martes, 29 de diciembre de 2015

Big Sur 2: Monterey, Carmel, La Purísima y ¡Dinamarca!


En Monterey hay un ambiente de ciudad turística en temporada baja, de lugar tranquilo de vacaciones. Los turistas llenan de noche las calles de madera sobre el agua del Fisherman's Wharf, pero caminan despacio, con una placidez contagiada por la quietud de las aguas, entre los agentes de los restaurantes que ofrecen muestras de la crema de almejas que es la especialidad de la zona. Por la mañana hay un cielo gris mientras paseamos por Cannery Row, la calle de pescadores y puestos de pescado que John Steinbeck retrató en un libro de los años 40, y que hoy es una atracción turística más.

       Cuando llegamos a Carmel-by-the-Sea, que está a apenas cuatro kilómetros, ha salido el sol. La ciudad de Clint Eastwood es un perfecto lugar residencial, calles rectas con mansiones de todo tipo, un bosque interior de pinos y secuoyas que puebla todas las aceras, anchas avenidas con tiendas y comercios, con restaurantes y cafés elegantes, una calma europea en los turistas que caminan frente a los escaparates llenos de objetos de precios exorbitantes. Las avenidas van cayendo en una lenta declinación hasta dar a unas dunas y finalmente al mar. La playa está repleta de gente que camina, niños que juegan, perros que corren por la orilla. Desde uno de los miradores contemplamos la trayectoria de los surfistas sobre las olas y, de repente, aparecen a su lado varios delfines, emulándolos, subiéndose a la ola, ofreciéndonos sus figuras gráciles y ligeras a sólo unos metros de la arena, entre las aguas cristalinas.

     En Carmel visitamos brevemente la misión española de San Carlos Borromeo, que Junípero Serra fijó como su residencia, y en cuya iglesia está enterrado el ahora santo. Y ponemos rumbo hacia el sur por la carretera de la costa, de nuevo hacia el espectáculo natural de Big Sur.

         Hay lugares de acampada justo a la entrada de Big Sur, entre los bosques de secuoyas, entre las primeras curvas de la carretera que bordea los acantilados. Pasamos el puente Brixby, una estructura metálica de los años 30 sobre un cañón que se abre al mar, y que es en sí mismo otra atracción turística, a juzgar por las decenas de coches parados en los extremos. Hay un peñón sobre el mar con un faro en lo alto, envuelto por una calima que con el sol declinante parece vapores de agua, y hay decenas de vacas pardas pastando en la lengua de tierra verde que lleva hasta el peñón.

         Y después hay más rocas golpeadas por las olas, y cuevas por donde escapa la resaca, y bosques que dora el sol que se va, y caravanas que suben, y pelotones de motos gordas, y autostopistas. Nos detenemos en algunos de los muchos apartaderos sobre los acantilados, para hacer fotos o por el simple placer estético de sentirnos allá arriba, frente a esa costa abrupta, frente a la inmensidad azul y dorada del océano, dorados también nosotros, tocados por el aire mágico de un rincón del mundo con demasiada literatura, un lugar que guarda el equilibrio justo entre atracción y lejanía, entre belleza y peligro.



        
         Al día siguiente, saliendo de Santa María, nos internamos por la carretera que lleva hasta Lompoc, que vuelve a ser una zona llana y agrícola. A pocos kilómetros de la ciudad de Lompoc está la misión española de La Purísima Concepción. Casi todas las misiones, puesto que dieron origen a ciudades, se encuentran hoy dentro de las ciudades. Ésta es la primera que encuentro separada, en medio del campo, casi oculta entre viñedos y campos de fresas. Y es también una de las más completas, de las más hermosas. Al no estar integrada entre los edificios de una ciudad, esta misión da una idea más exacta de cómo debieron ser las misiones franciscanas en el siglo XVIII: enclaves solitarios con su iglesia, sus habitaciones, sus patios, sus huertos y establos.

         Pasamos a la alargada nave de la iglesia con sólo empujar la puerta, no hay nadie vigilando, no hay desperfectos, sólo un frío silencio de otro siglo. Los carteles señalan y explican por todos lados la utilidad de los espacios, de los trabajos que allí se hacían: hornos, curtiduría, carpintería, molino y prensa de aceite, cardadores, telares. Están también las habitaciones de los militares, tras una puerta donde se lee la palabra Cuartel. En medio del llano, frente al edificio, en lugar preeminente, se alza un alto mástil del que ondea una bandera de España.

        Hay habitaciones civiles, escritorios, biblioteca, cocinas, alcobas. También reproducciones de las chozas de los indios, enormes construcciones abombadas, hechas con cañas entretejidas. Hay también huertos de verdad, y animales, toros, cerdos, caballos. A media mañana empiezan a llegar familias, y los niños corretean por los jardines o por las habitaciones abiertas, pero sigue habiendo un silencio casi reverencial que se sobrepone a todo lo demás.

Unos kilómetros hacia el sur nos encontramos por sorpresa con un pueblo danés. Molinos de viento, casas de techos afilados, con fachadas blancas cruzadas de tablas de madera, banderas de Dinamarca por todos sitios. Solvang es un pueblo agrícola, rodeado de viñedos, adonde vinieron a parar cientos de daneses a principios del siglo XX. Los restaurantes, los comercios, incluso los nombres de las calles son daneses. Hacemos una breve visita a otra pequeña misión española, Santa Inés, que está a la salida del pueblo. Paseamos por las aceras limpias, salpicadas de delicadas flores de colores, por el orden europeo de las calles pensadas para peatones. Tomamos una hamburguesa danesa con un rico chardonnay de la zona. Cada vez estoy más convencido de que no estamos tan lejos.

domingo, 27 de diciembre de 2015

En ruta hacia el vértigo de Big Sur

Antes de acabar el año, volvemos hacia el norte, hacia Big Sur. Hasta hace no demasiado, Big Sur era un espacio salvaje en pantalla grande, en documentales de sobremesa de La 2, cóndores sobrevolando acantilados altísimos, bosques impenetrables donde los animales viven aislados, ballenas rodeando islotes y echando al aire limpio del atardecer el torrente de su resoplido vertical. Ahora, siendo todo eso, es también un territorio casi familiar, un espacio acumulado en la geografía personal, una dulce sucesión de spots entre los caprichos de la memoria.


         De San Diego a Carlsbad y de allí hacia Los Ángeles por la Interestatal 5, que está inusualmente despejada al atravesar la macrociudad. Paramos en Malibú, una tranquila línea de playas semiescondidas por lujosas residencias de verano, en las faldas de una cadena de suaves montañas, justo al norte de Santa Mónica. En una laguna rodeada de playas anchas y palmeras, un águila de cabeza blanca posa para los fotógrafos sobre la rama de un árbol caído. El mar está muy calmado, y parece que se pudiera llegar caminando a las islas del Canal.

         Siguiendo la carretera de la costa, Oxnard, Ventura, grandes ciudades agrícolas, exposiciones de potentes tractores, inmensas extensiones de campos de fresas, y de repente una larga humareda detrás de las montañas. Un incendio está calcinando el bosque bajo que llega hasta el océano, y nos desvían por una intrincada red de carreteras de monte que rodean el lago Casitas. Apenas hay agua en el fondo del lago, de donde se abastecen las avionetas que nos sobrevuelan. Camino de nuevo al mar, cambiamos el bosque de encinas por el verde más vivo de los árboles de aguacate y los naranjos, y llegamos sin contratiempo a Santa Bárbara.

         Dentro de la rica variedad de tacos, de carne y pescado, que ofrece la cocina del sur de California, creía haberlo probado todo, yendo del campo al mar, pero en un mexicano de Santa Bárbara vuelvo por un rato más lejos, a mi tierra, saboreando unos tacos de migas con chorizo. Santa Bárbara es una ciudad limpia y hermosa, encajada entre las montañas y el mar. Desde lo alto de la torre de la Courthouse, que es un conjunto de edificios de fachadas blancas y construcción pretendidamente colonial, se puede divisar una panorámica completa de la ciudad: la sierra pelada al fondo, las montañas de laderas suaves y casas suntuosas con vistas al océano, la misión española con su iglesia de paredes color crema, la alta vegetación poblando la ciudad entre las manchas blancas de las casas, los tejados de teja naranja, calles rectas y cuadriculadas, yates ordenados en el puerto, la línea de playa con sus palmeras de postal, el resplandor inmenso del océano Pacífico.

La Courthouse son realmente unos juzgados en uso, con anchos pasillos de baldosa antigua, techos de artesonado y amplias pinturas en tela decorando las paredes blancas, con verdadero aire de monasterio castellano. Hay una sala de juicios de techos muy altos, como los de un palacio, con travesaños labrados y largas lámparas colgantes, donde las paredes son murales alegóricos de la historia de la ciudad. Alrededor de los bancos y del tribunal, con su bandera norteamericana, se ven imágenes de indios, de descubridores en barco, a caballo y con armaduras, de sacerdotes, y banderas españolas y mexicanas y escudos de Castilla y León. En un rincón, bajo una bandera española y un toldo sobre el que crece una parra de uvas tintas, una mujer con mantilla abraza a un muchacho, y un pergamino desarrolla dos lemas muy nuestros: Salud y pesetas. Gracias a Dios.

         Por la mañana hace frío de invierno, pero hay surfistas aprovechando las escasas olas de la ancha playa de Pismo. En San Luis Obispo, cuyo centro es también una cuadrícula de calles ordenadas y limpias, de tiendas al estilo europeo, hay también una misión española, con su iglesia y su pequeño museo y su poco de historia. Al lado hay una biblioteca de 1905, que es también un pequeño museo de historia, un edificio coqueto de ladrillo rojo y arcos de piedra que parece de juguete. Hay una exposición sobre la familia Hearst, y un encargado afable y con ganas de hablar nos cuenta sobre sus vidas y sobre la herencia española en la costa californiana.

         Morro Bay es un tranquilo pueblo de pescadores, con restaurantes junto a una amplia bahía interior, frente a un peñón sobre el mar, que le da nombre. Tomamos tacos de bacalao y una confortante cerveza artesana en una terraza frente al agua, al tibio sol del invierno, antes de seguir camino y adentrarnos en Big Sur por las sinuosidades de la Highway 1. Atravesamos pueblecitos con casas de madera, extensiones de prado donde pastan las vacas, y también cebras, frente al océano, cortas bahías y playas inaccesibles sobre las que refulge la línea amarilla del sol cayendo sobre el limpio horizonte del agua.


         Hay un rincón especial en la sucesión de vistas dramáticas de la costa. Es en Julia Pfeiffer Burns State Park. En estas alturas tuvo en su día un rancho, y una casa sobre el acantilado, una familia que había emigrado desde Alemania, y que da nombre al área protegida de bosques que rodea este punto. Un corrimiento de tierras en los primeros años 80 se llevó por delante una parte de la montaña. La carretera 1 estuvo cerrada muchos meses. Después la terquedad del mar limpió los restos y creó unas espléndidas playas, que ahora los visitantes contemplan desde una pasarela. Hay un punto en que las rocas forman una pequeña ensenada de aguas turquesas. El bosque de secuoyas llega casi hasta el nivel del mar. Por entre las secuoyas corre un arroyo que viene a caer en una recta cascada sobre la arena clara de la playa. De la ladera que baja hasta la playa cuelgan secuoyas diminutas, juncos, recios eucaliptos, una palmera de copa redonda. Una banda de nubes cubre la puesta de sol, pero el resplandor dorado se alarga desde el horizonte hasta las rocas, sobre un mar tan raso y calmado como una laguna. Siempre que contemplo una imagen así pienso en la fascinación violenta con que aquellos artistas románticos del XIX quisieron enseñarnos a ver la naturaleza.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Pacific Beach: un retiro de invierno frente al Pacífico

Con el invierno recién estrenado, con la sombra de las tensiones del final del trimestre escolar, encuentro un lugar ideal para unos días de lento retiro navideño. Pacific Beach es uno de los barrios más vitales de San Diego, pero en estas fechas es un plácido remanso de paz, palmeras y playa. Al norte de la enorme bahía de San Diego, en la desembocadura del río San Diego, hay otra bahía, una falsa bahía, un complejo lagunar con islas, playas, parques, hoteles, pequeños puertos deportivos e incluso un parque temático marino de fama mundial, SeaWorld San Diego: todo esto es Mission Bay. Un brazo de tierra, con anchas playas, paseo marítimo y casas de vacaciones en primera línea, protege del mar abierto al laberinto de lagunas. Pacific Beach es un barrio ordenado y tranquilo, encajado entre las lagunas de Mission Bay, el océano Pacífico y el hermoso y más suntuoso barrio de La Jolla.

         Paseo con una bicicleta rosa por la orilla de la laguna, trazando un arco suave frente a las residencias de verano, pequeños complejos de habitaciones con balcones o casitas bajas con jardines cuidados, piscinas, hamacas, palmeras bajas y palmeras altas, salones de anchas cristaleras con vistas a la bahía. En la costa californiana, como en algunos lugares de Europa, se llevan estas bicicletas de paseo, de aparatosos manillares como astas de toro, sin frenos en el manillar, pues para frenar no hace falta más que invertir el sentido de los pedales. Por la sinuosa línea asfaltada circulan muy despacio grupos de ciclistas, tándems, jóvenes con patines, parejas de jubilados caminando, corredores con auriculares que empujan carritos de bebés. Los paseantes de perros prefieren caminar por la arena, dejar a los perros corretear en el agua. Hay pescadores ocasionales, barcos que tiran de surfistas, un monitor de voleibol enseñando a sus alumnos el saque, otros grupos jugando al vóley-playa, familias jugando a la petanca en la arena, niñas con vestidos de colores vivos echando al aire endebles cometas.

         Entre las casas que miran a la bahía hay un lujo envejecido, y un descuido natural y envidiable que lleva a la gente a dejar al aire, a cualquier hora, pertenencias que saben que nadie se llevará: hamacas, cocinas de gas, sillas y mesas de metal en las terrazas, bicicletas, máquinas cortacésped, banderas, adornos varios. Entre las casas salen pequeñas callecitas, no más anchas que un pasillo, sombreadas por las altas palmeras, por los jardines con flores tropicales, que llevan hasta la playa, hasta el mar abierto, hasta el océano Pacífico. Hay amplias zonas de arena con redes de voleibol, y anchos parques de césped con utensilios de barbacoa, parques infantiles, pasillos sobre el agua hasta los restaurantes de las diminutas islas, en torno a las que se arraciman barquitos sobre el agua quieta.


         En el límite entre Mission Beach y Pacific Beach, frente al océano, hay un parque de atracciones, Belmont Park, con sus carruseles, con su montaña rusa de madera, funcionando desde hace casi un siglo, desde los felices años 20 en que aquella sociedad blanca y opulenta empezaba a asentarse en el paraíso de la costa oeste. Frente a la playa hay un paseo marítimo siempre muy concurrido, tranquilo estos días, como en cualquier playa mediterránea recién llegada la temporada baja. Más casas de vacaciones, con terrazas altas y otras al nivel del suelo, abiertas a los paseantes, donde turistas americanos beben cervezas tumbados en una hamaca, con gafas de sol y gorra de béisbol, o altas copas de vino blanco, expuestos al sol, en pantalones cortos, comentando los giros rápidos de los muchos que aprovechan el viento para hacer kitesurf, con sus anchas bolsas de colores zigzagueando en el aire.

         Cruzan en lenta hilera sobre las casas las bandadas de pelícanos. Hay parejas sentadas en sus sillas portátiles sobre la arena. Padres enseñando a sus hijos a hacer volar sus cometas. Hay gente dentro del agua, a pesar de que el agua está muy fría, hay paseantes descalzos por la arena, hay algunos surfistas, algunos lectores al sol. Jugamos un rato al balón en la orilla, caminamos por la arena, espantamos las gaviotas y los cuervos. Hay algunas nubes bajas, hay una luminosidad casi hiriente.

         Otro día está lloviendo desde el amanecer, en cortas rachas que arrastra el viento, chispea pero la gente sigue paseando por la orilla, por el paseo marítimo, por entre las casitas de madera pintada del pier, por el pasillo adornado con aros salvavidas con mensajes navideños. Al final del muelle hay un árbol de Navidad, y hasta ahí llegan los adolescentes y los jubilados para hacerse fotos, con el mar picado de fondo. Tanto si hace mucho sol como si hace mucho viento, como si llueve y refresca, uno encuentra cualquier día, al mismo tiempo, gentes en calzón corto y chanclillas, en cazadora polar, con impermeable, en tirantes, con gafas de sol, con los pies descalzos, incluso combinaciones de sandalias y abrigo gordo. Probablemente sea una más de las formas de independencia e indiferencia americanas: uno decide qué se va a poner sin consultar siquiera con la ventana de casa, y después todo el mundo encuentra natural lo que ve por la calle, y nadie se siente incómodo.

         A todo lo largo de Mission Beach están construyendo una defensa contra las inundaciones. Además de dunas de arena, junto al paseo marítimo, una línea de contrafuertes de tablas de madera, y una segunda de bloques de hormigón. Muchos bares de la primera línea acaban de arreglar sus terrazas. Este año El Niño está trayendo más tormentas de las acostumbradas, y varias veces el agua ha desbordado la playa. Todo es tan cuadriculado, tan ordenado y medido, que hasta los nombres de las calles, de playas californianas o de ciudades europeas, siguen un escrupuloso orden alfabético: Venice, Verona, York. Ahí empieza otra vez Pacific Beach, empiezan sus calles también cuadriculadas, también ordenadas, anchas avenidas con aceras pobladas como pequeños bosques, con palmeras altísimas de las que la tormenta ha desprendido largas hojas y cortezas. Calles que, también como un bosque, de noche se quedan oscuras, casi silenciosas, íntimas. Pacific Beach es un conjunto de postales típicamente californianas, es la placidez templada del sol poniéndose sobre el Pacífico, es un lugar del que daría tanta pena irse.

lunes, 30 de noviembre de 2015

México DF día 6: pulque, tequila y mezcal, pirámides de Teotihuacán

Si uno no ha tenido la prudencia de reservar con al menos un día de antelación la excursión a las pirámides, siempre hay posibilidad de encontrar taxistas y guías dispuestos a hacer el viaje, en la plaza del Zócalo, en los alrededores de la catedral, incluso aunque no sea muy temprano, por sólo unas decenas de pesos de más. El recorrido es muy asequible desde el centro de la Ciudad de México: Teotihuacán está a apenas media hora, por cómoda autovía, y se puede llegar en coche o en autobús o alquilando un taxi para unas horas.

         La Ciudad de México parece que no tiene fin, pero como todo gigante también tiene sus contornos y límites. La ciudad se va diluyendo hacia el noreste en barriadas de edificios bajos, y finalmente en cerros altos y desérticos plagados de casitas de colores chillones. Son extensiones de chabolas coloridas subiendo por las laderas, conformando un horizonte triste desde el que miran a la llanura miles de huecos de ventanas, iguales unos a otros, como en una ciudad que hace poco hubiera sido bombardeada.

         Después empiezan campos y pueblitos de apariencia pobre, con charcos y pintadas políticas a pie de autopista, con montones de troncos de maíz recién recogidos, formando altos conos como tiendas de indios de las películas. Y antes de llegar a las pirámides, desde un paraje donde ya se divisan a lo lejos, entre los huecos que dejan los bosques, hay una parada para turistas, que sin embargo resulta agradable e instructiva. Restaurantes modestos, tiendas de recuerdos, joyas, alfombras, tehuanas, tallas de madera y la mayor atracción: las bebidas alcohólicas que se extraen del agave.

         Hay muchos tipos de agave, que es una planta de hojas largas como brazos que salen desde el suelo, acabadas en agujas afiladas. El agave pulquero se llama maguey. Entre el bosque de brazos verdes pululan miles de abejas: en el centro de la planta, de donde se ha arrancado el corazón, hay espacio para un panal y para un recipiente natural donde cada día se almacena la savia, el aguamiel que se convertirá en pulque. El hueco se llena del líquido espeso, que se extrae por succión a través de un acocote, una calabaza seca alargada, con un agujero en cada extremo. El pulque fermenta de forma natural, y si es muy reciente, como el que probamos, es muy poco alcohólico, y tiene la textura y el dulzor de un jarabe.

         También probamos el tequila, el mezcal, y una bebida más dulzona que se llama xoconostle, destilados y más alcohólicos, preparados a partir de otras especies de agave. Del agave los nativos aprovechaban no sólo el aguamiel: con las puntas hacían agujas de coser, de las fibras sacaban hilos fuertes y láminas de papel resistente, e incluso las hojas largas y anchas servían para las techumbres de las casas.

         

Teotihuacán es un raro conjunto de pirámides en medio de un llano. Se desconoce casi todo de los pueblos que habitaron este paraje, y que construyeron las pirámides hace casi dos mil años. Cuando los mexicas llegaron aquí, hacía siglos que el lugar estaba abandonado, y lo llamaron Teotihuacán, que en náhuatl viene a ser algo así como “ciudad de los dioses”. A principios del siglo XX, torpes trabajos de investigación utilizaron dinamita para excavar, y las paredes tuvieron que ser reconstruidas. Paseamos junto a los majestuosos conos de piedra, y subimos sin descanso los 238 escalones que llevan a la cúspide de la Pirámide del Sol. Los sacerdotes teotihuacanos subieron en algún momento 260, 52 por cada era de su particular calendario.

Es el edificio más alto de Teotihuacán, con 63 metros, y desde arriba se contempla el complejo entero: los dos kilómetros de avenida empedrada, la Calzada de los Muertos, que lleva hasta la Pirámide de la Luna, la Ciudadela, la Pirámide de la Serpiente Emplumada, los mercaditos de abalorios y telas, las grandes extensiones de bosque, las primeras casas de los pueblos vecinos, la niebla de contaminación que ensucia el aire en el horizonte hasta hacerlo translúcido.

En el Palacio de Quetzalpapálotl recorremos galerías con frescos, con columnas adornadas, con antiguos sistemas de drenaje. La zona arqueológica de Teotihuacán es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, pero es tan poco lo que uno sabe sobre estos quetzales, mariposas, jaguares, caracoles, que otra vez uno se siente maravillado y finalmente abrumado. Teotihuacán es un misterio para todo el mundo, en realidad, otro más de los ejemplos de grandes civilizaciones que construyeron monumentos enormes con los que representar la complejidad de sus vidas y creencias, pero que luego por algún motivo colapsaron, y dejaron la huella misteriosa de su grandiosidad.

A la vuelta, los recorridos turísticos paran en la plaza donde está la Basílica de Guadalupe. Hay una basílica antigua tan inclinada que parece a punto de caerse, con otras iglesias y capillas alrededor. Hay otra basílica moderna, futurista, horrenda, del estilo de las que se construían en los años 70, que parece una nave espacial recién aterrizada. Llega una extraña procesión de gente ruidosa, con instrumentos rudimentarios, portando una imagen de la Virgen muy adornada de flores, y al pasar al templo empiezan a cantar un himno. Una mujer se acerca amablemente y nos manda callar, y nos cuenta con pasión exagerada no sé qué historia de cómo la Virgen curó sus heridas después de que sufriera un tiroteo. Hay muchos fieles arrodillados, gesticulando, incluso llorando. Hay grupos de monjas jóvenes sentadas en los suelos de los pasillos. La extraña procesión atraviesa el templo y se confunde con los que ya esperan el comienzo de la misa.

En los sótanos de la plaza hay aparcamientos y tiendas saturadas de imágenes de la Virgen de Guadalupe, en cuadros, en tela, en cadenas, en tallas gigantes, en miniaturas, hay olor a cera y a cerrado, miles de objetos imposibles amontonados, con la imagen de la Virgen o de algún papa. Cuando salimos a la noche mexicana, al tráfico intenso y a las luces de las avenidas, uno siente sin embargo el alivio de respirar, de haber salido de una intensa pesadilla.

jueves, 26 de noviembre de 2015

México DF día 5: Universidad Nacional Autónoma de México, paseo por Coyoacán

Después de un desayuno consistente y muy mexicano en una cafetería belga ponemos de nuevo rumbo al sur por Insurgentes. Más allá de Coyoacán está la CU, la ciudad universitaria, la sede de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), que es la universidad más grande de toda América Latina. La UNAM abarca 7 km², casi mil edificios, más de cien bibliotecas, un museo de arte contemporáneo, jardines y bosques, esculturas gigantes al aire libre, una sala de conciertos, teatros, un estadio olímpico. Hay dos paradas de metrobús en el eje de la avenida Insurgentes que atraviesa el campus de norte a sur, y multitud de líneas de autobuses internos que recorren las carreteras entre bosques y facultades. En 2007 el campus central fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y en 2011 la UNAM recibió el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

         En cierto modo se parece a algunas universidades estadounidenses, en sus dimensiones y grandeza. Pero mientras en aquellas casi todo es sofisticación, exhibición arquitectónica, precisión en las formas, profusión de flores y plantas, aquí todo parece tener un aire envejecido. Los prados arbolados, donde dormitan decenas de estudiantes, tienen una hierba amarilla y polvorienta. Los pinos son de un verde apagado, el concreto de los edificios está deslucido. La diáfana libertad de los campus norteamericanos se enfrenta aquí a otra realidad: las facultades están rodeadas, además de por carriles separados para bicicletas y peatones, por vallas metálicas coronadas por anchos alambres de concertina.

         Hay mercaditos entre las facultades, anuncios de paquetes turísticos a todas las regiones de México, carteles con denuncias sindicales, librerías improvisadas en el suelo. En una biblioteca hay una pequeña exposición y carteles en los que se explica que durante estos días la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) está celebrando en este campus su XV Congreso, y que un poco más al sur, a estas horas, están presentando en el Colegio de México una edición conmemorativa de Don Quijote de la Mancha. Caminamos hacia el campus central bebiendo un jugo de maracuyá con naranja, entre los ríos de estudiantes que van y vienen, y después un autobús interno nos deja entre la biblioteca y el estadio, en el corazón del campus. La Biblioteca Central es una gran caja rectangular cuyos cuatro muros son murales coloridos que representan la cultura mexicana: mosaicos en piedra y vidrio del dios Tláloc y Huitzilopochtli, pero también del tiempo de la colonia y alegorías del progreso del pueblo mexicano.

         Al otro lado de la carretera está el Estadio Olímpico Universitario, una magna obra de los años 50 donde, entre otras cosas, se celebraron los Juegos Olímpicos de 1968, o algunos partidos del Mundial de Fútbol de 1986. En la puerta principal hay un altorrelieve en piedra de Diego Rivera: un águila sobre un nopal, un cóndor, la serpiente emplumada de Quetzalcóatl. En este estadio, en octubre de 1968, los atletas estadounidenses Tommie Smith y John Carlos hicieron el saludo del Black Power al recibir sus medallas de oro y bronce por la carrera de los 200 metros lisos. Cuando sonó el himno de su país agacharon la cabeza y alzaron los puños envueltos en guantes negros. Tanto ellos dos como el australiano Peter Norman fueron castigados por su gesto, vilipendiados y ninguneados durante décadas, pero su imagen de resistencia y orgullo hoy sigue viva, está en la historia del deporte y de la reivindicación de los derechos civiles.


         Desde la puerta del estadio salen camioncitos que llevan al centro de Coyoacán. La plaza parece otra de día, sin lluvia: una iglesia de pueblo, que por dentro es más grande de lo que aparenta, con una torre blanca, un bonito claustro con palmeras y naranjos y rosas y macetas con geranios adornando los arcos. Turistas y niños y perros paseando por las piedras de la plaza, viejitos y lectores en los bancos, un racimo de mendigos arrastrados entre las escaleras de la iglesia. En la plaza de los coyotes, que está enfrente y tiene una hermosa arboleda y muchos bares y restaurantes, comemos unos tacos de marlín, guacamole y una cerveza negra. En medio está la fuente de los coyotes, que son los que le dan nombre al pueblo. El sol se va de pronto y empieza a chispear otra vez.

         Caminamos por la calle Francisco Sosa, en el barrio de Santa Catarina, frente a fachadas rojas y azules, entre árboles altos que llegan a juntar sus copas formando un largo arco verde. Las raíces levantan las piedras de las aceras, por las que en algunos tramos hay que avanzar a saltos. Hay portones antiguos con arcos y dinteles de piedra, con escudos de la colonia. De algunos cuelgan coloridas piñatas, y también el adorno típico de papel picado de una fachada a otra. Hay caserones color crema, ocre, beige. Llegamos a una plazoleta arbolada y coqueta, con una pequeña iglesia amarilla.

         Paralela a la calle Francisco Sosa hay una callecita trasera, el callejón del Aguacate, fuente de historias fantásticas y de crímenes legendarios. Más adelante, en una esquina roja frente a un parque, está la casona donde vivió Octavio Paz. Es un edificio con amplios patios coloniales, amarillos y rojos, donde hoy está instalada la Fonoteca Nacional. Frente al edificio, bajo unas frondosas enredaderas, cuatro policías están comiéndose unos tacos, de pie, con las gorras puestas.

         Callejeamos entre casas anaranjadas y violetas, coronadas de hiedras y buganvillas y cables desordenados. Salimos de Coyoacán por el Vivero, que es un parque agradable y limpio por donde corren deportistas y pasean familias, y efectivamente un vivero de 39 hectáreas, por donde fluye un río sucio, en el que crecen numerosas especies de árboles que después sirven para reforestar la enorme urbe de Ciudad de México.

         Al atardecer el metro va atestado de gente, que entra y no para de entrar y apretujarse. Los vagones son viejos, hace calor, y el tren se detiene durante un tiempo interminable, con las puertas abiertas, para que suba más gente, más sudor y más respiración. Cuando salimos del infierno subterráneo se empieza a materializar el mismo ambiente en los autobuses. Avanzamos varias paradas y escapamos a tiempo, para ver desde las aceras, ya de noche, a los viajeros chocando sus caras y sus manos contra los cristales, en los largos autobuses rojos que suben y bajan por la inagotable avenida Insurgentes.

martes, 24 de noviembre de 2015

México DF día 4: Frida Kahlo en Coyoacán, por el boulevard de los sueños rotos

Cuánto hemos visto, oído, leído y contado sobre personas que vivieron en Coyoacán. Al final del día, montados en un autobusito de ventanas abiertas, mientras oscurece y cae una lluvia que limpia el aire, una guía nos va contando otra vez los lugares y los nombres: Hernán Cortés, la Malinche, Pedro de Alvarado, tantos nobles de la colonia, políticos y artistas del XIX, hasta llegar a Diego Rivera, Frida Kahlo, León Trotsky, Octavio Paz…

         Comenzamos la mañana con un café de sabor intenso de Atoyac, Guerrero, que nos sirven en una pequeña cafetería de la colonia Nápoles, Guapo, donde además uno puede saber el nombre de la hacienda y del agricultor que produjeron el grano. De nuevo un autobús por Insurgentes, esta vez rumbo al sur, y un micro con ventanillas abiertas, de apariencia caribeña y pobre, que atraviesa Coyoacán y nos deja en Churubusco.

Rodeado de árboles y casas bajas está el Ex Convento de Churubusco, en cuyas celdas está el Museo Nacional de las Intervenciones. Hay un huerto cuidado, con flores y olor a lavanda y romero. También aquí algunos muros y torres están inclinados. El museo hace un completo recorrido por las intervenciones extranjeras en la soberanía mexicana. Desde la independencia de España, la guerra en la que los Estados Unidos le quitaron a México la mitad de su territorio, las pretensiones imperiales francesas con Maximiliano I, hasta las intervenciones de Estados Unidos en los años de la Revolución Mexicana, a la caza de los míticos Emiliano Zapata y Pancho Villa.

Hace calor y en la puerta del Ex Convento nos compramos unos raspados de fresa y guayaba para el camino. Efectivamente, el muchacho raspa una barra de hielo y vierte el jarabe por encima del granizado. Al cruzar por un parque vemos a cuatro policías corriendo, dos de ellos con metralletas. El objeto de la persecución, al parecer, son dos muchachos que estaban fumando sentados en la piedra de una fuente, al salir de clase. Les registran las mochilas y entre los dos guardias armados se llevan a uno de ellos.

Caminamos por tranquilas calles arboladas hasta llegar a Coyoacán. En la esquina de la calle Viena está la casa donde vivió León Trotsky, y donde fue asesinado. Gracias a Diego Rivera y otros intelectuales afines a la causa, el presidente Lázaro Cárdenas concedió asilo político en México a Trotsky y a su familia más próxima, cuando Stalin había empezado la persecución implacable de quien había dirigido el Ejército Rojo tras la Revolución de Octubre. Trotsky y su esposa vivieron dos años en la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera, y después se instalaron a pocas manzanas.

La casa conserva las habitaciones modestas en las que vivieron poco más de un año, el patio arbolado y grande donde Trotsky cuidaba conejos y gallinas, las torres de vigilancia que instaló en cada esquina de la casa después de que hicieran explotar allí una bomba en 1940. El mismo año pasó a la casa el español Ramón Mercader, agente soviético que había conseguido entrar en el círculo social de Trotsky, que le entregó un texto para que lo leyera. Cuando el ideólogo comunista se dispuso a leer el texto, Mercader le golpeó la cabeza con un piolet, en el mismo escritorio que ahora el turista puede visitar, junto a la biblioteca personal de Trotsky, con libros en ruso, en francés, en alemán, frente a una ventana alta que da al jardín. En el mismo jardín están las cenizas de León Trotsky y de su mujer, que murió muchos años después, bajo un monolito donde han horadado la hoz y el martillo y del que pende una bandera roja.

         Las aceras de Coyoacán están pobladas de enormes ahuehuetes, ligustros, palmeras. A cinco minutos de la casa de Trotsky está la Casa Azul, en la esquina de Londres con Allende. En la casa que compró el padre de Frida, el fotógrafo húngaro-alemán Wilhem Kahlo, vivieron ella y su esposo, el muralista Diego Rivera. En la Casa Azul hay también un enorme patio con árboles y jardines, con la base de una pirámide, con figuras precolombinas de piedra. En el piso alto están las habitaciones, coloridas y vivas, llenas de objetos de Frida y Diego. Está el estudio de Frida, que mira al jardín, con sus caballetes, sus paletas, la silla de ruedas desde la que pintaba. Hay una exposición con algunos cuadros cubistas de Diego Rivera, con exvotos coleccionados por Frida, y sobre todo con cuadros y fotografías de la artista.

         La vida de Frida Kahlo fue una continua carrera de obstáculos. De niña padeció poliomielitis, a los dieciocho años sufrió el accidente de autobús que le fracturó huesos y le lesionó la espina dorsal. En una exposición temporal, que toma el título de una obra suya, Las apariencias engañan, se muestran vestidos personales de Frida Kahlo, las tehuanas, blusas, mantos, faldas con las que intentó disimular su discapacidad y con las que creó una imagen poderosa, personal y enraizada en la tradición mexicana. También están sus corsés, de cuero y de yeso, entre otros muchos objetos que se encontraron hace un par de años al reabrir los baúles de Frida que habían permanecido cerrados medio siglo. Entre las obras expuestas está un cuadro de 1954, pintado por Frida en los últimos meses de su vida, cuando ya los dolores eran intensos y sabía que le quedaba poco, que muestra la sensualidad colorida de unas sandías abiertas y expone sobre la carne roja de una de ellas el título: Viva la vida.


         Aún nos da tiempo a recorrer unos mercados de frutas y comidas y recuerdos varios, a probar un café de olla y unos churros en la famosa cafetería El Jarocho, donde se puede ver a un hombre vertiendo los granos verdes del café en una tolva, por donde caen a la tostadora. Antes de que caiga el chaparrón nos subimos al autobús que nos hará el recorrido por la parte histórica de Coyoacán, que en este atardecer lluvioso tiene un encanto especial, con sus fachadas de colores vivos que se van apagando, el reflejo palpitante de las tímidas bombillas en las piedras mojadas de la calzada. Cuando llegamos frente a la iglesia, que es como una iglesia de pueblo castellano, se ilumina de golpe la plaza y entre los árboles parecen saltar inquietos los coyotes de la fuente.



lunes, 23 de noviembre de 2015

México DF día 3: niebla en el Zócalo

El Zócalo era para mí una foto antigua de enciclopedia, con la catedral de fondo, de un color muy pardo, y algunos coches circulando junto a los edificios. Era también otra foto antigua de una muchedumbre ocupando el ancho espacio, empequeñecida bajo una poderosa bandera tricolor ondulante. Tomarme una malteada de chocolate en la terraza abierta del cuarto piso de un bar, y mirar hacia abajo y contemplar la catedral y la anchura de la plaza, mientras la luz del cielo se difumina y se encienden las bombillas, me parece un poco mentira. Cómo hemos llegado hasta aquí, por cuántos otros lugares, inaccesibles y casi fantásticos desde la adolescencia, hemos pasado para llegar hasta aquí.

         Esta plaza en la que se asentó el Templo Mayor de la ciudad mexica de Tenochtitlán se llama realmente Plaza de la Constitución, en honor de la de Cádiz de 1812. Y el templo católico más grande del país tiene un nombre de sonido burocrático: Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Al salir de la boca de metro lo sorprenden a uno las dimensiones del espacio vacío, la larga fachada señorial del Palacio de Gobierno, la profusión de banderas nacionales. Hay una neblina persistente flotando en el aire, que no es otra cosa que contaminación. Hay decenas de puestos de comidas y libros y recuerdos, muchas voces y ruido de vehículos que pasan sin cesar frente a la catedral.

         A los pies de la catedral se pueden ver restos de las construcciones aztecas. Un hombre con uniforme aparentemente oficial toca incansable un organillo. No faltan los tullidos, las predicadoras insoportables con micrófono, policías de tránsito, e incluso varios soldados con ametralladoras en la misma puerta de la catedral. Adentro hay silencio, un remanso de calma contra el caos de afuera. Nada más entrar uno ve un Cristo negro crucificado, lo cual no deja de ser curioso. Hay muchas capillas, y retablos, y un órgano gigante, pero la principal atracción para los turistas parece ser un péndulo que cae sobre el pasillo central y que no se sabe exactamente qué marca.

         Cuando estamos afuera empiezan a sonar unas bocinas y una voz repita: Alerta sísmica, alerta sísmica. Como no entendemos bien qué pasa, les preguntamos a dos mujeres que cruzan por la calle: “Oh, nomás que hubo un sismo, pero ya pasó”, sonríen y siguen su camino. Frente a la catedral hay una casa de empeños que parece un edificio de oficinas en hora punta. Cuando subimos al piso de arriba unos minutos después, notamos que el suelo tiembla suavemente. El terremoto fue de 5,6 grados, con epicentro en Guerrero, pero parece que la gente de aquí está bastante acostumbrada a los temblores.


         Recorremos las calles del centro, llenas de pequeños negocios de comida o ropa, con iglesias y antiguos palacios que ahora son museos o edificios públicos, y uno tiene tantas veces la impresión de estar caminando por cualquier barrio céntrico de Madrid. Con una diferencia: muchos edificios están torcidos, se están hundiendo de forma demasiado evidente. Cuando salimos del caos de tiendecitas horribles de objetos de fabricación china en la calle Colombia, nos topamos con las excavaciones de la antigua ciudad mexica. En muchas esquinas hay pequeñas placas con citas de obras de escritores mexicanos sobre la ciudad. Ahí mismo encuentro un nombre familiar, en una cita de 1604: “Oh ciudad rica, pueblo sin segundo / más lleno de tesoros y bellezas / que de peces y arena el mar profundo”. Los versos pertenecen a la obra Grandeza mexicana, del religioso Bernardo de Balbuena, autor mexicano pero también español, puesto que nació en Valdepeñas, un lugar de La Mancha del que todavía me acuerdo.

         Después de anochecer paseamos por la avenida Francisco Madero hasta el Palacio de Bellas Artes: tiendas de ropa, restaurantes, iglesias, magos y mimos, gentes paseando hacia todos lados, como en cualquier capital española o italiana. En un restaurante veo escrita en grande una frase simple pero con apariencia de verdad: “Dios perdona los pecados, pero no las pendejadas”.


         Caminamos por la Alameda, por la calle Reforma, que ya es tan familiar como una avenida española. En un restaurante muy mexicano, con calaveritas y música mexicana, que se llama efectivamente El Mexicano, nos damos una buena ración de guacamole, de sopecitos de cochinita pibil, de queso con chistorra. Está acabando noviembre y en la calle no hace frío. Por todo lo demás, ya empieza a ser hasta cargante la sensación de andar dando vueltas por Madrid.

domingo, 22 de noviembre de 2015

México DF día 2: aztecas y españoles

Las dimensiones de Ciudad de México son hiperbólicas, pero por algún sitio hay que empezar. El área urbana del Distrito Federal abarca 1500 km², donde viven 9 millones de personas. Sumando las delegaciones y municipios de la Zona Metropolitana del Valle de México, la población es de 21 millones.

         La Avenida Insurgentes cruza la ciudad de sur a norte, y es por tanto una de las calles más largas del mundo, con casi 30 kilómetros de largo. Nos subimos a un autobús rojo a la altura de la colonia Nápoles, en dirección norte, y en la televisión que entretiene a los pasajeros lo primero que escuchamos es que el 1% de la población mexicana posee el 50% de la riqueza del país.

         Llegamos en metro al bosque de Chapultepec, una enorme extensión de bosque urbano que acoge museos, lagos y hasta un zoológico. Hay anchas avenidas, aire limpio, alturas de ahuehuetes, pinos, sicomoros, cedros, palmeras. Cruzamos un puente, un colorido mercado dominical, pasamos frente a una escalinata con columnas blancas, el Altar a la Patria, y subimos la cuesta en espiral que lleva al Castillo de Chapultepec, donde está el museo de Historia y desde donde se ve una panorámica de la infinita ciudad.

         De nuevo en el llano del bosque, tomamos pastel de queso y café con leche en un puesto del mercado y tenemos suerte de que la fila para entrar al Museo de Antropología avance rápido. El Museo de Antropología es uno de los depósitos arqueológicos fundamentales de América Latina. En las ocho hectáreas que ocupa el museo se reparten miles de objetos de las culturas de la Mesoamérica prehispánica, y también algunas salas dedicadas a la etnografía de los pueblos indígenas actuales.


         En la sala maya hay grandes dinteles de piedra con representaciones de dioses, frescos con guerreros emplumados, reproducciones de secciones de los templos de Palenque o Tulum, en la península de Yucatán. En la sala de las culturas del Golfo de México hay colosales cabezas olmecas, de labios gordos y narices chatas, figuras de dioses y de guerreros toltecas, mixtecas, zapotecas. En la sala mexica, que es la gran atracción del museo, gigantesca y profusa, hay una reproducción del tocado de plumas de Moctezuma, altares, códices, maquetas de mercados aztecas y de la gran ciudad de Tenochtitlán, con sus templos erigidos sobre el complejo de la laguna. 



      Y está la joya del museo y de la cultura azteca, que saluda al espectador desde el centro de la sala, frente a la puerta principal, como hace Las Meninas desde la sala central del Prado: la Piedra del Sol. Es mucho más grande de lo que parece en las fotos, mucho más imponente. Es un disco de basalto de 3,60 metros de diámetro que contiene un compendio de la cosmogonía de los mexicas: el dios Tonatiuh, los cuatro soles, la rueda de los veinte días, serpientes de fuego. En estos lugares, como europeo heredero de una cultura que consideramos tan rica, me siento tan ignorante como me he podido sentir en el sudeste asiático: hay tanto que no sabemos, y que hemos pasado tanto tiempo despreciando con nuestra indiferencia, tantas culturas, tanto de humano que desconocemos.

         Al salir del museo nos encontramos con los voladores de Papantla. De un palo de unos veinte metros penden cuatro danzantes boca abajo, enganchados a unas cuerdas, de las que se van desenrollando conforme dan vueltas en círculo, hasta dar en el suelo, mientras uno de ellos anima la danza en el aire con el son de una flauta. Es un ritual religioso mesoamericano, que todavía siguen practicando algunos pueblos de Veracruz, Guatemala o Puebla.

         Los domingos se cierra al tráfico rodado un buen tramo de la calle Reforma, que es la arteria principal de la capital, y salen a las avenidas miles de bicicletas. Alquilar una bicicleta es muy fácil y cómodo. Las ecobicis están por toda la ciudad, se pueden coger y soltar en cualquier punto. E incluso un extranjero puede utilizar el servicio bicigratis con sólo presentar una credencial. Avanzamos por Reforma como en una carrera ciclista popular: niños y grandes, ciclistas que arrastran perros, patinadores, siguiendo las marcas de conos, las indicaciones de cientos de voluntarios en los cruces. Pasamos por la avenida despejada de coches con la tranquilidad de disfrutar los monumentos de las glorietas: primero la Diana Cazadora, después el Ángel de la Independencia, muy alto y dorado, la efigie de Moctezuma, después la de Cristóbal Colón, al que han arrojado pintura roja sobre el pecho.

         En las aceras de Reforma hay cientos de estatuas de próceres mexicanos, unos con elegantes trajes decimonónicos, otros con pistolas. En todos los pedestales hay inscripciones anarquistas o reivindicativas de los 43 estudiantes desaparecidos hace más de un año en Ayotzinapa. Hay muchas rótulos culpando al Estado, carteles colgando de edificios, una concentración con los rostros de los 43. Llegamos a Alameda, al Palacio de Bellas Artes, y nos perdemos por el circuito señalizado, por calles llenas de hoyos, de iglesias pequeñas, de comercios, de vida, antes de volver a Chapultepec.

         México es tan español, que en un ataque de nostalgia arrastro a mis amigos, a una corrida de toros en la Plaza Monumental. La México es la plaza de toros más grande del mundo. El ambiente alrededor de la plaza es el mismo de cualquier plaza de capital española: mucha pose, mucho traje cuidado, sombreros elegantes, puestos donde se venden gorros o botas de vino, restaurantes en la calle que sirven paella, colas en las taquillas, reventas de última hora. Comemos enfrente, en un restaurante atiborrado que se llama El Villamelón, tacos de carne asada y volcán de quesadilla. Afuera un heladero con carrito me vende un helado de cítricos con tequila y otro que verdaderamente sabe a vino tinto.

En un grupo de españoles y mexicanos nada aficionados, entre los que el mayor entendido soy yo, me van viniendo a la memoria las fases de la liturgia, el vocabulario exacto y rico del espectáculo taurino. Hay más de media entrada, no hace sol y tampoco frío, por la primera fila del tendido cruzan sin parar vendedores de todo tipo de alimentos y bebidas, también puros, cuyo humo inunda enseguida el ambiente.

En la corrida pasa de todo: el extremeño Alejandro Talavante, que era la gran atracción, decepciona, sólo le arranca unos buenos pases al primer toro. Los otros dos toreros, mexicanos, le pusieron más ganas y tuvieron más suerte en sus lotes. Arturo Saldívar salió a por todas, hizo dos buenas faenas pero se fue de vacío. Y Diego Silveti se encontró un tercer toro muy bravo, al que toreó con precisión académica, pero que lo revolcó dos veces. En una de ellas, con el torero en el suelo, el toro le metió el pitón por la chaquetilla. Descalzo y maltrecho, el torero mexicano salió entre ovaciones a matar al toro, y le cortó una oreja. Hubo momentos de riesgo en las banderillas, caballos derribados en la suerte de picas, y también muchos borrachos lanzando gritos deportivos y políticos, y más gritos desde abajo que los mandaban a todos a la chingada. Un niño a mi lado, comiéndose una nube de algodón, cuando iban a matar al primer toro, le estaba diciendo a su padre: “¿Pero los toros se pueden matar?”.

Acabamos la noche cenando en la colonia Roma, en el restaurante La Docena, donde hay una cava de vinos y un rincón con jamones colgados, y hasta un cortador profesional. Comemos ostras, ostiones y pulpo, y creo que en estas lejanías americanas, tan próximas, no podemos dejar de hablar de España.

sábado, 21 de noviembre de 2015

México DF día 1: hacia la región más transparente

Probablemente el mundo se está volviendo un poco loco y hemos de acostumbrarnos a más controles cuando viajemos. Hasta hace unas semanas, para cruzar a pie de los Estados Unidos a México por la frontera de Tijuana no había más que una puerta giratoria que uno cruzaba sin vigilancia, y una pasarela pobre que era la bienvenida al otro país. Ahora todo cambia, hay unas salas improvisadas con rótulos muy nuevos por las que se extienden las filas de gente que quiere cruzar. Ahora hay controles de pasaportes, y tasas, y tiempos de espera, y preguntas.

         Vuelve a hacer mucho calor en la frontera de las Californias a finales de noviembre. Cruzamos el control terrestre y salimos a una calle polvorienta, a un cartel escrito burdamente a mano: SALIDA / EXIT. De camino al aeropuerto el taxista, un hombre tranquilo de bigote entrecano, nos cuenta que él pasó una vez por el DF, pero enseguida se salió: “Demasiada gente con demasiada prisa”. Fue cuando muchos años después volvió a visitar su tierra, Morelia, allá en el sur. Ahora le quedaba el recuerdo de la familia diciéndole que se quedara, muchos mangos tirados por el suelo, miles de pesos que tendría que volver a ahorrar para volver a verlos.

         A lo largo de la valla fronteriza, coronada de alambres retorcidos, hay cientos de cruces con nombres de los que murieron intentando llegar al otro lado. “Y no están ni la mitad, pues”, dice el taxista. Desde el aeropuerto de Tijuana están construyendo un puente, una pasarela que cruza por arriba la frontera, y que establecerá en pocos meses una conexión directa con la ciudad de San Diego.

         El avión se eleva sobre las barriadas pardas y desordenadas de Tijuana, sobre la discontinua costa pacífica, sobre desiertos arrugados. Hacemos una escala muy breve en Guadalajara, Jalisco. La ciudad está en un gran llano, rodeada de montañas en cuyas laderas brillan pequeños lagos. Por si no es suficientemente significativo el nombre, que me trae un recuerdo tan reciente de Castilla-La Mancha, frente a la puerta por la que desembarcamos me encuentro con un pequeño restaurante que se llama El Quijote. La parada no da para más que para comer allí una torta ahogada y para ver la puesta de sol tras las montañas de Jalisco.

         Y al llegar a Ciudad de México está la impresión de una ciudad inabarcable. Desde la ventanilla del avión se ven interminables cuadrículas luminosas, y uno siente vértigo al pensar en los millones de vidas que están latiendo ahí abajo, respirando la misma prisa en todo lo ancho de lo que Carlos Fuentes llamó “la región más transparente del aire”.

         El taxista hace unas maniobras temerarias e innecesarias, todo el mundo nos advierte de guardarnos de la policía, la noche es fresca y muy agradable, como una noche tranquila de verano. El cambio horario es de tan sólo dos horas, en comparación con los viajes a Europa, esto es una pequeña excursión. Cenamos una rica ensalada de pollo, nachos de queso y frijoles, en un restaurante con una decena de televisiones que están retransmitiendo combates de boxeo desde Las Vegas, Nevada. Algunos comentan la jugada, la mayoría de clientes miran con cara de asombro y un punto de pasión desde sus mesas, en silencio. De repente el boxeador mexicano, un peso superpluma que se llama ‘El Bandido’ Vargas, le arrea dos zurdazos al japonés Miura y lo deja mareado. Después le da bien duro hasta que lo tira al suelo. El japonés intenta rehacerse, avanza a gatas y se vuelve a caer solo. Hay algunas palmas, algún grito ahogado cuando levantan el brazo del vencedor, que tiene el pómulo levantado y una mirada poco recomendable. Y los locutores empiezan a gritar porque está a punto de empezar el verdadero combate del año, entre un puertorriqueño y otro mexicano. Hay en el ambiente una expectación que parece de otro tiempo.