas del Caribe mexicano. Durante muchas horas, entre el sueño y el viaje y los cambios horarios en cada escala, uno vive en un limbo temporal, del que sólo saldrá cuando gire la llave de casa. Atravesamos México entero, hasta el último confín del norte y el oeste, Tijuana, más allá de los desiertos y valles arrugados que pasan por la ventanilla.

         A veces un golpe de suerte se sobrepone a la planificación, y como suelen sucederme estas casualidades felices, llego a la frontera en coche con la familia de mi amigo. Como soy extranjero debo ponerme en la línea regular para cruzar a pie. El sol temprano pega muy fuerte, pero aquí es domingo y hay mucha menos gente de lo habitual. En poco más de media hora estoy frente al puesto de seguridad. El agente mira con detenimiento y cierto recelo mis papeles. Después de un rato me pregunta por la proximidad de la fecha de expiración de mi visado. Se fía de lo que le digo, sobre todo porque le digo la verdad, y con un gesto de indiferencia y prisa me deja pasar.

Ya sólo falta un control, después de todos los que pasó mi maleta de mano, uno en España y tres en México, para que las bolsas con lonchas de jamón cerradas al vacío entren en los Estados Unidos. Para alguien como yo, que se precia de no infringir jamás las leyes, hacer esto es más una temeridad que un desafío. Uno puede vivir muchos meses sin probar el jamón serrano, pero sabiendo que no se le hace mal a nadie burlando estos controles internacionales, por qué aventurarse a vivir sin jamón. Mientras la maleta avanza por la cinta del último control, dos agentes conversan y el tercero mira inexplicablemente el techo durante muchos segundos, todos los que tarda en llegar a mis manos. Feliz y aliviado, piso de nuevo el suelo de los Estados Unidos de América.

Nunca llueve al sur de California. De hecho, en todo el año pasado no llovió más de cinco o seis días. Pero me dicen que ayer cayó una tormenta violenta durante horas, y por la tarde el cielo se nubla y vuelve a llover. Es raro ver este paisaje urbano ya familiar bajo un cielo blanco. Camino bajo un paraguas y con las zapatillas caladas por las calles de Chula Vista, hacia la bahía, que es ya mi paisaje cotidiano, pero cuesta reconocerlo así, mojado y grisáceo. El aire sigue siendo cálido, la gente en pantalón corto se muestra torpe por las aceras, como veraneantes sorprendidos por una tormenta no anunciada. El calor y la humedad intensos, la lluvia caliente chocando contra la piel, me traen, por segunda vez en un margen corto de horas, la memoria sensorial de mis tardes de otoño en el Caribe.

Al tercer día el sol relumbra de nuevo, y para quedarse. Viniendo de pasar lo que ha pasado por España, el tiempo en el sur de California parece aún más benévolo: calor suave, templado por la brisa siempre fresca que viene del océano. Una tarde arrastro mis sandalias hasta la marina y el parque de la bahía. Desde la arena de esta playa estrecha y de oleaje perezoso, el perfil de los edificios de San Diego semeja una ciudad de ensueño al fondo de un camino inseguro, bajo unas nubes que la cerrarán para esconderla.


 Para alguien de secano, remojar los pies en un paseo tranquilo por la orilla es siempre un regalo inesperado. En este rincón, el Pacífico realmente lo es. Familias y deportistas cruzan por el parque, a mis espaldas, pero el lento oleaje apaga sus ruidos. El sol no quema, la brisa refresca y conforta. Sentado en una roca negra, los pies desnudos en la arena, me sumerjo en las últimas páginas de la última novela de Muñoz Molina, que van de Europa a América como ha venido el libro y como he venido yo. Esto es empezar a volver, más que volver a empezar.

viernes, 17 de julio de 2015

Hizo un palacio en el Viso

A todos los niños manchegos nos llevaba el colegio, en algún momento, a ver el lagarto del Viso. El lagarto es en realidad un cocodrilo del río Nilo de cinco metros de largo, disecado, que cuelga de una de las paredes de la iglesia de la Asunción, con la gran mandíbula abierta, pero más bien con la actitud de una lagartija que pretendiera trepar hasta el techo. Viso del Marqués es uno de los últimos pueblos de La Mancha, al pie de la autovía de Andalucía y a escasos kilómetros del paso de Despeñaperros. El entorno es seco y muy llano, pero sólo un poco más al sur empiezan los desniveles y el verdor de la sierra. El valle de Los Perales es un bosque ameno en donde acababan las excursiones escolares.

Junto a la iglesia de la Asunción se levanta el imponente Palacio del Marqués de Santa Cruz, que es sede el Archivo General de la Marina. A más de uno le llama la atención no ya la ubicación actual del archivo naval, que es un homenaje a Álvaro de Bazán, primer Marqués de Santa Cruz, sino el hecho de que el insigne hombre de mar mandara construir su palacio hace cuatro siglos en tal lugar. Los secanos que rodean el Viso, rastrojos amarillos y ardientes estos días de julio, olivares cenicientos, tan alejados del mar, no parecen el lugar más adecuado para que un marino plantara su casa. Y, sin embargo, no hay nada más lógico.

El padre del primer Marqués, Álvaro de Bazán el Viejo, adquirió por méritos de guerra estos terrenos en las estribaciones de Andalucía, y el Marqués agrandó sus posesiones con las Encomiendas de Santa Cruz y Valdepeñas, toda tierra llana y ya entonces famosa por sus vinos. ¿Por qué? Para un marino que trabajaba y se curtía en batallas en todos los mares que rodeaban España, este enclave manchego suponía el punto de encuentro de todos los cruces que podían interesar a sus negocios. Viso del Marqués es un punto casi equidistante de Madrid, la Corte, y los puertos principales de la Península, en el Mediterráneo o en el Atlántico: Cartagena, Valencia, Lisboa, Cádiz.

Es una teoría estratégica y comercial, si bien el adagio popular remata el asunto de forma más lapidaria: El Marqués de Santa Cruz hizo un palacio en el Viso; porque pudo, y porque quiso.

El Palacio es un edificio de corte renacentista, planta cuadrada, de muros de caliza terrosa, que parece casi incongruente frente a una plaza pequeña, de casas bajas de tejados marrones que se acaban enseguida para dar paso al campo. Después del maltrato de los siglos y las guerras, hoy es un edificio cuidado, un verdadero palacio italiano en medio de La Mancha, un escenario inmejorable de películas históricas.

Los miles de documentos que conforman el archivo naval están en los sótanos. Hace tres años aproveché una fiesta para visitarlo con dos alumnos, que trabajaban en un reportaje sobre el tesoro hundido de la Mercedes, justo cuando la justicia norteamericana acababa de sentenciar que las monedas regresaran a España. Pudimos tocar algunos de los documentos que ahora están expuestos al público detrás de limpias vitrinas. Recuerdo todavía la extraña emoción de tener en mis manos la carta, de papel suave y caligrafía temblona, en la que Diego de Alvear, que había perdido a casi toda su familia y estaba enfermo, relataba sus penurias y trabajos en América para solicitar una vez más la pensión que después de años no llegaba.

El patio es un bello espacio abierto, cuadrado, con columnas clásicas, de planta rectangular, con corredores de tibia sombra en cuyas paredes hay frescos con reproducciones de ciudades del Mediterráneo donde peleó y venció el Marqués de Santa Cruz, con los relatos de las batallas en severas mayúsculas. Nombres sonoros y sugerentes de lugares por los que camparon los españoles: Messina, Túnez, Egipto, Nápoles, Lepanto. En los techos de las cámaras los frescos enseñan asuntos mitológicos: en uno de ellos Ceres, la diosa romana de la agricultura, acepta el castigo de las estaciones.

Hay una pequeña capilla dedicada a Santiago, bajo cuya imagen combativa al óleo hay un altarcito con una urna donde se guardan los restos de Álvaro de Bazán y generaciones de herederos. Es domingo y cada media hora hay dispuesto en la puerta del Palacio un grupo suficiente de gente que viene a visitarlo. En las curvas de las altas escalinatas que llevan al piso superior hay sendas esculturas de Neptuno, dios del mar, y Marte, dios de la guerra. Álvaro de Bazán no perdió jamás una batalla.

En otra visita, con amigos extranjeros, el organista de la iglesia se ofreció a tocar algunas piezas. Hoy nos cuenta algo de unas fiestas patronales: es un hombre muy viejo y ya esmirriado, que habla deprisa y con deferencia. El lagarto, el cocodrilo, largo y renegrido sobre el blanco de la pared, parece haberse movido y quedarse ahora quieto con esos gestos inteligentes y rápidos de las lagartijas en verano.

Es ahora una visita tranquila, breve, otra vez familiar. Volvemos tantas veces a los lugares de los que conservamos nuestros recuerdos más antiguos, y sin embargo siempre aprendemos algo nuevo. Por la tarde hay etapa del Tour de Francia y café frío y lectura en la hamaca del portal y seguramente piscina, y la repetición entrañable de los hábitos infantiles cumple un doble propósito: causarle a uno una honda lástima por la pronta partida, y a la vez propulsarlo hacia lo nuevo y lejano que tiene por delante.

lunes, 13 de julio de 2015

Memoria y monedas de plata en Viso del Marqués

En agosto de 1804 partió del puerto de Montevideo una flotilla de la Real Armada española compuesta por cuatro fragatas, rumbo a Cádiz. Los cuatro barcos, Fama, Medea, Mercedes y Clara, venían cargados con caudales del Virreinato del Perú que, aprovechando la ausencia de hostilidades con Inglaterra, pretendían llevar a la Península. El jefe de la escuadra era José de Bustamante. El segundo comandante era Diego de Alvear, que viajaba en la Medea junto a uno de sus hijos. El resto de su familia, mujer y siete hijos más, volvían, a bordo de la Mercedes, de vuelta a España después de varios años de estancia en América.

         Unos movimientos malinterpretados de buques españoles en el Cantábrico motivaron que los ingleses enviaran otra flotilla de cuatro fragatas con la idea de detener a la expedición española que volvía con caudales de América y llevarla a Inglaterra. Se libró una batalla frente al cabo de Santa María. Los ingleses, superiores ante una escuadra desprevenida, hicieron estallar y hundieron la Mercedes y redujeron las otras tres fragatas, que fueron conducidas a la costa inglesa. Con la Mercedes se hundieron al menos 275 personas, y más de medio millón de monedas.

         En 2007 una empresa norteamericana de exploración submarina, Odyssey, que había localizado el pecio hundido, sacó a la superficie las monedas y se las llevó a Florida. España reclamó el tesoro rescatado ante la justicia estadounidense y, después de varios contenciosos, la Corte Suprema de Estados Unidos sentenció que el tesoro debía regresar a España.

         La mayor parte de las 500.000 monedas, acuñadas en Lima en 1803, eran reales de a 8. Esa moneda, que se llamó también peso fuerte, peso duro o dólar español, era en aquella época la divisa mundial de referencia. Fue además la primera moneda de curso legal en los Estados Unidos de América, donde se usó hasta 1857. Pocos saben hoy que el símbolo del dólar $ tomó sus rayas verticales del escudo que llevaban aquellas monedas españolas. El escudo de España, entonces y ahora, está flanqueado por las columnas de Hércules.


         Algunas de aquellas monedas hundidas pertenecían a la Real Hacienda española, pero otras eran sueldos ahorrados por oficiales y marineros. Con la Mercedes llegaron al fondo del mar también monedas de oro de ocho escudos. España pudo demostrar ante la justicia estadounidense que la Mercedes era un buque de Estado por tres razones: figura en el registro de 1804 del Estado General de la Armada, portaba la bandera bicolor con escudo de la Real Armada, y el viaje era una misión de Estado: no sólo traía a España caudales del Virreinato del Perú y otros efectos oficiales, sino que también a la ida había llevado a América papel timbrado y mercurio de Almadén, sobre los que existía el monopolio real.

         Lo curioso del asunto es que no se pudo demostrar que el barco no era una empresa particular, sino una misión de Estado, hasta que se dio, tras muchas indagaciones mientras avanzaban los litigios, con algunos documentos clave. Pocos españoles pueden imaginar que el Archivo General de la Marina no está en Madrid, ni tampoco en ninguna ciudad portuaria, sino en las estribaciones del sur de La Mancha y de la provincia de Ciudad Real, a más de 300 kilómetros del mar.

El Palacio del Marqués de Santa Cruz, en Viso del Marqués, acoge fondos de la Armada española desde el siglo XVIII al XX. Y entre esos fondos apareció, por ejemplo, la hoja de servicio de José Manuel Goycoa y Labart, comandante de la fragata Mercedes, en la que se especifica la causa de su fallecimiento en el combate contra los ingleses. Apareció también un oficio del Generalísimo D. Manuel Godoy, de 1802, en el que daba cuenta de los caudales y efectos valiosos que permanecían en Lima, y de la conveniencia de traerlos a España, para lo que enviaba para allá las fragatas Mercedes y Clara.

Estos días sofocantes de julio el Palacio acoge en algunas de sus salas una exposición que recuerda estos sucesos, y además una pequeña muestra de las monedas rescatadas que originaron el pleito internacional, y que finalmente llegaron a España en 2012. Visitar de nuevo el Palacio de Viso del Marqués, con sus frescos italianos en recuerdo de las batallas navales de Álvaro de Bazán, sus anchos salones adornados con motivos mitológicos, ya es algo que merece la pena. Conocer las curiosidades de la Historia, a partir de un puñado de monedas rescatadas del mar, más aún.

Imagino que empresas como Odyssey generarán millones de dólares con sus hallazgos y rescates submarinos. En este caso, el término más repetido en la exposición es menos amable: expolio. Otro de los condicionantes legales que se tuvieron en cuenta para desautorizar a la empresa estadounidense es que el barco hundido era además el cementerio de al menos 275 personas. La profanación de un lugar así incumple la legislación internacional. Hoy las monedas de plata están en España, y no sé si es lo justo o lo más razonable. La Historia, y la memoria de aquellos que se tragó el mar, están en los dos lados, en Europa y en América.

viernes, 10 de julio de 2015

Almagro, La Mancha en verano

Estos días de pleno verano, con un calor tan intenso que descoloca los horarios y los hábitos más cotidianos, despiertan una sensación contradictoria sobre la que uno se acomoda y de la que a la vez quiere escapar. Vivir bajo temperaturas de 42º C (108º F) esquivando los rigores del bochorno y la dictadura del aire acondicionado, es posible. En la costa californiana, donde jamás se llega ni de lejos a esas temperaturas, he visto encender el aire acondicionado hasta en diciembre y enero, respondiendo a esa obsesión insana, tan americana, por sobreadaptar el clima por encima del nivel de confort. Aquí en La Mancha, siempre que uno no tenga que trabajar al aire durante el día, el calor se puede sortear de maneras más sanas. A pesar de nuestro afán continuo de destrucción del patrimonio y la admiración por los modelos arquitectónicos foráneos, en nuestros pequeños pueblos es aún fácil recurrir al frescor de un patio o un ancho sótano, a la brisa de un portal umbroso, al verdor y el agua junto a una casa de campo.

         Estos días empezó el Tour de Francia, y el bochorno de la siesta refuerza la sensación de lejanía en el tiempo. Miro los acantilados y playas de la Normandía, los paisajes de maíces y de trigos aún verdes cuyas carreteras atraviesa tan rápido el pelotón de ciclistas, y lo asocio sin querer con el otro verdor más oscuro, el de lejanos melonares de otros julios desde los que escuchábamos por la radio el final de etapa. El calor trae el silencio de los otros durante la siesta, que también entonces aprovechaba para sentarme en cualquier rincón fresco a leer sin ser molestado. El aire lento y calentujo de la siesta no se extingue hasta que se va la luz, más allá de las diez de la noche. Alguna tarde se forman grandes polvaredas, calima que entorpece mirar hacia la sierra, o una quietud densa sobre la que se oye el canto monótono de la chicharra, y supongo que todo esto no es más que el territorio de la infancia llamándolo a uno.

         Una noche, ya a tan pocos días de volver a América, regreso por unas horas al lugar de La Mancha del que más orgulloso debe sentirse un manchego, el lugar que nadie que cruce por aquí debería perderse. Almagro no es sólo el pueblo más hermoso de La Mancha, sino el que estuvo más en el centro de la Historia, y el que conserva en su aspecto y en su vida cultural esa Historia viva. Las fachadas encaladas, las rejas negras, el suelo empredrado, dan a las calles del pueblo un aspecto particular: así debieron de ser nuestros pueblos durante siglos, así ha aparecido en numerosas películas, como Volver, de Pedro Almodóvar. La Plaza Mayor de Almagro, un vasto rectángulo a cuyos lados se disponen soportales de columnas de piedra, que sostienen viviendas con ventanales verdes, es una joya del pasado y del presente. Almagro fue la capital de la Orden de Calatrava, casa de banqueros alemanes, en tiempos de Carlos V, que gestionaron el mercurio de Almadén con el que se procesaba todo el oro y la plata de América, fue sede universitaria, fue el lugar donde nació el conquistador del imperio inca Diego de Almagro.

         Desde hace 38 años, se celebra durante el mes de julio el Festival Internacional de Teatro Clásico. El escenario más pintoresco es el Corral de Comedias, en la misma plaza, pero la realidad es que cada noche hay varias actuaciones al mismo tiempo, en distintos escenarios, antiguos y modernos. Entre las decenas de actuaciones del más alto nivel, el plato fuerte son las dos obras representadas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. El Hospital de San Juan es el espacio escénico más amplio, con 700 localidades, que siempre están llenas. Este año, la CNTC ha rescatado un texto de Calderón de la Barca, Enrique VIII o la cisma de Inglaterra, sobre el repudio del rey inglés a Catalina de Aragón para poder casarse con Ana Bolena, en la versión sesgada de nuestro católico dramaturgo. Actores como Sergio-Peris Mencheta, Joaquín Notario o Pepa Pedroche engrandecen una producción bien montada y desarrollada.

       
  En la noche sofocante, varios cientos de abanicos suplen con moderada agitación la falta de aire. Los murciélagos sobrevuelan pacíficamente el escenario, en el que ocurre la magia del teatro como ocurrió hace cuatro siglos, casi en el mismo lugar, con los mismos versos. Una gran jarra de cerveza fría en la terraza de un bar de la plaza, junto a la puerta del Corral de Comedias, en conversación con amigos, es más un premio para el alma que un alivio para el cuerpo.

sábado, 4 de julio de 2015

Tejera Negra, pueblos negros

En el extremo norte de la provincia de Guadalajara, en los límites con las de Soria y Segovia, se encuentra el bosque de hayas más meridional de Europa. En días que han superado los 41º C (106º F) en el centro de la Península, no hay mejor refugio que un bosque continental, una reliquia del clima de hace milenios que ha resistido en estas alturas de Castilla. El entorno del Parque Nacional del Hayedo de Tejera Negra es hermoso y austero, pueblos pequeños con envejecidos edificios por los que atraviesa la carretera, que después sube serpenteante entre montes hasta más de 1500 metros, atravesando espesos pinares y valles aún verdes donde las vacas pacen bajo una luz intensa.

En Cantalojas hay pocas calles, hay una plaza minúscula con una fuente en medio, junto a la cual un frutero había parado una camioneta y despachaba frutas a las vecinas que se acercaban con la naturalidad de quien ha estado esperando el correo. Hay fachadas del color de la tierra, ropas tendidas en la calle, algunos pequeños huertos con muros de piedra oscura. En este pueblo y otros del entorno se rodó la película Flores de otro mundo, en la que se retrata esa costumbre ahora tan inconcebible de las caravanas de solteras que llegaban en los años 80 a los rincones más olvidados del campo español que se despoblaba.

A unos pocos kilómetros, primero por carretera estrecha y después por camino de tierra, está el Hayedo. Antes de llegar se ve el largo lecho de cantos negros del río Lillas, que lleva una corriente segura a estas alturas del año. El itinerario para el improbable visitante o turista de julio discurre primero junto al río, por lo que se llama la Senda de las Carretas, en recuerdo del camino por el que bajaban del monte las carretas cargadas de carbón vegetal. Hay un bosque de altos y afilados pinos, que dejan paso a robles y rebollos conforme se asciende, para mezclarse después con las hayas, de troncos blancos y musgosos y de hojas de un verde muy intenso a estas alturas del año. Junto al río, bajo las sombras espesas y frescas del hayedo, hay una carbonera, una construcción de maderas apiladas como formando una choza, para que el caminante se haga una idea de cómo se trabajó aquí durante siglos para obtener el carbón.

Las guías indican que en el interior del hayedo puede haber una diferencia de diez grados con respecto al exterior. Cuando se sale de nuevo al sol, en las alturas de un monte que es mirador hacia el valle y hacia los picos más altos de la sierra de Ayllón, parece que uno emergiera de las profundidades de una cueva. En el descenso, por una senda interior y oscura de sombra, cruzo el cauce pedregoso de un arroyo seco y me encuentro a pocos metros con un corzo muy joven, que primero se detiene asustado y, al oír el chasquido rápido de la cámara, desaparece saltando monte abajo entre los árboles. Poco a poco las hayas ceden terreno de nuevo a los robles, a algunos tejos, a la unanimidad vertical de los pinos.

En el camino de vuelta, pasados Cantalojas y Galve de Sorbe, siguiendo esa querencia natural por las carreteras secundarias, me interno en una pista estrecha y montañosa que recorre los primeros pueblos de la arquitectura negra. Los pueblos negros son así llamados porque se utiliza la piedra en sus construcciones, especialmente la pizarra, que conforma todos los tejados de las casas. Umbralejo, el primero, quedó despoblado hace décadas, y es hoy un silencioso refugio, muy bien acondicionado, para campamentos veraniegos. Zarzuela de Galve es un enclave de tres calles en lo alto del monte, con algunas huertas en cercados de piedra y un verdor inextinguible de árboles frutales enormes: cerezos, manzanos, granados, perales, recios y rebosantes de frutos. Un aviso municipal está publicado en la pequeña plaza: un folio sostenido por una piedra sobre el alféizar de una ventana. Dos abuelas acompañan a dos nietas hasta la fuente de la que mana agua sin interrupción. Es el único sonido que se escucha, el rumor continuo del agua que sale de la fuente y rebosa y baja hacia las huertas.


Valverde de los Arroyos es un pueblo más grande, con algunas calles más, muy cuidado y limpio, también con casas de paredes y tejados de piedra, con una pequeña iglesia, con matrimonios ancianos sentados en los balcones o en los poyetes de la calle, al fresco de la tarde. Hay grúas en varias obras, muchos anuncios de casas rurales, parras cuyas hojas ocupan fachadas enteras, hortensias y geranios que colorean todo el pueblo, huertos con tomateras aún verdes y frutales frondosos. Una mujer mayor vestida de luto y con el pelo cano riega con una regadera un trozo de su huerto. En una placita, una inscripción sobre una fuente recuerda que fue sufragada por un vecino del pueblo que residía en la Argentina en los 60. En lo alto del pueblo, un prado verde con porterías de fútbol que se alarga hasta un fondo de montañas muy altas recuerda a una postal de paisaje suizo. Caminando hacia las montañas se llegaría a Majaelrayo, al interior de esta comarca fresca y húmeda y hermosa de pizarras negras.

Bien vale otra visita más espaciosa, más andariega, al modo de Cela en los 40, con bastón y gorra y alforja breve y cuaderno de notas. Pensar ahora en volver a La Mancha es como prepararse para una travesía sahariana.

miércoles, 1 de julio de 2015

Por los senderos de nuestra Guadalajara

Algunos alumnos mexicanos se sorprenden demasiado cuando les cuento que en España también hay una Guadalajara, un León, una Mérida. La forma de aprender la Historia en los Estados Unidos de América tampoco ayuda muchas veces a entender el porqué.

El caso es que nuestra Guadalajara quedó mucho más pequeña que la mexicana, mucho más insignificante, como escondida. A un paso de Madrid, casi neutralizada por esa proximidad física e histórica, a la provincia de Guadalajara le ocurre como a tantas regiones castellanas o extremeñas: apenas nadie les presta atención incluso dentro de España. Por sus tesoros arquitectónicos y paisajísticos cae siempre sobre ella, como sobre otros territorios del centro peninsular, el tópico ya cansino de que son las grandes desconocidas.

Los viajes de Cela o José Luis Sampedro contribuyeron a idealizar la Arcadia del mundo rural alcarreño, pero sobre todo a conocer la realidad de que ese mundo desaparecía sin remedio. Viniendo de un entorno muy rural y agrario, pero activo, siempre siento una punzada de melancólica aflicción cuando visito lugares verdaderamente rurales y apartados dentro de España, lugares donde se respira tranquilidad pero de donde nunca se fue el fantasma de la despoblación.

La capital de Guadalajara es una ciudad pequeña, cómoda y extendida en mucho espacio, en la que raramente se ven edificios altos, con la misma hechura entre provinciana y apacible de otras capitales castellanas. Bajando por la calle Mayor unos tubos delgados sueltan agua pulverizada que se lleva el viento ligero y muy caliente, y hay un silencio inquietante casi a cualquier hora. El Palacio del Infantado, ahora cerrado, tiene pinta de fortaleza expuesta al sol. Hace más calor que nunca, pero me sigue pareciendo extraño ver a tan poca gente por la calle, tan poca gente en los bares, como en un barrio de ciudad grande al comienzo de unas vacaciones antiguas.


El norte de la provincia de Guadalajara tiene una pequeña joya histórica y arquitectónica. Sigüenza es un hervidero en los últimos días de este junio abrasador, es una larga plaza vacía al pie de la catedral, una cuesta silenciosa con fachadas terrosas, con demasiadas casas en proceso de abandono, con demasiados carteles de Se vende, hasta el oasis fresco del castillo, del patio empedrado y el modesto lujo del Parador de Turismo.

De vuelta a La Alcarria por carreteras secundarias, es fácil seguir las huellas de las huestes del Cid Campeador en los nombres de los pueblos: La Cabrera, Aragosa, Castejón, Matillas. Desde los muros del castillo de Jadraque se abarca una distancia enorme: donde hoy se ven majadas de vacas y modestos regadíos a lo largo del río Henares debieron pasar durante tantos siglos pequeños escuadrones de ejércitos cristianos que unas veces serían un esperado alivio y otras veces una pavorosa amenaza. Muy cerca de aquí, hacia Atienza, está el Robledo de Corpes, donde la tradición oral y literaria situó la horrenda afrenta a las hijas del Cid.

Un poco más al sur, ya muy cerca de la capital, otra modesta conexión literaria para acabar la tarde. Hita, donde hay un exiguo museo dedicado al Arcipreste, es un pueblo también muy pequeño cuyas calles trepan una ladera y se exponen hacia una llanura parda y hoy inofensiva, por la que no cruzan más que ejércitos de ovejas. La iglesia de San Pedro, destruida durante la guerra civil, es hoy un espacio vacío entre calles estrechas en el que se ven arcos de piedra y lápidas fantasmales junto a lo que alguna vez fue un altar. En una pared, una placa recuerda a un pintor y dos eclesiásticos del pueblo que pasaron a América hace siglos. En un rincón de la ancha plaza, en la terraza del único bar abierto, tres mujeres y un hombre de edad avanzada juegan al tute, mientras otros dos o tres hombres miran en silencio y escuchan el repaso exhaustivo de las jugadas, y otro se levanta y avanza hacia el arco de la vieja muralla muy lentamente, apoyado en su garrota. Es tan reconocible y a la vez tan lejana la lengua que hablan, con sus inflexiones castellanas, sus leísmos tan ajenos a nuestro oído, sus eses tan severas, que estando tan cerca no puedo evitar la tentación de sentirme desplazado en el tiempo.

Porque hay lugares de la España interior donde el tiempo transcurre a un ritmo más sereno, y las voces de entonces, las de los libros y las que andan por ahí vagando, se reúnen para quien quiera escucharlas.