lunes, 30 de noviembre de 2015

México DF día 6: pulque, tequila y mezcal, pirámides de Teotihuacán

Si uno no ha tenido la prudencia de reservar con al menos un día de antelación la excursión a las pirámides, siempre hay posibilidad de encontrar taxistas y guías dispuestos a hacer el viaje, en la plaza del Zócalo, en los alrededores de la catedral, incluso aunque no sea muy temprano, por sólo unas decenas de pesos de más. El recorrido es muy asequible desde el centro de la Ciudad de México: Teotihuacán está a apenas media hora, por cómoda autovía, y se puede llegar en coche o en autobús o alquilando un taxi para unas horas.

         La Ciudad de México parece que no tiene fin, pero como todo gigante también tiene sus contornos y límites. La ciudad se va diluyendo hacia el noreste en barriadas de edificios bajos, y finalmente en cerros altos y desérticos plagados de casitas de colores chillones. Son extensiones de chabolas coloridas subiendo por las laderas, conformando un horizonte triste desde el que miran a la llanura miles de huecos de ventanas, iguales unos a otros, como en una ciudad que hace poco hubiera sido bombardeada.

         Después empiezan campos y pueblitos de apariencia pobre, con charcos y pintadas políticas a pie de autopista, con montones de troncos de maíz recién recogidos, formando altos conos como tiendas de indios de las películas. Y antes de llegar a las pirámides, desde un paraje donde ya se divisan a lo lejos, entre los huecos que dejan los bosques, hay una parada para turistas, que sin embargo resulta agradable e instructiva. Restaurantes modestos, tiendas de recuerdos, joyas, alfombras, tehuanas, tallas de madera y la mayor atracción: las bebidas alcohólicas que se extraen del agave.

         Hay muchos tipos de agave, que es una planta de hojas largas como brazos que salen desde el suelo, acabadas en agujas afiladas. El agave pulquero se llama maguey. Entre el bosque de brazos verdes pululan miles de abejas: en el centro de la planta, de donde se ha arrancado el corazón, hay espacio para un panal y para un recipiente natural donde cada día se almacena la savia, el aguamiel que se convertirá en pulque. El hueco se llena del líquido espeso, que se extrae por succión a través de un acocote, una calabaza seca alargada, con un agujero en cada extremo. El pulque fermenta de forma natural, y si es muy reciente, como el que probamos, es muy poco alcohólico, y tiene la textura y el dulzor de un jarabe.

         También probamos el tequila, el mezcal, y una bebida más dulzona que se llama xoconostle, destilados y más alcohólicos, preparados a partir de otras especies de agave. Del agave los nativos aprovechaban no sólo el aguamiel: con las puntas hacían agujas de coser, de las fibras sacaban hilos fuertes y láminas de papel resistente, e incluso las hojas largas y anchas servían para las techumbres de las casas.

         

Teotihuacán es un raro conjunto de pirámides en medio de un llano. Se desconoce casi todo de los pueblos que habitaron este paraje, y que construyeron las pirámides hace casi dos mil años. Cuando los mexicas llegaron aquí, hacía siglos que el lugar estaba abandonado, y lo llamaron Teotihuacán, que en náhuatl viene a ser algo así como “ciudad de los dioses”. A principios del siglo XX, torpes trabajos de investigación utilizaron dinamita para excavar, y las paredes tuvieron que ser reconstruidas. Paseamos junto a los majestuosos conos de piedra, y subimos sin descanso los 238 escalones que llevan a la cúspide de la Pirámide del Sol. Los sacerdotes teotihuacanos subieron en algún momento 260, 52 por cada era de su particular calendario.

Es el edificio más alto de Teotihuacán, con 63 metros, y desde arriba se contempla el complejo entero: los dos kilómetros de avenida empedrada, la Calzada de los Muertos, que lleva hasta la Pirámide de la Luna, la Ciudadela, la Pirámide de la Serpiente Emplumada, los mercaditos de abalorios y telas, las grandes extensiones de bosque, las primeras casas de los pueblos vecinos, la niebla de contaminación que ensucia el aire en el horizonte hasta hacerlo translúcido.

En el Palacio de Quetzalpapálotl recorremos galerías con frescos, con columnas adornadas, con antiguos sistemas de drenaje. La zona arqueológica de Teotihuacán es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, pero es tan poco lo que uno sabe sobre estos quetzales, mariposas, jaguares, caracoles, que otra vez uno se siente maravillado y finalmente abrumado. Teotihuacán es un misterio para todo el mundo, en realidad, otro más de los ejemplos de grandes civilizaciones que construyeron monumentos enormes con los que representar la complejidad de sus vidas y creencias, pero que luego por algún motivo colapsaron, y dejaron la huella misteriosa de su grandiosidad.

A la vuelta, los recorridos turísticos paran en la plaza donde está la Basílica de Guadalupe. Hay una basílica antigua tan inclinada que parece a punto de caerse, con otras iglesias y capillas alrededor. Hay otra basílica moderna, futurista, horrenda, del estilo de las que se construían en los años 70, que parece una nave espacial recién aterrizada. Llega una extraña procesión de gente ruidosa, con instrumentos rudimentarios, portando una imagen de la Virgen muy adornada de flores, y al pasar al templo empiezan a cantar un himno. Una mujer se acerca amablemente y nos manda callar, y nos cuenta con pasión exagerada no sé qué historia de cómo la Virgen curó sus heridas después de que sufriera un tiroteo. Hay muchos fieles arrodillados, gesticulando, incluso llorando. Hay grupos de monjas jóvenes sentadas en los suelos de los pasillos. La extraña procesión atraviesa el templo y se confunde con los que ya esperan el comienzo de la misa.

En los sótanos de la plaza hay aparcamientos y tiendas saturadas de imágenes de la Virgen de Guadalupe, en cuadros, en tela, en cadenas, en tallas gigantes, en miniaturas, hay olor a cera y a cerrado, miles de objetos imposibles amontonados, con la imagen de la Virgen o de algún papa. Cuando salimos a la noche mexicana, al tráfico intenso y a las luces de las avenidas, uno siente sin embargo el alivio de respirar, de haber salido de una intensa pesadilla.

jueves, 26 de noviembre de 2015

México DF día 5: Universidad Nacional Autónoma de México, paseo por Coyoacán

Después de un desayuno consistente y muy mexicano en una cafetería belga ponemos de nuevo rumbo al sur por Insurgentes. Más allá de Coyoacán está la CU, la ciudad universitaria, la sede de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), que es la universidad más grande de toda América Latina. La UNAM abarca 7 km², casi mil edificios, más de cien bibliotecas, un museo de arte contemporáneo, jardines y bosques, esculturas gigantes al aire libre, una sala de conciertos, teatros, un estadio olímpico. Hay dos paradas de metrobús en el eje de la avenida Insurgentes que atraviesa el campus de norte a sur, y multitud de líneas de autobuses internos que recorren las carreteras entre bosques y facultades. En 2007 el campus central fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y en 2011 la UNAM recibió el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

         En cierto modo se parece a algunas universidades estadounidenses, en sus dimensiones y grandeza. Pero mientras en aquellas casi todo es sofisticación, exhibición arquitectónica, precisión en las formas, profusión de flores y plantas, aquí todo parece tener un aire envejecido. Los prados arbolados, donde dormitan decenas de estudiantes, tienen una hierba amarilla y polvorienta. Los pinos son de un verde apagado, el concreto de los edificios está deslucido. La diáfana libertad de los campus norteamericanos se enfrenta aquí a otra realidad: las facultades están rodeadas, además de por carriles separados para bicicletas y peatones, por vallas metálicas coronadas por anchos alambres de concertina.

         Hay mercaditos entre las facultades, anuncios de paquetes turísticos a todas las regiones de México, carteles con denuncias sindicales, librerías improvisadas en el suelo. En una biblioteca hay una pequeña exposición y carteles en los que se explica que durante estos días la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) está celebrando en este campus su XV Congreso, y que un poco más al sur, a estas horas, están presentando en el Colegio de México una edición conmemorativa de Don Quijote de la Mancha. Caminamos hacia el campus central bebiendo un jugo de maracuyá con naranja, entre los ríos de estudiantes que van y vienen, y después un autobús interno nos deja entre la biblioteca y el estadio, en el corazón del campus. La Biblioteca Central es una gran caja rectangular cuyos cuatro muros son murales coloridos que representan la cultura mexicana: mosaicos en piedra y vidrio del dios Tláloc y Huitzilopochtli, pero también del tiempo de la colonia y alegorías del progreso del pueblo mexicano.

         Al otro lado de la carretera está el Estadio Olímpico Universitario, una magna obra de los años 50 donde, entre otras cosas, se celebraron los Juegos Olímpicos de 1968, o algunos partidos del Mundial de Fútbol de 1986. En la puerta principal hay un altorrelieve en piedra de Diego Rivera: un águila sobre un nopal, un cóndor, la serpiente emplumada de Quetzalcóatl. En este estadio, en octubre de 1968, los atletas estadounidenses Tommie Smith y John Carlos hicieron el saludo del Black Power al recibir sus medallas de oro y bronce por la carrera de los 200 metros lisos. Cuando sonó el himno de su país agacharon la cabeza y alzaron los puños envueltos en guantes negros. Tanto ellos dos como el australiano Peter Norman fueron castigados por su gesto, vilipendiados y ninguneados durante décadas, pero su imagen de resistencia y orgullo hoy sigue viva, está en la historia del deporte y de la reivindicación de los derechos civiles.


         Desde la puerta del estadio salen camioncitos que llevan al centro de Coyoacán. La plaza parece otra de día, sin lluvia: una iglesia de pueblo, que por dentro es más grande de lo que aparenta, con una torre blanca, un bonito claustro con palmeras y naranjos y rosas y macetas con geranios adornando los arcos. Turistas y niños y perros paseando por las piedras de la plaza, viejitos y lectores en los bancos, un racimo de mendigos arrastrados entre las escaleras de la iglesia. En la plaza de los coyotes, que está enfrente y tiene una hermosa arboleda y muchos bares y restaurantes, comemos unos tacos de marlín, guacamole y una cerveza negra. En medio está la fuente de los coyotes, que son los que le dan nombre al pueblo. El sol se va de pronto y empieza a chispear otra vez.

         Caminamos por la calle Francisco Sosa, en el barrio de Santa Catarina, frente a fachadas rojas y azules, entre árboles altos que llegan a juntar sus copas formando un largo arco verde. Las raíces levantan las piedras de las aceras, por las que en algunos tramos hay que avanzar a saltos. Hay portones antiguos con arcos y dinteles de piedra, con escudos de la colonia. De algunos cuelgan coloridas piñatas, y también el adorno típico de papel picado de una fachada a otra. Hay caserones color crema, ocre, beige. Llegamos a una plazoleta arbolada y coqueta, con una pequeña iglesia amarilla.

         Paralela a la calle Francisco Sosa hay una callecita trasera, el callejón del Aguacate, fuente de historias fantásticas y de crímenes legendarios. Más adelante, en una esquina roja frente a un parque, está la casona donde vivió Octavio Paz. Es un edificio con amplios patios coloniales, amarillos y rojos, donde hoy está instalada la Fonoteca Nacional. Frente al edificio, bajo unas frondosas enredaderas, cuatro policías están comiéndose unos tacos, de pie, con las gorras puestas.

         Callejeamos entre casas anaranjadas y violetas, coronadas de hiedras y buganvillas y cables desordenados. Salimos de Coyoacán por el Vivero, que es un parque agradable y limpio por donde corren deportistas y pasean familias, y efectivamente un vivero de 39 hectáreas, por donde fluye un río sucio, en el que crecen numerosas especies de árboles que después sirven para reforestar la enorme urbe de Ciudad de México.

         Al atardecer el metro va atestado de gente, que entra y no para de entrar y apretujarse. Los vagones son viejos, hace calor, y el tren se detiene durante un tiempo interminable, con las puertas abiertas, para que suba más gente, más sudor y más respiración. Cuando salimos del infierno subterráneo se empieza a materializar el mismo ambiente en los autobuses. Avanzamos varias paradas y escapamos a tiempo, para ver desde las aceras, ya de noche, a los viajeros chocando sus caras y sus manos contra los cristales, en los largos autobuses rojos que suben y bajan por la inagotable avenida Insurgentes.

martes, 24 de noviembre de 2015

México DF día 4: Frida Kahlo en Coyoacán, por el boulevard de los sueños rotos

Cuánto hemos visto, oído, leído y contado sobre personas que vivieron en Coyoacán. Al final del día, montados en un autobusito de ventanas abiertas, mientras oscurece y cae una lluvia que limpia el aire, una guía nos va contando otra vez los lugares y los nombres: Hernán Cortés, la Malinche, Pedro de Alvarado, tantos nobles de la colonia, políticos y artistas del XIX, hasta llegar a Diego Rivera, Frida Kahlo, León Trotsky, Octavio Paz…

         Comenzamos la mañana con un café de sabor intenso de Atoyac, Guerrero, que nos sirven en una pequeña cafetería de la colonia Nápoles, Guapo, donde además uno puede saber el nombre de la hacienda y del agricultor que produjeron el grano. De nuevo un autobús por Insurgentes, esta vez rumbo al sur, y un micro con ventanillas abiertas, de apariencia caribeña y pobre, que atraviesa Coyoacán y nos deja en Churubusco.

Rodeado de árboles y casas bajas está el Ex Convento de Churubusco, en cuyas celdas está el Museo Nacional de las Intervenciones. Hay un huerto cuidado, con flores y olor a lavanda y romero. También aquí algunos muros y torres están inclinados. El museo hace un completo recorrido por las intervenciones extranjeras en la soberanía mexicana. Desde la independencia de España, la guerra en la que los Estados Unidos le quitaron a México la mitad de su territorio, las pretensiones imperiales francesas con Maximiliano I, hasta las intervenciones de Estados Unidos en los años de la Revolución Mexicana, a la caza de los míticos Emiliano Zapata y Pancho Villa.

Hace calor y en la puerta del Ex Convento nos compramos unos raspados de fresa y guayaba para el camino. Efectivamente, el muchacho raspa una barra de hielo y vierte el jarabe por encima del granizado. Al cruzar por un parque vemos a cuatro policías corriendo, dos de ellos con metralletas. El objeto de la persecución, al parecer, son dos muchachos que estaban fumando sentados en la piedra de una fuente, al salir de clase. Les registran las mochilas y entre los dos guardias armados se llevan a uno de ellos.

Caminamos por tranquilas calles arboladas hasta llegar a Coyoacán. En la esquina de la calle Viena está la casa donde vivió León Trotsky, y donde fue asesinado. Gracias a Diego Rivera y otros intelectuales afines a la causa, el presidente Lázaro Cárdenas concedió asilo político en México a Trotsky y a su familia más próxima, cuando Stalin había empezado la persecución implacable de quien había dirigido el Ejército Rojo tras la Revolución de Octubre. Trotsky y su esposa vivieron dos años en la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, y después se instalaron a pocas manzanas.

La casa conserva las habitaciones modestas en las que vivieron poco más de un año, el patio arbolado y grande donde Trotsky cuidaba conejos y gallinas, las torres de vigilancia que instaló en cada esquina de la casa después de que hicieran explotar allí una bomba en 1940. El mismo año pasó a la casa el español Ramón Mercader, agente soviético que había conseguido entrar en el círculo social de Trotsky, que le entregó un texto para que lo leyera. Cuando el ideólogo comunista se dispuso a leer el texto, Mercader le golpeó la cabeza con un piolet, en el mismo escritorio que ahora el turista puede visitar, junto a la biblioteca personal de Trotsky, con libros en ruso, en francés, en alemán, frente a una ventana alta que da al jardín. En el mismo jardín están las cenizas de León Trotsky y de su mujer, que murió muchos años después, bajo un monolito donde han horadado la hoz y el martillo y del que pende una bandera roja.

         Las aceras de Coyoacán están pobladas de enormes ahuehuetes, ligustros, palmeras. A cinco minutos de la casa de Trotsky está la Casa Azul, en la esquina de Londres con Allende. En la casa que compró el padre de Frida, el fotógrafo húngaro-alemán Wilhem Kahlo, vivieron ella y su esposo, el muralista Diego Rivera. En la Casa Azul hay también un enorme patio con árboles y jardines, con la base de una pirámide, con figuras precolombinas de piedra. En el piso alto están las habitaciones, coloridas y vivas, llenas de objetos de Frida y Diego. Está el estudio de Frida, que mira al jardín, con sus caballetes, sus paletas, la silla de ruedas desde la que pintaba. Hay una exposición con algunos cuadros cubistas de Diego Rivera, con exvotos coleccionados por Frida, y sobre todo con cuadros y fotografías de la artista.

         La vida de Frida Kahlo fue una continua carrera de obstáculos. De niña padeció poliomielitis, a los dieciocho años sufrió el accidente de autobús que le fracturó huesos y le lesionó la espina dorsal. En una exposición temporal, que toma el título de una obra suya, Las apariencias engañan, se muestran vestidos personales de Frida Kahlo, las tehuanas, blusas, mantos, faldas con las que intentó disimular su discapacidad y con las que creó una imagen poderosa, personal y enraizada en la tradición mexicana. También están sus corsés, de cuero y de yeso, entre otros muchos objetos que se encontraron hace un par de años al reabrir los baúles de Frida que habían permanecido cerrados medio siglo. Entre las obras expuestas está un cuadro de 1954, pintado por Frida en los últimos meses de su vida, cuando ya los dolores eran intensos y sabía que le quedaba poco, que muestra la sensualidad colorida de unas sandías abiertas y expone sobre la carne roja de una de ellas el título: Viva la vida.


         Aún nos da tiempo a recorrer unos mercados de frutas y comidas y recuerdos varios, a probar un café de olla y unos churros en la famosa cafetería El Jarocho, donde se puede ver a un hombre vertiendo los granos verdes del café en una tolva, por donde caen a la tostadora. Antes de que caiga el chaparrón nos subimos al autobús que nos hará el recorrido por la parte histórica de Coyoacán, que en este atardecer lluvioso tiene un encanto especial, con sus fachadas de colores vivos que se van apagando, el reflejo palpitante de las tímidas bombillas en las piedras mojadas de la calzada. Cuando llegamos frente a la iglesia, que es como una iglesia de pueblo castellano, se ilumina de golpe la plaza y entre los árboles parecen saltar inquietos los coyotes de la fuente.



lunes, 23 de noviembre de 2015

México DF día 3: niebla en el Zócalo

El Zócalo era para mí una foto antigua de enciclopedia, con la catedral de fondo, de un color muy pardo, y algunos coches circulando junto a los edificios. Era también otra foto antigua de una muchedumbre ocupando el ancho espacio, empequeñecida bajo una poderosa bandera tricolor ondulante. Tomarme una malteada de chocolate en la terraza abierta del cuarto piso de un bar, y mirar hacia abajo y contemplar la catedral y la anchura de la plaza, mientras la luz del cielo se difumina y se encienden las bombillas, me parece un poco mentira. Cómo hemos llegado hasta aquí, por cuántos otros lugares, inaccesibles y casi fantásticos desde la adolescencia, hemos pasado para llegar hasta aquí.

         Esta plaza en la que se asentó el Templo Mayor de la ciudad mexica de Tenochtitlán se llama realmente Plaza de la Constitución, en honor de la de Cádiz de 1812. Y el templo católico más grande del país tiene un nombre de sonido burocrático: Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al salir de la boca de metro lo sorprenden a uno las dimensiones del espacio vacío, la larga fachada señorial del Palacio de Gobierno, la profusión de banderas nacionales. Hay una neblina persistente flotando en el aire, que no es otra cosa que contaminación. Hay decenas de puestos de comidas y libros y recuerdos, muchas voces y ruido de vehículos que pasan sin cesar frente a la catedral.

         A los pies de la catedral se pueden ver restos de las construcciones aztecas. Un hombre con uniforme aparentemente oficial toca incansable un organillo. No faltan los tullidos, las predicadoras insoportables con micrófono, policías de tránsito, e incluso varios soldados con ametralladoras en la misma puerta de la catedral. Adentro hay silencio, un remanso de calma contra el caos de afuera. Nada más entrar uno ve un Cristo negro crucificado, lo cual no deja de ser curioso. Hay muchas capillas, y retablos, y un órgano gigante, pero la principal atracción para los turistas parece ser un péndulo que cae sobre el pasillo central y que no se sabe exactamente qué marca.

         Cuando estamos afuera empiezan a sonar unas bocinas y una voz repita: Alerta sísmica, alerta sísmica. Como no entendemos bien qué pasa, les preguntamos a dos mujeres que cruzan por la calle: “Oh, nomás que hubo un sismo, pero ya pasó”, sonríen y siguen su camino. Frente a la catedral hay una casa de empeños que parece un edificio de oficinas en hora punta. Cuando subimos al piso de arriba unos minutos después, notamos que el suelo tiembla suavemente. El terremoto fue de 5,6 grados, con epicentro en Guerrero, pero parece que la gente de aquí está bastante acostumbrada a los temblores.


         Recorremos las calles del centro, llenas de pequeños negocios de comida o ropa, con iglesias y antiguos palacios que ahora son museos o edificios públicos, y uno tiene tantas veces la impresión de estar caminando por cualquier barrio céntrico de Madrid. Con una diferencia: muchos edificios están torcidos, se están hundiendo de forma demasiado evidente. Cuando salimos del caos de tiendecitas horribles de objetos de fabricación china en la calle Colombia, nos topamos con las excavaciones de la antigua ciudad mexica. En muchas esquinas hay pequeñas placas con citas de obras de escritores mexicanos sobre la ciudad. Ahí mismo encuentro un nombre familiar, en una cita de 1604: “Oh ciudad rica, pueblo sin segundo / más lleno de tesoros y bellezas / que de peces y arena el mar profundo”. Los versos pertenecen a la obra Grandeza mexicana, del religioso Bernardo de Balbuena, autor mexicano pero también español, puesto que nació en Valdepeñas, un lugar de La Mancha del que todavía me acuerdo.

         Después de anochecer paseamos por la avenida Francisco Madero hasta el Palacio de Bellas Artes: tiendas de ropa, restaurantes, iglesias, magos y mimos, gentes paseando hacia todos lados, como en cualquier capital española o italiana. En un restaurante veo escrita en grande una frase simple pero con apariencia de verdad: “Dios perdona los pecados, pero no las pendejadas”.


         Caminamos por la Alameda, por la calle Reforma, que ya es tan familiar como una avenida española. En un restaurante muy mexicano, con calaveritas y música mexicana, que se llama efectivamente El Mexicano, nos damos una buena ración de guacamole, de sopecitos de cochinita pibil, de queso con chistorra. Está acabando noviembre y en la calle no hace frío. Por todo lo demás, ya empieza a ser hasta cargante la sensación de andar dando vueltas por Madrid.

domingo, 22 de noviembre de 2015

México DF día 2: aztecas y españoles

Las dimensiones de Ciudad de México son hiperbólicas, pero por algún sitio hay que empezar. El área urbana del Distrito Federal abarca 1500 km², donde viven 9 millones de personas. Sumando las delegaciones y municipios de la Zona Metropolitana del Valle de México, la población es de 21 millones.

         La Avenida Insurgentes cruza la ciudad de sur a norte, y es por tanto una de las calles más largas del mundo, con casi 30 kilómetros de largo. Nos subimos a un autobús rojo a la altura de la colonia Nápoles, en dirección norte, y en la televisión que entretiene a los pasajeros lo primero que escuchamos es que el 1% de la población mexicana posee el 50% de la riqueza del país.

         Llegamos en metro al bosque de Chapultepec, una enorme extensión de bosque urbano que acoge museos, lagos y hasta un zoológico. Hay anchas avenidas, aire limpio, alturas de ahuehuetes, pinos, sicomoros, cedros, palmeras. Cruzamos un puente, un colorido mercado dominical, pasamos frente a una escalinata con columnas blancas, el Altar a la Patria, y subimos la cuesta en espiral que lleva al Castillo de Chapultepec, donde está el museo de Historia y desde donde se ve una panorámica de la infinita ciudad.

         De nuevo en el llano del bosque, tomamos pastel de queso y café con leche en un puesto del mercado y tenemos suerte de que la fila para entrar al Museo de Antropología avance rápido. El Museo de Antropología es uno de los depósitos arqueológicos fundamentales de América Latina. En las ocho hectáreas que ocupa el museo se reparten miles de objetos de las culturas de la Mesoamérica prehispánica, y también algunas salas dedicadas a la etnografía de los pueblos indígenas actuales.


         En la sala maya hay grandes dinteles de piedra con representaciones de dioses, frescos con guerreros emplumados, reproducciones de secciones de los templos de Palenque o Tulum, en la península de Yucatán. En la sala de las culturas del Golfo de México hay colosales cabezas olmecas, de labios gordos y narices chatas, figuras de dioses y de guerreros toltecas, mixtecas, zapotecas. En la sala mexica, que es la gran atracción del museo, gigantesca y profusa, hay una reproducción del tocado de plumas de Moctezuma, altares, códices, maquetas de mercados aztecas y de la gran ciudad de Tenochtitlán, con sus templos erigidos sobre el complejo de la laguna. 



      Y está la joya del museo y de la cultura azteca, que saluda al espectador desde el centro de la sala, frente a la puerta principal, como hace Las Meninas desde la sala central del Prado: la Piedra del Sol. Es mucho más grande de lo que parece en las fotos, mucho más imponente. Es un disco de basalto de 3,60 metros de diámetro que contiene un compendio de la cosmogonía de los mexicas: el dios Tonatiuh, los cuatro soles, la rueda de los veinte días, serpientes de fuego. En estos lugares, como europeo heredero de una cultura que consideramos tan rica, me siento tan ignorante como me he podido sentir en el sudeste asiático: hay tanto que no sabemos, y que hemos pasado tanto tiempo despreciando con nuestra indiferencia, tantas culturas, tanto de humano que desconocemos.

         Al salir del museo nos encontramos con los voladores de Papantla. De un palo de unos veinte metros penden cuatro danzantes boca abajo, enganchados a unas cuerdas, de las que se van desenrollando conforme dan vueltas en círculo, hasta dar en el suelo, mientras uno de ellos anima la danza en el aire con el son de una flauta. Es un ritual religioso mesoamericano, que todavía siguen practicando algunos pueblos de Veracruz, Guatemala o Puebla.

         Los domingos se cierra al tráfico rodado un buen tramo de la calle Reforma, que es la arteria principal de la capital, y salen a las avenidas miles de bicicletas. Alquilar una bicicleta es muy fácil y cómodo. Las ecobicis están por toda la ciudad, se pueden coger y soltar en cualquier punto. E incluso un extranjero puede utilizar el servicio bicigratis con sólo presentar una credencial. Avanzamos por Reforma como en una carrera ciclista popular: niños y grandes, ciclistas que arrastran perros, patinadores, siguiendo las marcas de conos, las indicaciones de cientos de voluntarios en los cruces. Pasamos por la avenida despejada de coches con la tranquilidad de disfrutar los monumentos de las glorietas: primero la Diana Cazadora, después el Ángel de la Independencia, muy alto y dorado, la efigie de Moctezuma, después la de Cristóbal Colón, al que han arrojado pintura roja sobre el pecho.

         En las aceras de Reforma hay cientos de estatuas de próceres mexicanos, unos con elegantes trajes decimonónicos, otros con pistolas. En todos los pedestales hay inscripciones anarquistas o reivindicativas de los 43 estudiantes desaparecidos hace más de un año en Ayotzinapa. Hay muchas rótulos culpando al Estado, carteles colgando de edificios, una concentración con los rostros de los 43. Llegamos a Alameda, al Palacio de Bellas Artes, y nos perdemos por el circuito señalizado, por calles llenas de hoyos, de iglesias pequeñas, de comercios, de vida, antes de volver a Chapultepec.

         México es tan español, que en un ataque de nostalgia arrastro a mis amigos, a una corrida de toros en la Plaza Monumental. La México es la plaza de toros más grande del mundo. El ambiente alrededor de la plaza es el mismo de cualquier plaza de capital española: mucha pose, mucho traje cuidado, sombreros elegantes, puestos donde se venden gorros o botas de vino, restaurantes en la calle que sirven paella, colas en las taquillas, reventas de última hora. Comemos enfrente, en un restaurante atiborrado que se llama El Villamelón, tacos de carne asada y volcán de quesadilla. Afuera un heladero con carrito me vende un helado de cítricos con tequila y otro que verdaderamente sabe a vino tinto.

En un grupo de españoles y mexicanos nada aficionados, entre los que el mayor entendido soy yo, me van viniendo a la memoria las fases de la liturgia, el vocabulario exacto y rico del espectáculo taurino. Hay más de media entrada, no hace sol y tampoco frío, por la primera fila del tendido cruzan sin parar vendedores de todo tipo de alimentos y bebidas, también puros, cuyo humo inunda enseguida el ambiente.

En la corrida pasa de todo: el extremeño Alejandro Talavante, que era la gran atracción, decepciona, sólo le arranca unos buenos pases al primer toro. Los otros dos toreros, mexicanos, le pusieron más ganas y tuvieron más suerte en sus lotes. Arturo Saldívar salió a por todas, hizo dos buenas faenas pero se fue de vacío. Y Diego Silveti se encontró un tercer toro muy bravo, al que toreó con precisión académica, pero que lo revolcó dos veces. En una de ellas, con el torero en el suelo, el toro le metió el pitón por la chaquetilla. Descalzo y maltrecho, el torero mexicano salió entre ovaciones a matar al toro, y le cortó una oreja. Hubo momentos de riesgo en las banderillas, caballos derribados en la suerte de picas, y también muchos borrachos lanzando gritos deportivos y políticos, y más gritos desde abajo que los mandaban a todos a la chingada. Un niño a mi lado, comiéndose una nube de algodón, cuando iban a matar al primer toro, le estaba diciendo a su padre: “¿Pero los toros se pueden matar?”.

Acabamos la noche cenando en la colonia Roma, en el restaurante La Docena, donde hay una cava de vinos y un rincón con jamones colgados, y hasta un cortador profesional. Comemos ostras, ostiones y pulpo, y creo que en estas lejanías americanas, tan próximas, no podemos dejar de hablar de España.

sábado, 21 de noviembre de 2015

México DF día 1: hacia la región más transparente

Probablemente el mundo se está volviendo un poco loco y hemos de acostumbrarnos a más controles cuando viajemos. Hasta hace unas semanas, para cruzar a pie de los Estados Unidos a México por la frontera de Tijuana no había más que una puerta giratoria que uno cruzaba sin vigilancia, y una pasarela pobre que era la bienvenida al otro país. Ahora todo cambia, hay unas salas improvisadas con rótulos muy nuevos por las que se extienden las filas de gente que quiere cruzar. Ahora hay controles de pasaportes, y tasas, y tiempos de espera, y preguntas.

         Vuelve a hacer mucho calor en la frontera de las Californias a finales de noviembre. Cruzamos el control terrestre y salimos a una calle polvorienta, a un cartel escrito burdamente a mano: SALIDA / EXIT. De camino al aeropuerto el taxista, un hombre tranquilo de bigote entrecano, nos cuenta que él pasó una vez por el DF, pero enseguida se salió: “Demasiada gente con demasiada prisa”. Fue cuando muchos años después volvió a visitar su tierra, Morelia, allá en el sur. Ahora le quedaba el recuerdo de la familia diciéndole que se quedara, muchos mangos tirados por el suelo, miles de pesos que tendría que volver a ahorrar para volver a verlos.

         A lo largo de la valla fronteriza, coronada de alambres retorcidos, hay cientos de cruces con nombres de los que murieron intentando llegar al otro lado. “Y no están ni la mitad, pues”, dice el taxista. Desde el aeropuerto de Tijuana están construyendo un puente, una pasarela que cruza por arriba la frontera, y que establecerá en pocos meses una conexión directa con la ciudad de San Diego.

         El avión se eleva sobre las barriadas pardas y desordenadas de Tijuana, sobre la discontinua costa pacífica, sobre desiertos arrugados. Hacemos una escala muy breve en Guadalajara, Jalisco. La ciudad está en un gran llano, rodeada de montañas en cuyas laderas brillan pequeños lagos. Por si no es suficientemente significativo el nombre, que me trae un recuerdo tan reciente de Castilla-La Mancha, frente a la puerta por la que desembarcamos me encuentro con un pequeño restaurante que se llama El Quijote. La parada no da para más que para comer allí una torta ahogada y para ver la puesta de sol tras las montañas de Jalisco.

         Y al llegar a Ciudad de México está la impresión de una ciudad inabarcable. Desde la ventanilla del avión se ven interminables cuadrículas luminosas, y uno siente vértigo al pensar en los millones de vidas que están latiendo ahí abajo, respirando la misma prisa en todo lo ancho de lo que Carlos Fuentes llamó “la región más transparente del aire”.

         El taxista hace unas maniobras temerarias e innecesarias, todo el mundo nos advierte de guardarnos de la policía, la noche es fresca y muy agradable, como una noche tranquila de verano. El cambio horario es de tan sólo dos horas, en comparación con los viajes a Europa, esto es una pequeña excursión. Cenamos una rica ensalada de pollo, nachos de queso y frijoles, en un restaurante con una decena de televisiones que están retransmitiendo combates de boxeo desde Las Vegas, Nevada. Algunos comentan la jugada, la mayoría de clientes miran con cara de asombro y un punto de pasión desde sus mesas, en silencio. De repente el boxeador mexicano, un peso superpluma que se llama ‘El Bandido’ Vargas, le arrea dos zurdazos al japonés Miura y lo deja mareado. Después le da bien duro hasta que lo tira al suelo. El japonés intenta rehacerse, avanza a gatas y se vuelve a caer solo. Hay algunas palmas, algún grito ahogado cuando levantan el brazo del vencedor, que tiene el pómulo levantado y una mirada poco recomendable. Y los locutores empiezan a gritar porque está a punto de empezar el verdadero combate del año, entre un puertorriqueño y otro mexicano. Hay en el ambiente una expectación que parece de otro tiempo.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Calor y frío, pastel de manzana: el invierno del sur de California

Si San Diego es la primavera perfecta, el invierno tampoco queda muy lejos. En tres cuartos de hora de coche hacia el interior ya hay elevaciones de más de mil metros, donde se suceden las estaciones de verdad, donde incluso nieva varias veces al año. Para salir de San Diego hacia el este, por la interestatal 8, se atraviesa La Mesa y después El Cajón, por donde la ciudad se va disgregando en suburbios, barrios muy extensos de casas bajas y mucha arboleda, una comunión perfecta de residenciales y bosques. La carretera empieza a empinarse cerca de Alpine, pasado el gran complejo de entretenimiento Viejas Casino & Resort, en la reserva india de Viejas, que pertenece a la tribu de los Kumeyyay.

         La autovía atraviesa el Bosque Nacional Cleveland, una extensión de casi 2000 km² de bosque mediterráneo seco, de los que aquí denominan con la palabra española chaparral, que se extiende hacia el este hasta el desierto Anza-Borrego, continuación de las inmensas extensiones desérticas de Sonora. Un sábado de noviembre salimos con un tiempo de sol y playa de San Diego, y en los cerros de Laguna Mountain la temperatura es ideal para caminar por el monte, para hacer senderismo, para hacer eso que en inglés se nombra con una palabra tan sencilla como exacta: hiking.

         Se respira en estos montes una rara serenidad: como en una película de sobremesa, hay de vez en cuando un coche grande y solitario bajo unos árboles, pasa ese ciclista entrado en años que avanza muy despacio pero se pierde carretera arriba, no se oye más que el silbido lejano de algún ave, de cuando en cuando. Nos cruzamos con una fila de tractores diminutos e impecables, conducidos por ancianos risueños que nos saludan al pasar. Y arriba no hace calor, no hace frío, hay un aire limpio de bosque seco y romero que llena los pulmones. Enormes piedras grises a las que trepar, extensiones infinitas de cañones arbolados, un bosque oscuro y silencioso bajo la luz amarilla del mediodía.

         Comemos entre sol y sombra, bajo un chaparro de tronco grueso, en un merendero en el que están montando sus pequeñas tiendas de campaña un grupo de boy-scouts. Cruzan ardillas y hermosos pájaros de plumaje azul. Buscando otra ruta nos cruzamos con el mismo solitario ciclista, que baja de vuelta y nos dirige hacia el interior, por una senda de tierra que lleva hacia otro cañón. El sol se esconde y reaparece tras los breves picos de los cerros. A la vera del camino se alza el robusto esqueleto de un árbol seco. Caminando entre españoles, no puedo evitar acordarme de Antonio Machado: “Al olmo viejo, hendido por el rayo, / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido”. En un recodo hay unas piedras grandes y lisas sobre las que sentarse y contemplar el último sol que se va retirando como una sábana del bosque cerrado de abajo. Sucede un silencio absoluto, un espacio detenido en el tiempo. Comienza a refrescar.

         De vuelta al merendero nos llega el olor dulce de las barbacoas, el estremecimiento anticipado de los que cenarán antes de las cinco y pasarán la larga noche en las endebles tiendas. Enfilamos el coche por laderas pedregosas de monte bajo hasta el cruce de Descanso, donde empieza una carretera con mil curvas, la estatal 79, que lleva hasta Julian. A los lados de la carretera hay modestos ranchos con vacas o caballos, casitas hermosas y tranquilas de madera pintada, postes con buzones de lata, una escuelita, la oficina del sheriff. Atravesamos el lago Cuyamaca, donde hay restaurantes vacíos y un complejo de ocio deportivo, algunas barcas quietas en la mínima superficie inundada. El sol que se pone resalta las formas de los árboles, deja un color azulado e irreal sobre las copas.

         Llegamos a Julian de noche, como quien llega a un refugio de invierno. Julian es un pueblito en el cruce de la 78 y la 79, y aparte de la travesía sólo hay un par de calles paralelas y muy oscuras. En la calle principal hay un aire de verdadero pueblo del Oeste. Edificios de madera de una altura, un hotel del siglo XIX con grandes cristaleras al que se sube por unas escaleras de madera llenas de plantas. Tiendas de antigüedades grandes como casas enteras, bares con profusión de objetos vintage, una cola ordenada con decenas de personas por la acera adelante, frente a una de las bakeries en las que preparan el famoso apple pie de Julian. Hay varios carros tirados por caballos muy corpulentos dando vueltas por la media luz de las calles.

         Pasamos a una librería que es realmente una casa de madera con estanterías repartidas por todas las habitaciones, justo cuando el dueño está a punto de cerrar. Me sorprende que reconozca mi cara nada más vernos pasar. Es un hombre afable y gordezuelo, de pelo blanco, que nos recomienda con tono pausado, desde su jardín con estatuas, llevar cuidado con los ciervos que se nos crucen en la carretera al salir del pueblo.

         Hace un frío crudo en la calle, ha bajado de diez grados y no estamos preparados para el invierno. Cenamos buena carne en un restaurante con dos salas muy anchas y mesas de madera recia. Junto a la puerta está colocada una estatua en madera de un indio con tocado de plumas, de tamaño real. La barra es larga y está llena de hombres con ropas claras, con apariencia de cazadores, con gorras del revés, bebiendo cerveza en vasos altos. Una única televisión retransmite un partido de fútbol americano. Dos vejetes con cabellos largos y desordenados están sobre el escenario preparando la batería y las guitarras eléctricas.

         Uno no puede visitar Julian sin probar el pastel de manzana. Entre los montes que rodean el pueblo hay muchas explotaciones de manzanos, y la fama de los apple pies de Julian está bien ganada. Nos refugiamos del frío de este invierno sobrevenido en la sala grande y acogedora de una bakery, que en el fondo es igual que una confitería española de pueblo, pero con menos ruido. El café y el chocolate caliente confortan. Aunque extraña, vuelve a ser instintiva la reacción de rodear los vasos con las manos frías. El pastel de manzana viene también caliente, y el efecto es delicioso con el top de helado de vainilla. Calor y frío, como el contraste de temperatura que experimentamos durante el día. Tan cerca del Pacífico, tan cerca de la templanza casi invariable de San Diego, se cuela por la puerta una ráfaga de frío de la calle que viene a mezclarse con el olor cercano del café caliente y por un momento me siento, nos sentimos, en el abrigo tan familiar de algún lugar en el interior de España.


miércoles, 11 de noviembre de 2015

Un día en México: langosta al otro lado de la frontera

Las fronteras son líneas arbitrarias que otros han trazado para ordenar el territorio, para ajustar la jurisdicción hasta donde deben llegar las leyes. Pero son también, inevitablemente, límites permeables. Las personas tienen la cualidad universal de moverse, de querer moverse, y con ellas arrastran mercancías y cachivaches, idiomas e ilusiones, vidas enteras.

         La frontera más transitada del mundo está en este rincón de la costa del Pacífico. Hay más de 40 millones de desplazamientos anuales entre las ciudades de Tijuana y San Diego. Miles de personas cruzan a diario, en vehículo y a pie, el puerto de San Ysidro, las garitas que separan México de los Estados Unidos. La mayoría son mexicanos que viven en su país y trabajan al otro lado de la línea, pero también son camiones de mercancías, estudiantes de ida y vuelta, turistas y curiosos, personas que hacen vida a los dos lados.

         Cada mañana, yendo al sur, me cruzo con los miles de coches que forman retenciones en la autovía que sube de México. Y cada tarde, a eso de las seis, la marea de tráfico va hacia abajo, lenta y constante, con la misma persistencia que el reflujo del mar. En la radio informan del tiempo de espera en cada paso fronterizo, en cada línea. Para pasar a México no hay más control que la vigilancia de lejos de unos guardias y de soldados con trajes de color terroso y metralletas en ristre. Los embotellamientos se forman a la vuelta, donde los guardias de las garitas americanas piden escrupulosamente la documentación a cada persona que quiere cruzar.

         Veo México todos los días, pues la ciudad de Tijuana se extiende a lo largo de unas colinas hasta la propia frontera. Pero cruzar da cada vez más pereza, cuando uno piensa en las retenciones que lo esperarán a la vuelta, si no llega a la línea en el momento adecuado.

Hoy fue fiesta en los Estados Unidos, Veteran’s Day. A pesar de caer en miércoles, esta fiesta federal no se mueve de día: los asuntos militares en este país se toman muy en serio. En el Downtown de San Diego, a lo largo de la avenida que recorre el Embarcadero, se celebró temprano un desfile, con militares veteranos de todas las guerras en las que ha participado Estados Unidos en las últimas décadas, desde Corea y Vietnam a Irak y Afganistán. Con familiares dando ánimos, con muchas banderas, con vehículos militares, con mutilados, con músicas, con mucho orgullo, como se hace en este país todo lo que tiene que ver con su identidad.

Pero nosotros, que aún no sentimos tan vivamente el ardor patrio, aprovechamos el día de asueto para cruzar otra vez la frontera. A una hora al sur de San Diego, pasando Tijuana y Rosarito, antes de llegar a Ensenada, hay un pueblo pequeño a la orilla del Pacífico donde sirven buena langosta. Se llama Puerto Nuevo. Se llega dejándose llevar hacia el sur por la carretera de la costa, sin perder nunca de vista el océano, después de haber atravesado el caos de tráfico de las calles de Tijuana. A un lado van quedando anchas playas con palmeras, aglomeraciones urbanas desordenadas, crecidas a la manera de poblados chabolistas, residenciales tranquilos y de apariencia envejecida, algunos extemporáneos edificios muy altos, más modernos y más horrorosos. Al otro lado, secos cerros que recuerdan el paisaje marroquí, con algunos cactus y palmeras y de golpe casas que crecen sin orden ni concierto por las laderas, sin sentido de la estética, con vistas al ancho mar.

         Pasado Rosarito están los Fox Baja Studios, a lo largo de la línea de playa. Se ven barcos y otros decorados al aire libre, en el mismo espacio en el que se rodaron películas tan famosas como Titanic, Deep Blue Sea, Master and Commander o escenas de Pearl Harbor. En las colinas secas, junto a casas de lujoso cristal o de pobre chapa, aparece un enorme Cristo Redentor. Y después empiezan a sucederse los cartelones que anuncian conciertos y eventos privados en las bodegas del Valle de Guadalupe, algunos kilómetros hacia el interior. Hace unos meses eran Plácido Domingo o Mark Anthony los que ofrecerían conciertos en las pequeñas bodegas mexicanas, hoy están anunciados en enormes rótulos y fotografías Pablo Alborán, Gloria Geynor o Mocedades.

         En Puerto Nuevo se aprecian a las claras los contradictorios ritmos económicos de la Baja California, y seguramente de buena parte de México. Un pueblo frente al océano Pacífico, con acantilados y bellas playas de piedras redondas y limpia arena. Restaurantes amplios y cómodos, limpios, con vistas a la extensión del atardecer marino, conviviendo con construcciones de madera y hojalata, puestos de baratijas con letreros hechos a mano. Un bonito arco recibe al viajero desde la carretera, pero al final de la calle Rentería se llega al Paseo del Mar, que es efectivamente una calle paralela a la playa, pero por alguna razón sin asfaltar, con chinas y charcos frente a las tiendas de recuerdos y de dulces típicos.

         Ortega’s tiene un gran salón interior, con cuadros y esculturas en madera de revolucionarios mexicanos, completamente vacío. Tiene muchas terrazas en varios niveles, frente al mar, protegidas de la brisa fresca por altos ventanales. Degustamos unas langostas del Pacífico, con limón y aceite de manteca, frente al propio océano. Y también una sopa de tortillas, en realidad una deliciosa sopa de marisco. Y un ceviche de camarones que viene presentado sobre una piña tumbada, con su tomate y pepino y aguacate. Y también una margarita granizada: en el deleite gastronómico de la langosta, con el calorcito del sol a través de los cristales, el trago de tequila y limón resulta absolutamente confortante.

         Entre los comensales del restaurante hay un entrañable cumpleaños infantil al que unos músicos locales han venido a cantar Las mañanitas. Otros músicos, algunos solitarios con violín y otros en grupo de mariachis, buscan su oportunidad entre las mesas de jubilados americanos que dan cuenta de sus enormes langostas. De vuelta el mar refulge a cada curva de la carretera. Hay una distante familiaridad, no exenta de ternura, con el discurrir de las señales de tráfico: “Respete los señalamientos”, “No maneje cansado”, “Aquí principia tramo en reparación”.


         En la línea, en el puesto fronterizo de San Ysidro, empleamos más de hora y media, y se nos hace de noche. No es demasiado, de todas formas, en una tarde en que mucha gente vuelve al norte después de un día de vacación. Entre los coches se cruzan niños y adultos que venden de casi todo: jugos, frutos secos, peluches, juegos de vasos para tequila, mantas gordas, helados naturales, periódicos sensacionalistas, figuras de Cristo de más de un metro. Compramos tejuino, un jugo refrescante de masa de maíz y caña de azúcar, con limón y sal. El policía de la garita recoge los pasaportes y pregunta cuál fue el propósito de cruzar la frontera. Ojalá en tantas otras fronteras se pudiera obtener paso franco con una respuesta tan simple y sana como la mía: Fuimos a comer langosta.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La lluvia minuciosa, la memoria de Borges

Cuando se viven tantos meses en verano, en esta casi ininterrumpida primavera cálida del sur de California, uno olvida hasta qué punto puede echar de menos las estaciones. Pasan meses sin que se sienta ningún frío, sin que caiga una gota, días luminosos y despejados, refrescados por la brisa del mar, con el mismo paisaje de mangas cortas y chaquetillas ligeras, con la sola variación de las horas de luz que menguan en otoño. Por eso cuando llega un frente hay algo más que la sensación de novedad: hay como una recuperación melancólica de la conciencia del tiempo, del tiempo verdadero.

         Ese tiempo recobrado que vuelve, según el bello soneto de Jorge Luis Borges, cuando “Bruscamente, la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa”. Si bien fue Alberto Cortez quien le puso música, mi propia memoria sentimental me trae el recuerdo de la presencia del padre de Borges, bajo la parra del patio, en la voz ronca y por bulerías de El Cabrero. “La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”. Con toda seguridad, los primeros versos, las primeras palabras de Borges no llegaron a mí por la lectura: fueron los versos de este poema del recuerdo íntimo, que escuchaba una vez y otra, en el vozarrón de El Cabrero que explotaba desde una cinta de casete, desde la parte de atrás de la cabina del tractor que guiaba mi padre. Y por eso me liga a la fértil palabra de Borges un recuerdo personal de tierra parda levantada por el arado, de lluvia otoñal y tranquila: "Quien la oye caer ha recobrado / el tiempo en que la suerte venturosa / le reveló una flor llamada rosa".



         Hace dos días el baño en las aguas del océano Pacífico era tonificante y necesario, después de unos balonazos y carreras en una playa dorada y ancha, vaciada por Halloween. Y de repente esta mañana llegó una lenta borrasca, unas nubes gordas y grises que llegaban del mar y vaciaban tímidamente. Las ventanas abiertas en el aula traían una brisa fresca, agradable, primaveral. Primero un sonido raro, casi irreconocible, el latigazo múltiple de la lluvia que descarga. Al instante, gritos infantiles desesperados y largos: al lado de nuestro instituto hay un colegio, y probablemente para muchos niños era la primera vez que la lluvia los sorprendía en descampado.

         Fueron lluvias racheadas e inocentes, de las que no dejan charcos. Al volver hacia el norte, me sorprende en la carretera un arcoíris muy nítido, un tubo de colores casi vertical y muy cercano, que yo también observo como una novedad infantil. Durante la tarde llueven esas rachas rabiosas, pero también un lento y dulce chispear dorado contra el atardecer de palmeras de la ventana.

         Paseo por la marina de Chula Vista como desconociendo el territorio. En los parques junto al agua donde siempre hay algarabía y movimiento de andadores y corredores, en esta noche temprana hay sólo viento y olas. Si no fuera porque apenas llevo una chaquetilla sobre la manga corta, pensaría que esto es el invierno, tan corta tiende a ser la memoria que uno se olvida de la verdadera sensación del frío. No hay familias pescando en el espigón, ni bullicio en los merenderos bajo los grandes árboles. Me cruzo con una garza enorme, afilada y gris bajo los focos, probablemente más grande que yo, con los alambres de sus patas hundidos en el agua de la bahía. Echa a volar despavorida cuando me quedo quieto. Hay algunas sombras solitarias y oscuras mirando las aguas intranquilas, entre las rocas o en la playa. Hacia el sur, las luces palpitantes de Tijuana, con alguna sombra de nubes. Hacia el norte, el amarillo y el rojo y el verde de los edificios del Downtown de San Diego, sobre los que cruza el arco también iluminado del puente que lleva a Coronado.

         En la isla de Coronado hay luces, pero desaparecen a la izquierda, dejando el hueco oscuro del océano. Hay una larga y estrecha franja de arena, la Silver Strand, que une Coronado por el sur con Imperial Beach, muchos kilómetros más allá. En ese tramo de oscuridad, que uno intuye como el océano abierto, ocurre de noche un fenómeno singular: cruzan ligeras las luces de los coches, en ambos sentidos, como si circularan en una loca carrera horizontal sobre las aguas negras.

         Me sobrevuela el graznido de un cuervo, entre las ramas altas que se agitan y zarandean con el viento fresco, y con la humedad del mar llegan también gotas sueltas contra la cara: por un momento el recuerdo vivo de otras estaciones me hace pensar que no estoy aquí, sino en una playa inglesa. Volviendo a casa, en la curva negra de la carretera tengo que frenar porque me viene de frente un barco. Cruza majestuoso y alto, remolcado por un camión que lo lleva al astillero de la bahía, y que va rompiendo la negrura con unos focos muy brillantes. En las noticias dicen que hay algunas inundaciones en la ciudad de San Diego, tan poco preparada para las lluvias. También que en Mammoth Lakes, en el norte, está cayendo mucha nieve, por primera vez en la larga temporada de sequía que ya dura varios años, y abrirán en dos días la estación de esquí.

         Pero en el fondo este tiempo es un espejismo. En dos o tres días volverá el ambiente primaveral, volverá a picar el sol a mediodía y volveremos a la playa de otoño. Es sólo que al venir a saludar una estación distinta, y al hacerse de noche tan pronto, como en un otoño de verdad, a uno le vienen rachas de recuerdos como traídas por el viento y las nubes húmedas. El confort del presente nos hace olvidar hasta nuestros hábitos más inseparables. Nos hace creer que los olvidamos, pero nada se olvida.
       
       Ayer pasé por la biblioteca porque tenía la urgencia de volver a leer “Funes el memorioso”, de Borges. Recordaba tan nítidamente la conversación del narrador con Ireneo Funes, de la misma forma que creía haber olvidado que el primer recuerdo del narrador es antes de una tormenta de verano en Fray Bentos, Uruguay. A veces sólo necesitamos una chispa casual, como una conversación de domingo con un científico sobre los mecanismos que rigen el cerebro, que nos lleva de nuevo a Borges, o la llegada de un raro frente borrascoso, que nos trae de nuevo las estaciones del pasado y de otro continente. Porque en el fondo nada se olvida.